En el debate sobre los transgénicos no caben las medias tintas. O, por lo menos, son difíciles de encontrar. Quienes se oponen a su utilización se oponen frontalmente, sin matices. Los que los valoran como una opción positiva aluden a ellos como una posible solución a problemas de escala mundial.
«Es cierto –concede José Manuel Benítez, de COAG– los que están a favor están muy a favor, y al revés». La organización a la que pertenece, por ejemplo, mantiene una posición clara: «Opinamos sobre cómo afecta el cultivo de transgénicos, según la información y los datos que tenemos, a los agricultores y ganaderos de un modelo de agricultura que es el que nosotros defendemos: familiar y con productos de calidad». Ese nicho de mercado correría peligro a poco que se abriera la puerta a este otro tipo de agricultura.
Su opinión sirve también para recordar que los transgénicos, además de esas grandes extensiones que aparecen en los medios de comunicación en Sudamérica y Asia, fundamentalmente, existen también en España, en Andalucía e incluso en Sevilla.
Sevilla es la provincia andaluza con mayor superficie dedicada al cultivo de transgénicos, que con la legislación española se puede traducir por maíz transgénico, con 6.010,59 hectáreas. Andalucía, por su parte, es la comunidad líder en España con casi 11.000 hectáreas sobre un total nacional de 129.081 hectáreas, según datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente de 2016.
También en el ámbito cercano trabaja ASAJA, igualmente organización de referencia en el campo español. Su posición es opuesta a la de COAG: «Coincidimos con las evidencias científicas frente a, muchas veces, catastrofismos y populismos. Creemos en la ciencia. La biotecnología se mueve en todo el mundo, pero en la agricultura hay este parón en Europa. ¿Qué ocurre? La normativa europea es restrictiva sobre la base de que no hacen falta razones científicas para prohibir un cultivo», resume Antonio Caro, coordinador de los servicios técnicos de la organización en Sevilla.
Con los transgénicos sucede una cosa curiosa, y difícil de interpretar para quienes no son especialistas. Es decir: para un porcentaje de la población que se acerca mucho al cien por ciento. Porque cada una de las partes respalda sus argumentos con datos científicos. ¿A quién debería creer el consumidor?
«Nosotros, la postura que tenemos es la misma casualmente que han tenido los 100 premios nobel que firmaron un documento en 2016 en favor de la biotecnología. Creo que es bastante rigor científico», apunta Caro, que alude al escrito que atacó a Greenpeace, como cabeza visible del movimiento ecologista, por rechazar los transgénicos. Entre otras cuestiones porque, aseguran, no existe evidencia alguna de que los cultivos modificados genéticamente dañen el medio ambiente.
En el otro lado, Benítez, de COAG, aclara que los informes positivos sobre los transgénicos están a menudo influidos por la potencia económica de las escasas, y gigantescas, empresas que copan este mercado. Además, habla por ejemplo de un estudio reciente que ha encontrado daños en el estómago de cerdos alimentados con transgénicos.
En todo caso, en COAG se centran en «los efectos económicos nocivos para los agricultores, como la dependencia de las multinacionales. En los primeros años es verdad que la producción suele ser mayor, pero con el tiempo, las producciones bajan y los gastos suben porque hacen que baje la biodiversidad de la finca y las malas hierbas sean más potentes. En definitiva, a la larga es más costoso para el agricultor que el maíz convencional».
Asaja, claro, disiente, aunque advierte de que, en cualquier caso, será siempre una libre elección del agricultor el tipo de cultivo por el que se decante. «Lo que está pasando en Europa no tiene lógica. La biotecnología se está desarrollando en todos los sectores. En agricultura, ese parón tecnológico sólo provoca que las empresas se vayan de Europa», lamenta, además de apuntar la extraña lógica de que en la UE sólo se pueda cultivar maíz pero sí se puedan importar otros transgénicos, como la soja, fundamental para numerosas explotaciones ganaderas.