Han pasado 15 años pero el barrio no ha olvidado aún la tragedia de aquella madrugada del 14 de agosto. A las 3.35 horas saltaba por los aires un bloque entero en Las Letanías y se llevaba por delante los recuerdos de toda una vida. «Perdí las fotos de mi Primera Comunión. También las de mi niñez. La verdad es que ese día volví a nacer, como lo hicieron todas las familias». Vanesa Sánchez tenía entonces once años. Ella y su hermana, Esperanza, de ocho, salvaron a sus padres de milagro. «Sentimos mojado el colchón que habíamos tirado en la salita por el calor. Creíamos que era el perro, que se había meado dentro. Pero no, aquello era un olor más fuerte [por la gasolina]. Avisamos a nuestros padres y fue cuando vimos caer el dormitorio entero al primero como si se tratase de un castillo de naipes».
En el número 4 de la calle Consuelo de los Afligidos hay una fecha imborrable: jueves 14 de agosto de 2003. Matías Martínez, que vivía en el Primero A, voló el edificio haciendo explotar tres bombonas de butano que tenía en su casa. Previamente había echado gasolina por debajo de las puertas de todos los pisos. Ello fue lo que alertó a Vanesa y su hermana, que junto a sus padres, sobrevivieron al quedar en pie el salón de la casa, donde por fortuna se encontraban. No corrieron la misma suerte María del Valle Triguero y Miguel Vizarraga, vecinos del Bajo A, que fallecieron en el acto al quedar sepultados por los escombros. Tampoco Chica, como conocían a Salud Herrera, que murió en el hospital pocos días después a consecuencia de las graves quemaduras que tenía en todo el cuerpo.
El anciano de 72 años, que también falleció en la explosión, había sido realojado en este bloque de Las Letanías por los servicios sociales después de haber cumplido condena por asesinar a su esposa. Desde un principio, según testimonios vecinales publicados días después del suceso en los medios de comunicación, el hombre se quejaba de «los ruidos que hacían los niños del bloque». Por lo que estaban convencidos de que «todo fue meditado» como «acto de venganza».
El balance de la deflagración fue desolador: a los ya citados cuatro muertos, hubo que sumar 32 heridos de distinta gravedad y 20 familias «destrozadas» que quedaron «con lo puesto de la noche a la mañana». Tuvieron que abandonar el barrio y buscar techo provisional en el Hogar Virgen de los Reyes y en el psiquiátrico de Miraflores. «Fueron días de locura y de impotencia. No dejábamos de preguntarnos: ‘¿por qué a nosotros?’».
Pese a la ayuda psicológica de los primeros meses y el paso del tiempo –son ya 15 años–, muchos de estos vecinos siguen sin poder conciliar el sueño. En especial, cuando llega la madrugada del 14 de agosto. Todo son recuerdos y miedos que asaltan. Y no es solo por los restos de aluminio que quedaron incrustados en el edificio de enfrente y que hoy son vestigios materiales de aquella jornada de ambulancias y nerviosismo. «Cuando escuchamos un ruido fuerte o alguien corriendo por la calle, salimos todos los vecinos a las ventanas como acto reflejo para ver qué pasa. Cualquier ruido nos sobresalta continuamente y con mucha facilidad. También hay quien no puede ni oler a gasolina, aunque sea un vecino el que esté arreglando la moto en la puerta del bloque. Estamos todavía con las carnes abiertas», se sincera Vanesa, que ahora tiene 26 años y, junto a su marido, regenta un bar en el barrio, en una calle próxima al lugar del siniestro.
Tras la barra de su establecimiento (Angelito, en alusión a su padre que inició este negocio familiar), Vanesa le cuesta recordar la fecha pero no la hora que marcaba el reloj: «Sí, fue a las 3.35. Eso nunca lo olvidaré». Tampoco lo que hizo aquella mañana. «Me había comprado un chándal del Sevilla FC. Aquella misma noche lo perdí. Salió ardiendo también, con el álbum de boda de mis padres y todo lo que teníamos en le piso». Pero su relato saca igualmente a la luz la solidaridad que se desencadenó días después «dentro y fuera de la ciudad» al conocerse mediante entrevistas en los medios de comunicación el drama de cada familia afectada por la explosión. «Días después, el Sevilla FC me regaló un nuevo chándal. Fue maravilloso. Finalmente, aunque costó, pude al fin volver a sacar una copia de la fotografía que perdí de mi Primera Comunión».
Para otras supervivientes, como Amparo Jáuregui, no ha sido fácil sobreponerse a todo. Fue una de las vecinas que tuvo que saltar por la ventana para evitar las llamas. Estuvo «muy grave» y tuvo que aprender a caminar de nuevo después de seis años de continuas entradas en el quirófano. Aun así, asegura que nada ha sido igual: «Nos ha marcado para toda la vida. A los 26 años me vi con un 65% de minusvalía, sin trabajo, sin casa, sin nada de nada», explica esta madre que ahora tiene tres niños. De motus proprio y con una nueva situación familiar, regresó hace solo unos años al piso que entonces tenía en el nuevo edificio que construyó la Junta de Andalucía sobre el inmueble derribado tras el percance. Entre los cambios «a peor» enumera el modelo de alquiler que oferta Avra, antes Epsa, actual propietaria del bloque de pisos.
El malestar se extiende por los rellanos. Tanto hasta que se cuestiona el compromiso que adquirieron las administraciones (Estado, Junta y Ayuntamiento) con los supervivientes: «Prometieron mucho, pero no han hecho tanto; pues nos dieron un piso nuevo vacío y una única ayuda de 3.000 euros». Eso sí, frente a este «desgano político», los vecinos del número 4 de Consuelo de los Afligidos agradecen las ayudas desinteresadas del letrado Joaquín Moeckel y del periodista Carlos Herrera con la organización de «festivales y eventos taurinos».
Hace unos años aterrizaba en el vecindario, Manoli Hernández, que ha hecho suya esta lucha asumiendo la presidencia de la comunidad: «Vivía en Las Vegas, pero se me ponen los pelos de punta con solo hablar de ello... Aquí hay muchos que están traumatizados. Es difícil superarlo. Quizás, por ello, en un primer momento dudó cuando le ofrecieron una de estas viviendas: «No me quería venir. No me gusta este bloque, pues se ha hecho muy a la ligera y tiene problemas». Manoli se remite a los hechos y describe los continuos problemas que han tenido: «Las placas solares, que finalmente se han retirado; las humedades de los pisos superiores; y las ratas y cucarachas que van y vienen a causa del deterioro del cuarto de contadores y de la arqueta que hay debajo la escalera». Achaques que, como concluye, dificultan la normalización de este bloque de Las Letanías que continúa supurando heridas en una pulso diario por desdibujar la memoria de la tragedia.