Las huertas monacales

Nos queda uno de esos jardines-huertos, algo que muy pocos lugares mantienen. La huerta de la Cartuja de Santa María de las Cuevas constituye una reliquia artística, agrícola y paisajística

19 ago 2017 / 23:31 h - Actualizado: 19 ago 2017 / 23:38 h.
"La memoria del olvido"
  • El convento de Santa Paula. / Antonio Acedo
    El convento de Santa Paula. / Antonio Acedo

Los jardines y conventos de la Sevilla del Siglo de Oro eran, en realidad, huertos con idénticos cánones a los que sigue Homero para describir los de Antinóo, el padre de Nausica, que acogió al náufrago Ulises: espacio de placer y de provecho al mismo tiempo.

Ocuparon un espacio de la ciudad que hoy nos parece desorbitado pero que, entonces, era real como la vida misma (de entonces). Piénsese que la Plaza Nueva, los solares de sus edificios y algunas calles adyacentes formaban parte de la huerta de la Casa Grande de San Francisco y que, en su interior, estaban la iglesia de San Buenaventura, la capilla de San Onofre y la de la Vera Cruz (junto a la oficina central del BBVA).

Parecidas dimensiones debieron tener las del convento de San Pablo, de los dominicos (cuyas dependencias se prolongaban por Canalejas, Rafael González Abreu...), el Carmen Calzado, de la calle Baños, los agustinos, en la Puerta de Carmona, Portacoeli...

Gracias a las circunstancias por las que camina la Historia aun nos queda uno de esos jardines-huertos, algo que muy pocos lugares mantienen. La huerta de la Cartuja de Santa María de las Cuevas constituye una reliquia artística, agrícola y paisajística y que, sin embargo, no es apreciada en su justo valor.

Como en los jardines griegos o las villas de la Roma clásica, el monasterio se ubicaba en medio de un territorio donde el sustento espiritual y el material se combinaban. En la antigua Cartuja los jardines propiamente dichos se encontraban en las cercanías de la celda del Prior, a la izquierda del templo.

Por allí, por el patio llamado del Padrenuestro, es por donde ahora puede accederse con mayor comodidad a la huerta en la que aun siguen plantados más de 3.000 árboles -frutales en su mayoría- sobre varias hectáreas a través de las que discurre el sofisticado sistema de riego que distinguía a muchas explotaciones agrícolas andalusíes.

Que el lugar ya estuvo en uso en ese tiempo se sabe por los restos arqueológicos de una azuya o ermita donde vivió un ermitaño musulmán con costumbres parecidas a aquellos que, en la órbita cristiana, moraban en los ángulos más alejados de monasterios como el de San Jerónimo de Buenavista, en la barriada de ese nombre.

Quizás ése sea el origen también de las capillas existentes en diversos puntos de la huerta y que, con la mentalidad orientalista propia de su época fueron restauradas por Charles Pickman, tras comprar el conjunto a mediados del siglo XIX para dedicarlo a fábrica de loza.

Sobre la alberca principal se alza la dedicada a Santa Ana, decorada con interesantes pinturas al fresco. A la sombra de esa bóveda se reunieron varias veces Teresa de Jesús y el Padre Prior de los Cartujos, su valedor en Sevilla, dado que ella no podía penetrar en la clausura del monasterio.

Otra, la de las santas Justa y Rufina, -remodelada enteramente siguiendo cánones muy exóticos por Pickman- se levanta cercana a los pequeños huertos de las celdas de cada monje de los que quedan dos a título testimonial. Los cenobios femeninos no parece que tuvieran explotaciones agrícolas de esta envergadura pero, por ser más pequeñas, algunas han existido hasta hace muy poco, como la huerta de las monjas de Santa Rosalía, en la calle Cardenal Spínola, desaparecida al establecer la comunidad una hospedería que acoge a turistas en una adaptación del Ora et Labora a nuestros tiempos.

Otros recintos ajardinados que formaban parte de los conventos eran los compases, espacios que cumplían la misión de introducir al visitante en el ambiente de recogimiento de la institución tras dejar atrás el bullicio de la calle. Hubo muchos y aun nos quedan algunos que, sin embargo, son difíciles de visitar. Sobresale, entre todos, el de Santa Paula cuyos árboles y plantas embellecen aun más la fachada y la portada del templo conventual, obra sin parangón de Niculoso Pisano: nadie sabe cuál es la razón por la que Sevilla no ha enseñado nunca un conjunto tan singular como hermoso. Aquí no ha llegado aun la adaptación del Ora et Labora al turismo.