Soy andaluz: ¿qué quieres que te diga?

El tópico del andaluz bascula entre la maliciosa injusticia de considerarnos vagos y la envidiada fantasía de un ingenio especial por el uso de la lengua

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
16 nov 2017 / 06:42 h - Actualizado: 16 nov 2017 / 06:42 h.
"La injusticia tras el tópico andaluz"
  • Una tienda de souvenirs en la que no falta la típica camiseta con la imagen de una gitana o una muñeca vestida con un traje de flamenca. En la imagen de la derecha se muestra un traje de gitana para los turistas. / Reportaje gráfico: Manuel Gómez
    Una tienda de souvenirs en la que no falta la típica camiseta con la imagen de una gitana o una muñeca vestida con un traje de flamenca. En la imagen de la derecha se muestra un traje de gitana para los turistas. / Reportaje gráfico: Manuel Gómez
  • Soy andaluz: ¿qué quieres que te diga?

Hace años, antes de que la periodista catalana Gemma Nierga conociera al amor de su vida en Córdoba y se viniera a vivir a Andalucía, la cantante malagueña de Chambao, La Mari, le dijo en una entrevista telefónica que un compañero le robaba unos papeles que tenía para orientarse, y la presentadora de radio estuvo a punto de interrumpir la entrevista porque no captaba la ironía –o la guasa gorda– de la cantante sureña. Algunos años después, terminó de comprender que en Andalucía afirmamos cuando queremos negar, preguntamos cuando queremos afirmar y, en general, jugamos al escondite y a piola con la cuarta lengua más hablada en el mundo, el español, para seguir enriqueciéndola en esa inercia histórica del acento situado siempre entre dos mundos: el del castellano que conquistaba, allende Sierra Morena, las primeras estribaciones de la morería peninsular en plena Edad Media, y allende el Atlántico, un Nuevo Mundo que se dejó castellanizar no con el habla de la Castilla que ostentaba la Corona sino con el deje de las gentes que bajaban el Guadalquivir con la aventurera determinación de hacer las Américas...

En Andalucía se habló distinto desde el principio. Y diversamente, porque al igual que hoy no puede entenderse el andaluz como una sola habla, sino que se emplea más rigurosamente el término hablas andaluzas, el castellano empieza a hablarse en Andalucía occidental en la primera mitad del siglo XIII, mientras que al reino de Granada no llega hasta finales del XV. Y no solo el castellano, que es la lengua de todos que aquí, como en todas partes, es hablada a nuestra manera, sino también los otros idiomas precedentes que aquí se reconfiguraban merced al crisol de culturas diversas en el mutuo precipicio de sus mezcolanzas: el árabe (luego mozárabe) que no era como el del Magreb, el latín que cada vez se parecía menos al de la metrópoli imperial, y aun otros anteriores que llegaban a esta tierra entendida como el fin del mundo. De modo que, primero por la manera de usar la lengua y luego por el modo de gestionar el tiempo –en su doble sentido, cronológico y climático–, a los habitantes del sur de la Península nos cayeron muy pronto ciertos sambenitos amasados en el fino tipismo que se habían de convertir en el burdo tópico que aún nos pesa. Creen, incluso con verdadera ingenuidad por ahí arriba, pero también con verdadera mala uva, que en Andalucía estamos todo el día de fiesta, que cada día tiene una siesta, que somos muy chistosos, muy flamencos y toreros, que nos chorrea el arte puro, todo lo cual, como toda caricatura tópica, arranca de ciertas medias verdades circunstanciales, que son las más dañinas. En el paquete de tópicos también se incluye que somos vagos e incultos. Y como los tópicos se parecen tanto a las calumnias, Andalucía entera podría trabajar en la dirección contraria que apenas podrá combatir el tópico de calumnia, que algo queda...

Un tópico de lejos

El tópico no es de ahora. Ni el del castellano mal hablado ni el de una supuesta indolencia, y ambos se entrecruzan, serpenteantes, por la historia de los últimos siglos. Desde el siglo XIV, a los nuevos habitantes de Andalucía, más conocida institucionalmente entonces como la Frontera, es decir, a los cristianos que venían a vivir a los territorios recién conquistados, se les llama andaluces, con toda la connotación de castellanos–cristianos, pero del sur... El concepto global de Andalucía tal y como la conocemos hoy no empieza a fraguarse hasta la división provincial de 1833, porque hasta entonces el Reino de Sevilla incluía el sur de Badajoz, el reino nazarí de Granada había dejado su impronta más allá de la conquista castellana y la actual Málaga tardaría en vincularse a Andalucía... De modo que este heterogéneo Sur peninsular, hace más de medio milenio, no solo era diferente a las Castillas vieja y nueva (con su modalidad lingüística alejada de la(s) modalidad(es) castellana(s)), sino incluso diferente a sí mismo (distintas hablas a lo largo del valle del Guadalquivir, al otro lado de Granada...), también después de haber sido expulsados solo oficialmente los judíos, los moriscos, los gitanos y toda esa pléyade de culturas que van conformando la riqueza incluyente del ser andaluz. Dos o tres siglos después, las diferencias no solo radican en el uso desviado de una lengua que es precisamente el que se toma como inevitable modelo para su expansión por el Nuevo Mundo –dado que las expediciones han de salir de Sevilla río abajo, de Cádiz Atlántico a través–, sino en la cultura especialmente mestiza, el modelo socioeconómico y por ende los oficios.

Andaluz fue el primer gramático

Si el primer gramático de la lengua castellana, el lebrijano Elio Antonio de Nebrija, fue criticado por ser andaluz, las siguientes críticas no deberían extrañar. Fue el humanista Juan de Valdés quien reprochó a Nebrija ciertos vicios que no eran tales aludiendo a que «en Andalucía la lengua no está muy pura» y a que el gramático «hablaba y escribía como en el Andaluzía, y no como en Castilla». Siglo y medio antes, el famoso Libro del buen amor del Arcipreste de Hita llega a decir: «Tomé senda por carrera / como faz el andaluz», pintándonos ya como exagerados, lo cual quizás escondiera un sentido especialmente poético de nuestra expresión de la realidad. Porque las hablas andaluzas no solo se caracterizan por las aspiraciones de las eses finales de sílaba, el seseo o el ceceo, sino por el uso cotidiano de una fraseología en compulsiva creación y de una sintaxis en continua expresividad que busca la afectividad comunicativa, como han recordado estudiosos del español hablado en Andalucía, desde el profesor emérito de la Universidad de Sevilla Antonio Narbona hasta el catedrático de Lengua castellana José María Pérez Orozco, conocido en su Montellano natal como El Gorrilla, entre otros; todos conscientes, además, no solo del acervo cultural que escritores andaluces suponen para el castellano, desde Góngora a Machado pasando por Juan Ramón Jiménez, Lorca o Cernuda, sino de que escritores contemporáneos de la talla del gallego Gonzalo Torrente Ballester (Premio Cervantes y Premio Príncipe de Asturias), dejaran dicho que «los andaluces son los que mejor hablan el castellano, por su riqueza léxica y su extraordinaria sintaxis». «Cuando voy a Andalucía y caigo al lado de un grupo que está hablando me quedo turulato. En Andalucía están vivas una serie de palabras que han muerto en el resto de España, pues el suyo es el arte de burlarse de la gramática para que la frase sea más expresiva», dijo sin ojana el autor de Los gozos y las sombras.

Los graciosos

Otra cosa distinta es el tópico alimentado desde dentro, que también lo hay. Al margen de las forzadas construcciones literarias en un teatro para desternillarse a base de tópicos, como el de los Álvarez Quintero, en una época en la que romanticismo andaluz de bandoleros y toreros empezaba ya a ser de un catetismo cuestionado, también hay «andaluces fríos», como definirá el vasco Unamuno al sevillano Romero Murube, que dejó en algunos de sus títulos más emblemáticos, como El discurso de la mentira, reflexiones que compartía en Memoriales y divagaciones, por ejemplo. El conservador del Alcázar, que combatió los tópicos andaluces hilvanados desde Madrid y el Norte de España o desde el romanticismo viajero europeo, dejó artículos como Los enemigos de Sevilla, donde insistía en quienes, desde aquí, dañaban a Sevilla «por un exceso de costumbrismo pintoresco», y refiriéndose a la percepción que gentes de Madrid tendrían de él, escribe: «¿Cómo es posible que sea de Sevilla este hombre tan serio, que no cuenta gracias, que no se ha apuntado ya un fandanguillo flamenco y que en el aburrimiento de la antesala de espera no ha ensayado aún, con la gabardina, el dar unas verónicas a la máquina de escribir?».

Reunía Murube en tal reflexión varios tópicos luego tan desmontados por intelectuales hoy nonagenarios como el filósofo sevillano Emilio Lledó o el poeta jerezano José Manuel Caballero Bonald, quien también considera que el andaluz es un ser especialmente serio, trágico y trascendente y que el rito del flamenco –como el taurino, en todo caso– encarna un fatum que procede de la marginalidad y el desamparo, lo que conecta con una sociedad nulamente industrializada, forzadamente emigrante, empobrecida por la mala praxis política y en la que los alfabetizados, a comienzos del siglo XX, no llegaban al 20 por ciento.

Pero el siglo XX se encargó de consolidar el tópico andaluz. El filósofo Ortega y Gasset, que vislumbró que «Andalucía, que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es de todas las regiones españolas la que posee una cultura más radicalmente suya», también cayó en el tópico al señalar, diplomáticamente, que «ser andaluz es ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas».

Desde luego, a partir de ahí, lo han tenido fácil el cine y la televisión, pues tirando de los tópicos establecidos en la pintoresca visión de Andalucía del siglo XIX (que procedía a su vez de la picaresca cervantina en Rinconete y Cortadillo, de La Lozana andaluza de Francisco Delicado y hasta de la Carmen de Merimée –aprovechados cándidamente por andaluces como el pintor Romero de Torres–), insisten en el tópico ya hecho con una España donde las chachas, las limpiadoras y los graciosos vienen indefectiblemente del Sur. Lo hizo hasta Berlanga en Bievenido Mr. Marshall con aquel pueblo disfrazado de andaluz para recibir a los americanos, de modo que el estereotipo que explota el franquismo (apropiándose hasta de la copla andaluza que de repente es española) y las series de la democracia como Médico de familia, en los 90, o Allí abajo, hace un rato, es una indecente continuación de la interesada falsedad, jaleada desde fuera hasta por el último embajador español en Washington, Enrique Sardá, cesado luego precisamente por su superior, el ministro andaluz Alfonso Dastis.

La semana pasada murió el último ejemplar del injusto tópico andaluz: Chiquito de la Calzada, un humorista que llegó a serlo después de pasar tantas fatigas sin reírse mientras era explotado en la grisácea Costa del Sol de todos sus ingenios convertidos en chiste para sobrevivir.