“La sociedad sigue dictando que de la danza no se puede vivir como profesional”

Isabel Vázquez Torres / Intérprete, coreógrafa y profesora de danza. Dentro y fuera de los escenarios, simboliza desde los años 80 a quienes en Sevilla se atreven a vivir por y para la danza contemporánea. En el Festival de Itálica estrena un espectáculo sobre la masculinidad tóxica

Juan Luis Pavón juanluispavon1 /
25 jun 2017 / 07:01 h - Actualizado: 25 jun 2017 / 09:32 h.
"Son y están"
  • Isabel Vázquez prepara el estreno de ‘La maldición de los hombres Malboro’. / MANUEL GÓMEZ
    Isabel Vázquez prepara el estreno de ‘La maldición de los hombres Malboro’. / MANUEL GÓMEZ

Nacida para bailar, ahora desarrolla la capacidad de dirigir a bailarines. Tan ligada está su vida a los teatros que conoció a su esposo, el actor y productor Gregor Acuña, haciendo cola ante el Teatro Alameda, hace 27 años, para ver un espectáculo de La Tarasca. Isabel Vázquez es santo y seña de la danza contemporánea en Sevilla. Fue una de sus primeras intérpretes y renueva ilusiones haciendo bailar a algunos de sus antiguos alumnos, que representan a la generación con más proyección internacional. Nacida para emigrar. Por su talento y por la extrema debilidad del panorama profesional de las artes escénicas en Andalucía. En la próxima edición del Festival de Itálica, estrena los días 12 y 13 de julio ‘La maldición de los hombres Malboro’, ideado y dirigido por ella, y con una duración de 60 minutos.

¿Cómo era su Sevilla de infancia y adolescencia?

Nací hace 52 años en casa de mi abuela, en la calle Conde de Torrejón junto a la calle Feria. El barrio al que le tengo más cariño es ese, el de la Alameda y su entorno. Mi padre, Antonio Vázquez Capilla, trabajaba en Radio Nacional de España y era popular con el programa ‘Pasión en Sevilla’, estaba muy ligado al Consejo de Hermandades y Cofradías. Mi madre ejercía de ama de casa, soy la segunda de sus tres hijos. Cuando era niña, nos mudamos a Felipe II, cuando me independicé volví a residir cerca de la Alameda.

¿Dónde hizo sus estudios?

Todo mi periodo escolar fue de colegios de monjas solo con chicas en clase: las Calasancias, las Adoratrices, y Compañía de María. De ahí pasé a la Universidad, en Historia del Arte. El primer día en la facultad, en 1982, fue la primera vez que me senté al lado de un niño en un aula. Cuando se lo digo a mi hijo, le parece una situación como de marcianos.

¿Por qué eligió esa carrera?

Desde niña lo tenía claro: yo quería bailar. A mi madre le gustaba la danza, ella no bailaba pero nos animaba a mi hermana y a mí, nos compraba zapatillas de bailarina. Y en el salón jugábamos a montar coreografías, poniendo el tocadiscos y eligiendo músicas de la gran cantidad de discos que tenía mi padre. Cualquier tipo de música, ya fuera Beethoven o el musical ‘Grease’. Cuando yo tenía 15 años y estaba en BUP, le insistí a mis padres en que quería ir a una escuela de danza. Y ellos me presionaron para que estudiara una carrera pensando en el porvenir laboral, porque pensaban que de la danza no se come. Y elegí Historia del Arte porque era la que menos me molestaba para lograr lo que yo quería.

¿Dónde empezó a aprender danza?

Con María Luisa Ribas, una magnífica profesora, que en la calle San Vicente tenía su escuela y junto a Pilar Pérez Calvete montó el grupo Paspié, el primer germen de danza contemporánea en Sevilla. María Luisa se fue a Barcelona con su marido, el pianista Ramón Coll, y Pilar creó el grupo Hidra Danza, que fue la estupenda vía por la que varias jóvenes nos iniciamos profesionalmente. Quienes seguimos más en activo somos Manuela Nogales y yo. Otras compañeras de entonces dan clases en conservatorios.

¿Qué pensaba por entonces, cuando la llamaban en Sevilla ‘pionera’ por bailar danza contemporánea? Un género cultural normalizado desde décadas atrás en otros países.

Me resultaba muy curioso. Yo tenía 18 años y cuando nos llamaban pioneras, me imaginaba la ‘conquista del Oeste’ en las películas. Realmente, en Sevilla no había nada. Era el desierto puro y duro. Es verdad que fuimos pioneras en la danza contemporánea. Recuerdo cuando fuimos con Hidra Danza a participar en un certamen en Valencia, fue un ‘shock’ para nosotras porque conocimos a compañías valencianas y barcelonesas que estaban muy por delante, y en contacto con las principales tendencias europeas. Ahora no existe esa diferencia.

En los años 80, con el renacer cultural tras dejar atrás el franquismo, ¿quienes abogaban por la danza se sentían incomprendidos por el común de los ‘culturetas’, al estar más de moda el pop, la narrativa, la fotografía, el cine...?

Nos sentíamos bien considerados. En Sevilla, Hidra Danza era la única compañía y se nos tenía en cuenta. Había mucho apoyo institucional. Bailamos mucho en Sevilla y en la provincia, tanto en los circuitos municipales como en los promovidos por Diputación.

Dentro de lo negativo que es estar aislado, ¿qué tenía de positivo dar rienda suelta a crear danza solo a partir de su fuero interno?

En Sevilla se hicieron espectáculos muy interesantes. Con mucha carga de originalidad. Como ‘La camarera del Eduardo’s’, que hice con Juan Dolores Caballero y estrenamos en el Festival de Itálica. No teníamos referentes de fuera, lo hacíamos todo por intuición.

¿De quiénes aprendió más cuando ya se superó ese aislamiento?

Se creó el Centro Andaluz de Danza, y empezó a traer profesores muy buenos que nos abrieron los ojos a todos a una velocidad increíble. A mí me marcó mucho Carl Paris, y también Tim Wenger, que fue bailarín de Martha Graham. Fue una época de absoluta efervescencia, aprendiendo y creando. Y los comienzos del Mes de Danza como festival en Sevilla.

Con la perspectiva que da el tiempo, ¿en las políticas culturales no se ha abusado en estos 40 años, a la hora de gastar el dinero público, en crear mucho más una sociedad pasiva de espectadores para eventos efímeros, que una sociedad activa de creadores, intérpretes y protagonistas de focos culturales y vertebración permanente?

Sí, eso pasaba entonces y sigue pasando ahora. Eso no ha cambiado. Yo tuve la suerte de que me tocó, a finales de los 80 y durante todos los 90, la mejor época de apoyo a la danza. Y se creó el Centro Andaluz de Danza. Se empieza a dar una estructura y una cobertura a la gente que quiere bailar. Pero todas las políticas culturales han tendido a hacer cosas muy grandes y llamativas en momentos puntuales, en lugar de ir poco a poco y con vocación de consolidar las bases para el futuro. ¿Qué sucede hoy? Ya no hay ‘fuegos artificiales’, y tampoco continúan los programas culturales que algo servían para articular. Han desaparecido. Tremendo. En la danza, solo se ha logrado mantener, y con dificultades, la vertiente de formación del Centro Andaluz de Danza, donde soy profesora.

A quien se quiere dedicar profesionalmente a la danza, ¿le siguen preguntando con mucha frecuencia de qué va a comer?

Sí, es muy frecuente. “Ah, eres bailarina, pero ¿qué es lo que te da de comer?” Es tristisimo. Mis alumnos padecen el mismo problema que tenía yo, sus padres piensan que de la danza no se vive. Yo he logrado trabajar y vivir de la danza. He formado parte de una época donde las compañías te contrataban para todo el año. No como ahora, en la que contratan para participar unos meses en una producción y no pagan ni los ensayos. Es lamentable. Ahora, bajo esta crisis tremenda, en la que se suma la general y la cultural, conozco compañeros en la danza que no tienen para comer. Y si mi hijo me dijera que quiere ser bailarín, le diría: “Por favor, no. Búscate otra cosa”. Siempre le digo a mis alumnos: “Qué pena que os ha tocado este momento”. La sociedad sigue dictando que de la danza no se puede vivir como profesional.

¿Cuál fue su primera gran experiencia profesional?

Con La Cuadra de Sevilla, en 1990. Salvador Távora necesitaba una bailarina para ‘Crónica de una muerte anunciada’, su versión de la novela de García Márquez. Me presenté a la convocatoria, y me eligió. Para mí hubo un antes y un después de trabajar con Salvador Távora, con él aprendí el oficio, el amor a la profesión, y el respeto sagrado al escenario. Y la primera experiencia era nada menos que ensayarlo para estrenar ese espectáculo en Nueva York, en un teatro de Broadway. A partir de ahí, estuvimos dos años representándolo por todo el mundo.

Imagino que lo viviría como un sueño hecho realidad.

Hubo momentos que fueron como un regalo del cielo. Porque he tenido el privilegio, al estar en ese elenco, de actuar dos veces delante de Gabriel García Márquez encarnando a su personaje de María Alejandrina. La primera vez fue a vernos en Colombia. Cuando acabó la función, me dio un abrazo, me dijo que había visto en escena a María Alejandrina. Y a Salvador Távora le dijo que era la única versión de esa novela que sabía expresar la verdad de su espíritu. Tanto le gustó que en México también fue a vernos actuar.

¿Se le daban bien las audiciones para que la contrataran?

Sí, tuve suerte. Gracias a eso pude trabajar mucho en Madrid y en Barcelona. Apoyaron mucho mi carrera tanto Ramón Oller como Pedro Verdalles. Por ejemplo, hice durante un año el musical ‘Grease’, con producción de Luis Ramírez, que le había encargado a Ramón Oller la coreografía. Para mí fue divertido, cuando yo era adolescente fui 13 veces al cine para ver la película. Y en Barcelona también me eligió Lanonima Imperial, que era una compañía emblemática de la danza contemporánea en España. Estando allí, me seleccionó Nigel Charnock para participar en un proyecto suyo. A todos nos maravilló Charnock actuando con DV8 Physical Theatre en la temporada de la Expo’92 en el Teatro Central.

Algunas personas que estén leyendo la entrevista se preguntarán si no son mundos opuestos los bailes de ‘Grease’ y la danza inspirada en Martha Graham.

En mí no son antagonismos. Ambas son experiencias que te aportan y te enriquecen. Me gusta mezclar, disfruto con el espectáculo. Ojalá yo supiera bailar flamenco. Discrepo de ese concepto de danza contemporánea obsesionado por etiquetar qué es moderno y qué no.

¿Qué le impulsó a retornar a Sevilla?

Sentí que era el momento cuando me quedé embarazada. Tuve a mi hijo y, aunque tenía ganas de seguir bailando, descubrí que toda la gente me jubilaba: pensaban que, por ser madre, ya no estaba yo en el mercado profesional. Salvo Juan Luis Matilla, que me propuso hacer ‘Danza extraterrestre’, y después colaboramos en más espectáculos, nadie más me llamó. Y aprendí a montármelo por mi cuenta, creando mis propios espectáculos y poniendo en marcha en la calle Cano y Cueto el Centro de Artes Escénicas, que fue la primera academia privada de ese tipo en Sevilla, tras conocer en Madrid y Barcelona a muchos profesionales del teatro musical.

¿Acaso el mundillo de la cultura presume de ser bandera de derechos y libertades, pero también incurre en marginaciones y desigualdades, como la que comenta en perjuicio de las mujeres que optan por ser madres?

Fue otra experiencia de la que sacar como positivo la necesidad de esforzarme más y aprender más.

Muchos años después, decidió despedirse como intérprete con un espectáculo en solitario, ‘Hora de cierre’, que fue premiado y representó durante tres temporadas.

Comencé a crearlo con mucha rabia, porque quería mostrar en escena toda la tensión que había en mí: “Voy a llegar a los 50 años y quiero seguir bailando, pero qué putada tener que dejarlo porque el cuerpo ya no quiere más sacrificios y porque no tengo trabajo”. A medida que se fue consolidando tras el estreno, me ha servido como terapia. Y disfruté mucho de las últimas funciones sabiendo que eran mi despedida como intérprete.

¿Cómo está evolucionando desde el rol de intérprete al de directora de espectáculos?

A mí siempre me ha gustado mucho el teatro. Y me estoy divirtiendo en los ensayos teatrales, como actriz y como directora, mientras que ya había llegado a una etapa en la que no me sentía a gusto ensayando como bailarina. Crear coreografías me ha venido impuesto por la necesidad de hacer. Siempre me he considerado intérprete y he disfrutado mucho siendo intérprete. Cuando me llaman coreógrafa me da un poquito de pudor, porque yo no lo soy al uso. Propongo, impulso a que los intérpretes saquen de sus adentros, y yo los dirijo.

De retratarse sola en escena, a dirigir un espectáculo lleno de hombres.

Todos mis referentes son masculinos, es cierto. Vivo con dos hombres: mi marido y mi hijo. En la danza, han sido hombres mis mejores maestros. Y me gustan los hombres, por eso me molesta aún más la predominancia del machismo.

¿El machismo es el argumento de ‘La maldición de los hombres Malboro’

Es un espectáculo sobre la masculinidad tóxica. Ese patrón masculino que adoptan muchos hombres porque piensan que en ellos eso es lo natural, y porque desde que nacen se les está diciendo eso. Y no, los hombres no son así. No es genético, es una imposición cultural, de la que somos responsables hombres y mujeres. Ese arquetipo de hombre macho es una maldición que pesa sobre todos nosotros desde hace siglos. Es una de las causas de muchas desgracias que se sufren en el mundo. Desde ese modelo se gestiona la política, se gestionan los negocios, se gestiona el sexo, se gestiona todo. Y no solo lo utilizan los hombres, sino que también muchas mujeres lo adoptan, por ejemplo, cuando entran en política. Y tenemos ejemplos muy cercanos de mujeres que en la política adoptan un rol masculino para adaptarse a los ámbitos de poder, en vez de cambiar eso y hacerlo de otra manera.

¿Cómo hace bailar al ‘hombre macho’?

Muestro al hombre machirulo, y le voy quitando capas, para mostrar que todos los hombres, en su intimidad, son sensibles, sufren por las mismas cuestiones que nos hacen sufrir a las mujeres. Pero no les dejan porque desde muy temprana edad les dicen que no pueden quejarse, que han de ejercer la fuerza, que tienen que ser líderes, y campeones sexuales,... Es una pena esa losa.

¿El elenco es también un símbolo de la diáspora del talento cultural sevillano?

Sí, es para mí la oportunidad de reunir a cinco de mis antiguos alumnos en el Centro Andaluz de Danza, además de incluir a Arturo Parrilla, un actor que baila divinamente. Son Javier Pérez, que está en la compañía Noor Dance en Suecia; Baldo Ruiz, integrado en la de Wim Wandekeybus en Bélgica; Indalecio Seura, que está con Sacha Waltz en Alemania; David Barrera, que forma parte de Da Te Danza en Granada, y David Novoa, que trabaja en Barcelona con varias compañías.

¿Por qué se estrena en el claustro del monasterio de San Isidoro del Campo y no en el teatro romano de Santiponce, que tiene un escenario mucho mayor?

No quería yo un espacio tan grande. Es un espectáculo que incluye textos, y tiene que verse de cerca. Estoy muy agradecida al Festival de Itálica por aceptar mi propuesta y por asumir su producción, y también por hacer lo mismo con otras compañías para que puedan estrenar sus creaciones. Lo estamos ensayando en el Teatro de La Rinconada, gracias a la generosidad de Antonio Castro, su director. Y cuando está ocupado también ensayamos en las instalaciones del Centro Andaluz de Danza en el Estadio de la Cartuja.

¿Y podrá hacer gira?

Inutyo que tendrá larga vida. Tras su estreno, el 12 y 13 de julio, ya se está ofreciendo para representarlo en muchas ciudades, gracias a la gran labor de Elena Carrascal como distribuidora de artes escénicas. Es un espectáculo que trata a los hombres con respeto y a la vez con humor. Redime al género masculino e intenta que el público lo sienta así, como una catarsis.

Como ciudadana de Sevilla, ¿qué propondría para mejorar la ciudad?

Si en lugar de la vara de mando pudiera disponer de una varita mágica, decretaría no ser chovinista. Necesitamos ser una sociedad de mente más abierta. El gran problema de la ciudad es la cerrazón mental. Me encanta la ciudad, pero no soporto al rancio sevillano.

¿Por qué la población sevillana baila poco, si Sevilla es tierra de baile?

Por el pudor de los hombres. Cuando viajas fuera de España, te das cuenta que en otros países los hombres bailan con toda naturalidad, y no solo en las bodas.