Pasajeros del tren de la vida

San Jerónimo es barrio ferroviario con espíritu de gran familia. Tiene hasta un monasterio que cambió el silencio por la alegría de su gente

19 ene 2018 / 12:11 h - Actualizado: 19 ene 2018 / 22:51 h.
"Barrios","Distrito Norte","'¡Mira qué barrio!'"
  • Clase de zumba dentro de los talleres que ofrece el distrito a los vecinos.
    Clase de zumba dentro de los talleres que ofrece el distrito a los vecinos.
  • El macramé es otro de los talleres disponibles.
    El macramé es otro de los talleres disponibles.
  • Ana es la cocinera del bar La Paraíta en la calle Navarra.
    Ana es la cocinera del bar La Paraíta en la calle Navarra.
  • Algunos de los miembros del coro del barrio de San Jerónimo.
    Algunos de los miembros del coro del barrio de San Jerónimo.
  • San Jerónimo es un barrio cuyos orígenes están vinculados a la industria ferroviaria. / Fotos: El Correo TV
    San Jerónimo es un barrio cuyos orígenes están vinculados a la industria ferroviaria. / Fotos: El Correo TV

Los sevillanos tienen una parada obligatoria en la estación de San Jerónimo. Como aquellos trenes que a principios de siglo paraban en este barrio ferroviario en su ruta por Andalucía y que fueron el origen de lo que hoy todavía se vive en sus calles. Porque San Jerónimo aún es a estas alturas de la vida ese mismo barrio de casitas bajas en el que se instalaron los trabajadores para buscar un futuro bueno para ellos y sus familias. Nació un barrio y, con él, un espíritu de convivencia familiar que no ha terminado de perderse. Y eso que la vida no es lo que era, tampoco para sus vecinos.

A pesar de la distancia física, Sevilla rompió las barreras con San Jerónimo para integrarlo como un barrio más de la ciudad. Y eso sus vecinos lo agradecieron acogiendo a todo el que se acerca a conocerlos. Sus calles son silenciosas, alejadas del bullicio de otros barrios. Sus locales acogen negocios de cercanía, tiendas de barrio, en las que se compra, se conversa y, si hace falta, también se fía. Sus casas tienen las puertas abiertas y un plato encima de la mesa para recibir al visitante. Y no es extraño que a un «buenos días» su gente responda con una sonrisa de complicidad, aunque sea la primera vez que se crucen las miradas.

Por tener, San Jerónimo tiene hasta un monasterio propio que cambió el silencio de su claustro por el reguetón lento que se baila en sus clases de zumba. Es solo un ejemplo de las decenas de talleres que el distrito pone a disposición de sus vecinos y en los que la actividad es una excusa para lograr el fin social que encierran. La gente se encuentra en ellos, y con sus manos, como en el taller de macramé, hacen arte que luego regalan a conocidos y familiares. Pero lo importante es que entre puntá y puntá se disfruta de la vida, haciendo que el tiempo, a veces eterno, pase más deprisa que otros días y que la soledad no aparezca en la vida.

Eso ocurre también con los integrantes del coro que, al compás de sevillanas, de rumbas y hasta de villancicos, alegran la vida de los demás con la sonrisa que la música provoca en la suya. Que se apuntan a un bombardeo es algo que sobra decir, que dan lecciones de esperanza, como en el caso de Encarna, ya se lo digo yo. Vaya mérito, ahí sigue al pie del cañón, por muchos años que pasen y achaques dé la vida.

Tiene este barrio, además, una plaza de abastos que sobrevive con más fe y ahínco que clientes. Y bares, ¿será por buenos bares? En todos le pondrán de tapeo exactamente lo mismo que se come en sus casas. Huyen de las modernidades. Ana, la cocinera del bar La Paraíta, sí que nos dio una verdadera lección en eso de comer como Dios manda. Ella, llegada desde el otro lado del charco –de Santo Domingo al mismísimo San Jerónimo– borda un menudo –por poner solo un ejemplo–, qué menudo manjar. Y lo mejor es que regala una sonrisa contagiosa por el mismo precio.

Y es que entre su hilera de casitas blancas, San Jerónimo impulsa las ganas de vivir. También las de disfrutar. Lo hace especialmente con su fiesta grande, el carnaval, que celebra sus primeros 25 años de vida, gracias al empuje de sus comerciantes y de esos locos de febrero que dedican su tiempo y todas sus fuerzas a darle lustre a la celebración. San Jerónimo tiene algo de Cádiz o viceversa. Ahí está Javi, letrista de grandes comparsas que se arrancó con un estribillo y regaló una lluvia de papelillos con un pito –los que más suenan por Cádiz salen de su taller– que sonaba a coloretes y herencia carnavalera.

Visto lo visto, si los monjes del siglo XV levantaran la cabeza seguro que volverían sin pensarlo al lugar del que salieron. Porque San Jerónimo es así, como ellos, sencillo y callado pero lleno de vida. Y está aquí, en Sevilla. La semana que viene nos vemos en Bellavista.