Los caminos del villancico

Un recorrido histórico por los avatares de estas canciones populares que se mandaban componer en letra y música para cada celebración y que estos días sonarán en cada casa

18 dic 2016 / 17:35 h - Actualizado: 18 dic 2016 / 17:40 h.
"Música","Navidad en Sevilla"
  • Instrumentos típicos de un coro de campanilleros de la provincia de Sevilla. / El Correo
    Instrumentos típicos de un coro de campanilleros de la provincia de Sevilla. / El Correo

El otro día, unos amigos extranjeros de mi hijo, llegados aquí después de realizar un largo periplo por Europa, quedaron asombrados al escuchar que nuestra música navideña fuera distinta de la de todos los demás países (en todos ellos habían oído la misma) y hubo de explicarles lo que eran los villancicos.

En algunos de los lugares en los que, muy de mañana, todavía salen a cantar los auroreros (campanilleros desde que la Niña de la Puebla y Manuel López Farfán popularizaran este término), éstos siguen llamando con ese nombre a todas las coplas que entonan en su recorrido a lo largo del año; son lo que siempre fueron: estrofas populares que se mandaban componer en su letra y su música para cada festividad. En el sur de la Península Ibérica existió desde muy antiguo una simbiosis entre los cánones de las liturgias y las aportaciones de la gente. También su uso plural porque eso, al parecer, fue patrimonio de todas las religiones que existían. De la literatura en hebreo nos quedan cientos de piezas paralitúrgicas (todas sefardíes), en la escrita en árabe otros tantos y también se salvaron canciones religiosas mozárabes sin que no sepamos cual era su música.

Como era lógico todo eso debió continuar sobre parámetros similares al producirse la conquista del territorio occidental de Andalucía por la corona castellana porque, en el Libro de Buen Amor, el Arcipreste de Hita nos dejó distintos cantares hechos para escolares nocherniegos (así los llama) que tienen toda la pinta de ser, unos, destinados a fiestas cristianas y, otros, a los días grandes musulmanes. Luego arribaron los gitanos por Jaén, en los años en los que el condestable Miguel Lucas de Iranzo, antes de que llegara el Renacimiento (o quizás llegara con esos condes zíngaros), organizaba fiestas renacentistas en las que se representaba con pompa y circunstancia el Auto de los Reyes Magos. A partir de ahí –con Gil Vicente–, pasaron a ser ellos mismos personajes literarios, a formar parte de las piezas de teatro, de las coplas de villancicos y de los coros de cantores y danzantes en las variadas efemérides de las cuatro estaciones.

Nada más y nada menos que don Luis de Góngora y Argote compone coplas navideñas de moriscos (Al Gualetehejo/ del Señor Alá,/ ha, ha, ha/ haze vosacé/ zalema e zalá...) y de gitanos (Támara que son miel y oro/ támaraz que son oro y miel/ A voz el cachopinito/ cara de roza,/la plama oz guarda hermosa/ del Egipto.) con cánones barrocos que, en cierto modo, continuarían en las coplas del siglo siguiente que escuchamos todavía. Pero ahí, en ese tiempo, tendrían lugar acontecimientos importantes para este asunto.

Con el cambio de dinastía no sólo llegaron a España monarcas y nobles franceses sino, sobre todo, las modas de aquel país. Lo autóctono, en la mayoría de los campos, fue arrinconado como algo impropio de gente culta y eruditos a la violeta de los que se burlaba el gaditano José Cadalso. Y, en ese torbellino, el cardenal prohibió en Sevilla que en las iglesias se cantaran villancicos populares ya que –según el texto de Justino Matute– «los negros, gitanos y otros de su misma ralea hacían un distinguido papel, principalmente en los días de Nochebuena».

Ése fue el modo en el que la canción navideña salió del templo y se refugió en las casas para enhebrar la liturgia doméstica de la reunión amigable o familiar.

Ahí los encontraron hace treinta y tantos años, en Arcos de la Frontera, los integrantes del equipo que, dirigido por el profesor Pedro Piñero, se proponía recoger el romancero de varias provincias andaluzas (una empresa tan épica como inadvertida que acaba de finalizar). Los cantaban –como en otras poblaciones cercanas– mujeres, reunidas cada otoño en una zambomba (esa palabra aun no había saltado a la popularidad) y que, sin saberlo, habían traído hasta finales del siglo XX todo aquello a lo que los canónigos cerraron las puertas de la catedral en el XVIII. Los recogió un libro de la Diputación de Cádiz, Romancerillo de Arcos, con esmerada edición –como todos los de aquella época– de Julio Malo de Molina.

Las zambombas, último reducto de los auroreros en la serranía gaditana «un territorio que perteneció a las grandes casas nobiliarias de la frontera o Banda morisca, entre el reino de Sevilla y el de Granada hasta la mitad del cuatrocientos», asociaciones temporales sin más pretensión que la reunión en sí misma, acabaron siendo abducidas por un depredador (depredación: interacción bio- lógica en la que un individuo atrapa a otro para subsistir) tan poderoso como el flamenco. Tal vez no sea casualidad que el mítico Manuel Torre naciera en Arcos. La zambomba campanillera se aflamencó en Jerez y con ello quizás perdiera su aire ingenuo, näif, pero ganó proyección cultural. También bebería de su savia –a la vez que de su lenguaje barroco conceptista o culterano– el moderno villancico rociero.

Toda esta historia es lo que los amigos de mi hijo no se explicaban al llegar a Sevilla en estos días. Una historia llena de tantos vericuetos, brazos, tornos y arroyos como los de un río zigzagueante en medio de la lubricánica y silente marisma.

La Canción de Navidad andaluza, síntesis de liturgias religiosas y populares, no se merece la contaminación a la que la someten las de los anuncios publicitarios televisivos y la ambientación de los grandes centros comerciales. Pero así es la vida: los caminos los hizo el villancico con agua, viento y frió; los jingle bells y los we wish you a merry Christmas, de ritmos rampantes, llegaron por autopista.