{España caminó durante mucho tiempo soportando el cliché que la definía como una tierra con grandes monumentos de la antigüedad y gente alegre aunque imposible de modernizar. O sea, los mismos que ahora soporta Andalucía y que forman parte de la andanada de flechas que, con pautada cadencia, le llegan desde las filas de arqueros de la derecha y la izquierda nacionales. Tópicos que, aunque nos parezcan eternos, han sido, en realidad, productos de la misma decadencia del imperio español que, durante tres siglos, encontró en Andalucía su resumen y su personificación.
Porque en Andalucía, después de haber sido uno de los territorios más romanizados de Hispania, se desarrolló -por esa misma razón- una de las grandes culturas universales de la Edad Media, la de Al Ándalus, también uno de los grandes clichés en la Historia Universal del que -paradójicamente- puede apropiarse un pakistaní para ver en él el reflejo mítico de su pasado pero no quienes vivimos aquí dado que su realidad (la de ser el eslabón persido entre la Edad Media y el Renacimiento) fue oscurecida por las leyes de limpieza de sangre en el XVII y el XVIII, por el nacionalismo obtuso de las Guerras de África del XIX y por los moros de Franco en la Guerra Civil. Sin embargo aquella fortaleza civilizatoria, además de su posición geográfica, haría de Andalucía el corazón del Imperio Español y su lazo directo con América y Asia.
En el siglo XVI, Tomás de Mercado, uno de los padres de la Economía moderna, lo definió en una frase: con el descubrimiento del Nuevo Continente Sevilla había pasado de extremo del mundo, a centro. El Siglo de Oro fue en las artes, las artesanías y las letras predominantemente andaluz hasta el final de la Casa de Austria.
El antiguo esplendor comenzó a hundirse a partir del setecientos y, aunque Andalucía siguió produciendo élites notables, no pudo seguir el paso marcado por una España organizada de otra manera, con una articulación tomada de Francia, en la que económica, social y hasta climatológicamente era imposible triunfar. Únicamente avanzó en sectores enlazados directamente con el antiguo estado de cosas: a la vez que sobrevivían las artesanías suntuarias, los cambios se limitaron al surgimiento de las haciendas y cortijos y las ganaderías de reses bravas logradas por el método experimental. Ellas terminarían con la corrida caballeresca e instaurarían la de a pie como negocio y, al mismo tiempo, como única posibilidad de los de debajo de cambiar de status social.
En esta situación el destino de la mayoría de los ilustrados andaluces era Madrid, París o Londres y el de la gente iletrada la arena de los cosos taurinos o las candilejas del escenario de tonadillas.
Así cristalizaban los elementos con los que Andalucía tendría que vivir en el siglo XIX pero también los que prestaría a una España en decadencia progresivamente acelerada para que, con ellos, presumiera de romántica en Europa. De ahí en adelante, y durante mucho tiempo, ni España pudo vivir sin la imagen andaluza estereotipada –era la que la distinguía de las demás naciones- ni Andalucía quiso prescindir de ella -aunque el regeneracionismo del 98 la culpara de los males nacionales porque le daba de comer (esa relación dialéctica fue la que captó magistralmente Berlanga en su película Bienvenido Mr. Marshall).
Pasados los fervores regeneracionistas, en la segunda década del siglo XX, se abrieron dos corrientes:
La primera, personificada en los hermanos Álvarez Quintero, consideraba que Andalucía era como era y sólo podía encontrar su salvación siendo redimida por los sensatos hombres del Norte. Este era el trasfondo del argumento de Malvaloca.
La segunda la formaban las vanguardias literarias y artísticas que tomaron los rasgos andaluces como elementos modernizadores y vivificadores del alma española.
De esta manera esos elementos, que habían servido para trenzar ese tópico, también dijeron cuánto podían dar de sí en el florecimiento cultural que tuvo lugar entre los años 20 y los de la II República, en la música, la literatura, la arquitectura, el urbanismo... Las obras de Falla, Turina, Lorca, Juan Ramón, Cansinos Assens, Romero de Torres y otros muchos, las construcciones historicistas o modernistas de Sevilla, Málaga, Almería o Granada, se hicieron con los mimbres que Andalucía había conservado y demostraron tanta potencialidad que a ese período ha podido llamárselo la Edad de Plata.
Fueron los felices años 20 los que doraron Andalucía convirtiéndola en una especie de paraíso. Una prueba de ello es que en todo el mundo se abrieron hoteles y salas de fiesta con nombres andaluces. Tanta personalidad adquirieron esos rasgos que, tras la Guerra Civil, el régimen de los vencedores se apropió de ellos -achatándolos y adocenándolos- para probar la tesis de que España tenía valores y estos eran diferentes de los del resto del mundo. Las peculiaridades de Andalucía se convertían así en franquistas (como el Real Madrid) porque eran con las que se podía triunfar fuera del territorio español.
Con la recuperación de la democracia Andalucía, que tuvo un papel destacado en esa tarea, gozó de la mayor transformación de toda su historia. Se fueron -esperemos que para siempre- lacras, atavismos y miserias pero, por extraño que parezca, no se fue el tópico. ¿Por qué hasta el Real Madrid ha dejado de ser franquista y los rasgos andaluces, en cambio, siguen sirviendo de coartada a los independentistas catalanes para decir que España sigue siéndolo? La respuesta seguramente es otra pregunta: ¿Por qué son aún muchos los andaluces que se avergüenzan de su propia identidad?