Desde el pasado 1 de mayo y hasta el 31 de octubre, la ciudad italiana de Milán acoge una Exposición Universal –de la misma categoría de la que tuvo Sevilla hace 23 años, es decir, la máxima–, que lleva por lema Nutrir el planeta. Energía para la vida, y que aborda los retos de la alimentación en el siglo XXI.

A las afueras de la capital de la Lombardía se levanta el recinto expositivo, con tres puntos de acceso principales, que cuenta con 110 hectáreas de superficie –menos de la mitad que la Cartuja–, que están perfectamente comunicadas por autopista, ferrocarril y metro con la ciudad.

La Expo que devuelve al visitante que conoció la muestra hispalense de 1992 a aquel ambiente internacional de arquitectura vanguardista, es capaz de enganchar durante seis meses a cualquiera. Sin embargo, más allá de las similitudes, que las hay, lo primero que descubre el turista que llega es que no es lo mismo una cita de estas características en tiempos de crisis que en periodo de bonanza.

Para empezar, todo es más pequeño. Los pabellones internacionales se articulan solo en torno a una gran avenida, a la que cruza otra de menor tamaño consagrada a Italia, sus regiones y su gastronomía. No hay monorraíl, ni tren, ni telecabina, ni catamarán, ni lago, y el espectáculo nocturno, en torno a una monumental fuente de la que aflora una estructura efímera denominada Árbol de la Vida, queda a años luz del que cada día se desarrollaba en el desaparecido Lago de España.

Por seguir con las odiosas comparaciones, el concepto expo-noche no se conoce en Italia, donde las puertas de la muestra cierran pasadas las 24.00 horas, y la cabalgata, lejos del artístico diseño de la de 1992, se reduce a un desfile de una suerte de fruitis danzarines. No en vano, la mascota de la cita es un personaje mezcla de ensalada y macedonia.

Pero al margen de los inevitables paralelismos, lo cierto es que Milán 2015 no trata de asombrar al visitante exhibiendo grandes avances tecnológicos o futuristas visiones del mundo. Este evento es una ocasión para reflexionar sobre hacia dónde va un planeta que se espera alcance los 9.000 millones de personas en 2050 y cómo vamos a ser capaz de alimentar a esta población.

En este recorrido reflexivo, el pabellón de Suiza es una parada imprescindible. El visitante subirá a una torre de cuatro plantas, repleta de cuatro productos: café, manzanas, sal y vasos de agua. Se le invitará a llevarse gratis lo que quiera, desde un sobrecito de café a una caja repleta de productos. No obstante, deberá hacerlo sabiendo que el pabellón no repondrá los productos. Si el público consume en exceso, se acabarán agotando las existencias y el edificio cerrará antes de que se clausure la Expo. Está en las manos de todos que esto no pase.

España ofrece una vanguardista exposición sobre la gastronomía nacional y la riqueza paisajística y agrícola del país. Merece la pena detenerse en la sala de proyecciones, donde podrán verse varias películas sobre varias pantallas formadas por platos. También hay un apartado para los nuevos creadores de la cocina patria, con mención especial para el vino y el aceite de oliva. Por cierto, que sorprende que en la tienda del pabellón, la botella de Oleoestepa que en el supermercado no pasa de cinco euros allí supere los 30.

Cabe destacar que es uno de los pocos enclaves, junto a los pabellones hispanoamericanos, donde puede escucharse el castellano, ya que la exposición solo usa inglés y algo de francés como idiomas foráneos.

El país anfitrión posee el edificio de mayor tamaño, aunque su contenido deja bastante que desear, con muchas salas cerradas, poca atención al público y bastantes espacios vacíos. No obstante, la avenida de Italia ofrece multitud de interesantes propuestas, como el Pabellón del Vino, donde el espectador podrá degustar los caldos de aquella tierra, eligiendo entre más de mil variedades.

El pabellón de Rusia regala diariamente varias degustaciones de bebidas y comidas de aquel estado. Conviene consultar la agenda diaria y acudir con algo de antelación.

Capítulo especial merecen los países árabes y asiáticos, auténticos reyes de la muestra. Catar, Omán, Kazajistán o Emiratos Árabes ofertan, además de una riquísima gastronomía, toda una variedad de modalidades de cines, desde el tridimensional a las proyecciones láser, pasando por las butacas movibles.

Además de los pabellones nacionales, existen los denominados cluster, donde se agrupan varias naciones entorno a un producto concreto, como el café, el arroz, el cacao o el cereal. Lo mejor de estas zonas son sus plazas, en las que degustar auténticas delicias venidas de lejanos paraísos.

En términos generales, son necesarios al menos dos días para conocer la Expo 2015. El precio del bono para dos jornadas ronda los 60 euros. Y, como consejo final, no olvide el abanico e incluso el paraguas para el sol. El microclima de la Cartuja tampoco lo han copiado los italianos.