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Memoria de la Bienal

La creación de este evento, que nació en el fragor de la batala por la consecución de la autonomía fue una de las decisiones madrugadoras del primer Ayuntamiento democrático

27 ago 2016 / 21:25 h - Actualizado: 27 ago 2016 / 21:28 h.
"La memoria del olvido","Bienal de Flamenco 2016"
  • Actuación de Pastora Galván en la pasada Bienal de Flamenco, celebrada en 2014. / El Correo
    Actuación de Pastora Galván en la pasada Bienal de Flamenco, celebrada en 2014. / El Correo

La creación de la Bienal de Flamenco Ciudad de Sevilla, en cuya recta de preparación entramos, fue una de las decisiones madrugadoras del primer Ayuntamiento democrático tras la dictadura. Pronto cumplirá, pues, la cuarentena sin que, a pesar de que reiteradamente se le califique como el mayor acontecimiento del género, haya habido pocos trabajos que analicen el cómo y el por qué de la idea, las vicisitudes de sus albores y las raíces de éxito.

Nació en el fragor de la batalla por la consecución de la autonomía, como una apuesta por poner en valor los rasgos identitarios en los que todos estos procesos hacia el autogobierno buscan razones para amarrar su causa. Nadando en una conciencia difusa de lo propio y lo ajeno, el primer objetivo fue situar aquel arte –de cuyos orígenes sólo se tenía lo que decían algunas citas de viejos autores y lo que otros trataron de teorizar más con el sentimiento que con la investigación– en el Parnaso donde las demás habían sido entronizadas por la Historia y la admiración del público.

El flamenco –por influjo de la teoría de la Etapa Hermética, desarrollada por Ricardo Molina y Antonio Mairena– era considerado a pies juntillas como una música escondida hasta poco antes, desconocida para la mayoría y depreciada en el proceso histórico que había hundido todo lo andaluz en el magma del desastre colonial vistiéndolo de español.

Ahora le llegaba la hora de ser puesto en valor y levantarle un altar con retablo como en el que Julio Romero de Torres, allá por 1907, había pintado Nuestra Señora de Andalucía.

En teoría adoptó la forma de concurso, porque todo el mundo seguía obsesionado en copiar la fórmula que Falla y García Lorca usaran en 1922 y que, más tarde, había sido reflotada por que se celebraba periódicamente en Córdoba. De modo que la Bienal de Arte Flamenco, en ediciones sucesivas y en riguroso turno de seis años, debía dedicarse al cante, al toque y al baile, un tiempo que se presumía suficiente para que aparecieran y se asentaran nuevos valores en cada uno de esos tres vectores. Existió, pues, un ánimo innovador en la mayoría de los promotores y, en todos, el afán de hacer del flamenco «un arte del pueblo para el pueblo» en continuidad lógica con lo que Molina y Mairena pretendido al acuñar el término de gitano-andaluz. pero la concepción dinámica de su música y de sus estructuras era muy difusa. Ésas –se consideraba– no podían ser sino «lo que habían sido siempre y lo que tendrían que seguir siendo».

Si exceptuamos la primera edición –en realidad, un ensayo apresurado y fuera de temporada de cuanto habría de venir– su carácter novedoso se plasmó, visualmente, en los carteles y en la conversión de lugares del caserío, enclaves monumentales en desuso o corrales de vecindad con sabor historicista. Los carteles anunciadores se encargaron a artistas con concepción moderna de las artes plásticas: Joaquín y Emilio Sáenz, Rafael Alberti, Carlos Ortega... y hasta se recuperó un dibujo de Manuel Ángeles Ortiz.

En cuanto a esos escenarios novedosos, en el encendido de la bombilla, además de la voluntad de acompasar el arte del Planeta y el Fillo con los nuevos aires de libertad que soplaban, estuvo –seguramente– la carencia de espacios escénicos públicos en una ciudad donde la inmensa mayoría de estos locales eran privados y también –con contundencia de oráculo– el escaso presupuesto que pudo destinarse al evento. Como anécdota ilustrativa de lo anterior habría que dejar reseñado que el cartel de Joaquín Sáenz que anunció la edición original aun permanece en casa de su autor porque no hubo dinero para pagar su módico precio.

Por una u otra razón, y convertido el Teatro Lope de Vega (aun sin restaurar y climatizar) en sede oficial de los grandes momentos, alcanzaron sus días de gloria la Plaza del Lucero, en los callejones de la Macarena, y el Hotel Triana, levantado en tiempos de la Exposición Iberoamericana como núcleo de viviendas de personal subalterno.

Un monumento singular aprovechado fue la Torre de Don Fadrique que, cien años antes, había alcanzado la altura suficiente para figurar con la Giralda y la Torre del Oro en portadas de guías turísticas y en las tarjetas introducidas poco antes en el mundo postal desde Medina Sidonia por Mariano Pardo de Figueroa y de la Serna, el célebre y excéntrico doctor Thebusem.

El espacio del prácticamente extinto Museo Arqueológico municipal, conformado entre los muros del convento de Santa Clara cuando fueron trasladas allí, desde la Puerta de Jerez, la portada del Colegio de Santa María de Jesús (la primitiva Universidad) y, desde los jardines del palacio de San Telmo, la estatua del ominoso Fernando VII era un espacio minúsculo y desde un principio estuvo destinado a actos de pequeño formato y, entre ellos, el de servir de marco al pregón. Se abría una de las muchas paradojas que produce la vida: la construcción medieval, enviada al ostracismo por la mala fama de lo que, en otro tiempo, había sido el sancta sanctorum del templo sevillano del cante, la Alameda, volvió a tener vida también gracias al flamenco.

Otros dos escenarios monumentales estaban en el interior del Alcázar: fueron los patios de la Montería y de las Doncellas (ahora, no puede cumplir esa función por la recuperación del estanque que cubre su espacio central.

La Bienal de Arte Flamenco Ciudad de Sevilla, llamada a convertirse en un evento de proyección mundial y en el instrumento de transformación y diversificación del flamenco, echaba a andar gracias a la voluntad empecinada de unas pocas personas. Ni Sevilla ni los artistas recuerdan ya su gesta.