Ahora se debate en la opinión pública sobre los abusos por parte de hombres hacia mujeres en el contexto de relaciones laborales. Aurora León considera que «es un problema que ahora se visualiza más porque las mujeres se atreven a hablar más. Siempre me han contado confidencialmente lo que pasaba en las empresas. Me decían: ‘Esto no lo puedo denunciar, porque me quedo sin trabajo y nadie me va a creer’. No es solo aprovecharse de la debilidad que tiene la mujer en la sociedad, sino también aprovecharse de un subordinado. Hoy las mujeres empiezan a querer denunciar. No siempre se las trata como se debiera, porque nadie se imagina lo duro que es para una mujer tener que denunciar estas cosas. He llevado casos de mujeres que han sido violadas en el trabajo, y el desarrollo en los tribunales ha sido muy tremendo. Y malo el resultado. Porque probarlo es muy difícil. Ya está empezando a destaparse. Ya tocaba. Ha sido terrible para muchísimas mujeres».
Tiene 72 años y sigue en activo, solo se ha liberado de intervenir en los juicios. Pero con una especialidad profesional, abogada laboralista, donde no se carga con fardos pero sí con historias para no dormir, con situaciones lacerantes a nuestro alrededor. Cuando concertamos la cita para la entrevista, había cola en la antesala de su despacho, situado cerca de los juzgados del Prado de San Sebastián. Pronto, Aurora León vivirá una circunstancia verdaderamente inusual. El pasado mes de diciembre, el Pleno del Ayuntamiento de Sevilla aprobó por unanimidad que la calle José Ignacio Benjumea (joven falangista muerto a tiros en los primeros enfrentamientos callejeros en el centro de la ciudad durante el golpe del 18 de julio de 1936) pase a llevar el nombre de Abogada Aurora León. Por la que ella transita cuando camina entre el bufete y el juzgado. Quienes consideran que sus méritos se circunscriben a su labor pionera hace más de 40 años por los derechos sindicales y políticos en plena dictadura franquista, ignoran que lo que le ocupa y preocupa hoy en día a Aurora León es la Sevilla sumergida en las injusticias del presente.
“Ni he pedido ni buscado que le pongan mi nombre a una calle. Me enteré por mis hijos y escuchándolo en la radio. Cuando lo escuché, pensé que nunca hubiera creído que un nombre como el mío iba a pasar los filtros de estas decisiones en el Ayuntamiento de Sevilla. Porque a lo largo de mi vida siempre he sido una persona cuyo nombre no pasaba los filtros. Cada uno elige su trayectoria y yo sabía a lo que me arriesgaba. Entiendo que ponerle mi nombre a una calle es una forma de hacer visible el trabajo colectivo de muchas mujeres que fuimos capaces de participar e implicarnos en luchas complicadas durante momentos muy difíciles de nuestra historia. Vale si se percibe como una determinada forma de alinearse en la vida por parte de muchas personas que están en el anonimato y hacen una gran labor. Porque no quiero que se me ensalce a mí”.
—La rotulación de una calle no divulga una biografía. ¿Cuáles son sus orígenes?
—Nací en Fuentes de Andalucía. Mis padres eran del pueblo, él militar de carrera y ella tuvo diez hijos, solo quedamos con vida tres. Estoy casada. Tengo cuatro hijos y tres nietos. Mi marido, ya jubilado, era profesor de instituto, de Francés. Mi familia se trasladó a Sevilla cuando yo tenía cinco años y desde entonces resido en ella. Mi barrio de infancia fue el de San Lorenzo, y estudié en el colegio de las Esclavas. Vivo en el casco antiguo, cerca de Puerta Carmona.
—¿Cómo germina en usted su compromiso social?
—Hice la carrera de Derecho en unos años donde era fácil en esa Facultad adquirir conciencia crítica y política. Pero lo que me hizo decantarme más por un compromiso social, y después político, es mi militancia en los movimientos cristianos de base. Ahí es donde yo adquiero una conciencia de crítica a la dictadura y transformación del sistema. Sobre todo con asambleas de estudiantes católicos, con jesuitas. Participaba en asambleas nacionales, con universitarios de toda España. Y conocí la parroquia del Polígono Sur, donde seguimos yendo y donde continúa ejerciendo como párroco quien nos casó allí en 1974: Emilio Calderón. Una persona ante la que hay que descubrirse por su labor social.
—¿Tenía vocación por la abogacía laboralista?
—Varios compañeros de facultad teníamos contactos con despachos laboralistas que se habían abierto en Madrid, y decidimos ejercer la profesión para defender a los trabajadores. Lo montamos en 1970. A través de un grupo de jesuitas obreros conocimos al abogado Manolo Arévalo, nos ayudó y él era inicialmente quien iba a los juicios. En Sevilla ya había abogados que se implicaban en temas laborales, como Pepe Rubín de Celis, Adolfo Cuéllar y José Julio Ruiz Moreno. A nosotros quienes más nos buscaban eran las personas relacionadas con Comisiones Obreras, y después con el Partido Comunista, que eran las principales organizaciones antifranquistas en la clandestinidad, y por eso crecimos muy rápidamente. Atendíamos la mayor parte de la demanda en Sevilla.
—¿Dónde tenían su sede?
—Empezamos en El Cerro del Águila. Después nos trasladamos a un piso más grande en la calle Jiménez Aranda, y después a una casa entera en la calle Alhóndiga, que ahora tiene usos turísticos. La demanda de asistencia legal era enorme. Desde asesorar para el convenio del sector del metal, o el de las panaderías, o de grandes empresas, a atender todas las detenciones por huelgas y manifestaciones del movimiento obrero, que fue muy intenso en 1975 y 1976. Comisiones Obreras era ilegal, no podía figurar como titular de ningún local ni de ningún bien, y nuestra sede era donde se reunían clandestinamente sus dirigentes los jueves por la tarde, cuando yo no estaba. Y teníamos la máquina con la que se imprimían carteles, folletos y revistas. La relación era muy estrecha. ¿Que no había un lugar donde celebrar una asamblea de aceituneras de Dos Hermanas? Nos llamaban y lo hacían en el salón de nuestra sede, así les dábamos cobertura legal.
—¿Había coordinación con el despacho laboralista encabezado por Felipe González?
—Hablamos con él y nos facilitó modelos y documentación que nos podía venir bien para nuestra actividad. Y Manolo Chaves, que era de su grupo, empezó por nosotros, y después se decantó por la Universidad y por la UGT.
—¿Qué presión coercitiva aplicaba el régimen franquista hacia abogados como ustedes?
—Era muy frecuente que la Policía se pusiera con su coche patrulla, ostensiblemente, junto a la puerta de nuestra sede, y le pedía el carnet de identidad a quien entraba a consultarnos. Era un elemento disuasorio de primer orden en aquellos años. A cualquier persona le generaba inquietud. Pero llegó un momento en que los policías se convencieron de que no iban a evitar que la gente viniera, y el despacho estaba siempre lleno. Teníamos una especie de iguala, y la gente se apuntaba con una cuota, la cobrábamos y eso permitía que la gente justificara que entraba porque era un local donde recibía una asistencia que tenían ya pactada y pagada.
—¿Cómo podían ejercer la defensa de una persona detenida y en los calabozos?
—Cuando defendíamos a un trabajador despedido y apresado por motivos políticos, y también llevamos temas que se veían en el Tribunal de Orden Público, íbamos con el convencimiento de que teníamos que dar la cara ante esos atropellos, y sin saber si esa noche volveríamos a casa o también nos detendrían. Cuando defendías casos y derechos de trascendencia política, te la jugabas a diario. Hay que destacar la gran labor de Don Alfonso de Cossío como decano del Colegio de Abogados en Sevilla. Cuando detenían a unos trabajadores por hacer una huelga, íbamos rápido al juzgado. La Policía no nos dejaba entrar. Y él llamaba al juez de guardia para gestionar que pudiéramos acceder y amparar a los detenidos.
—¿Y cómo intervenían para negociar en un convenio, si solo estaba autorizado para ello el ‘sindicato vertical’ del régimen?
—También Don Alfonso de Cossío intervino muchas veces para que nos dejaran pasar. Porque los trabajadores decían: “O entran con nosotros estos abogados o no hay convenio”. Y poco a poco el régimen franquista fue aceptando que los trabajadores tuvieran margen para negociar, porque no podía permitirse que no existieran convenios.
—¿La detuvieron alguna vez?
—No. Estuvieron a punto pero pude escaparme, el día que mataron a Carrero Blanco. Fueron a buscarme a casa. Coincidió con el proceso 1001 contra los dirigentes de Comisiones Obreras, y habíamos ido a una manifestación para pedir indulto y amnistía.
—¿Hubo espíritu de reconciliación en la Sevilla de la Transición?
—Tardó más que en ciudades como Madrid y Barcelona, a las que yo iba con frecuencia. Hubo mucha gente a la que le costó asimilar que el cambio era bueno. Y algunos seguimos marcados como ‘los rojos’, como demonios con tenedor, continuaban excluyéndonos socialmente. Quienes peor lo pasaron, quienes sufrieron más ataques, fueron abogados liberales que habían colaborado con la lucha antifranquista pero no se habían decantado por una militancia de izquierda. Abogados liberales que hicieron una gran labor en Sevilla, y muchos ámbitos de la ciudad tardaron bastantes años en dejar de llamarles traidores.
—¿Hoy en día hay más voluntad de compartir valores desde la diversidad de criterio?
—En los últimos 15 años ha habido en España un retroceso respecto a todo lo que se logró en cuanto a acercamiento de posturas, normalizar la discrepancia, escuchar al otro. Eso se logró en las familias, entre los amigos, etc., Pero me preocupa la deriva actual, vuelven a salir pequeños fantasmas que no me gustan Vuelve a imperar la intransigencia, vuelve la mentalidad de buenos y malos, la confrontación, el conmigo o contra mí... El retroceso es considerable.
—¿Con algún matiz diferencial en Sevilla?
—Algunas instancias de la ciudad intentan instrumentalizar a las hermandades y cofradías como un elemento de confrontación. Cuando en realidad juegan un papel interclasista en la vertebración social de la ciudad. Ya no es época para esos intentos, que no son buenos para el entendimiento y la concordia entre la mayoría de la población.
—En el contexto de un país al margen de las democracias europeas de corte liberal o socialdemócrata, y en una época de ‘guerra fría’ entre EEUU y la URSS, ¿hasta qué punto era una convicción o una pose ser marxista y comunista?
—Yo no entré en el PCE porque fuera un organización antifranquista, sino porque compartía el pensamiento comunista de referencia entonces, que era el ‘eurocomunismo’ italiano. Para llevar este país a ser una sociedad más justa e igualitaria. Y siendo muy crítica con el estalinismo puro y duro. Y, en gran medida, me sigo moviendo en el ámbito que se conoce como la izquierda que plantea una alternativa a lo existente. Me he mantenido siempre en un mismo espectro político, porque cuando estuve militando activamente lo hacía convencida. Y formé parte del nacimiento de Izquierda Unida cuando, tras la caída del Muro de Berlín y de la URSS, se constató más el fracaso de aquel sistema comunista, y planteamos que no se podía articular una alternativa desde el fracaso. Tras su arranque, hubo discrepancias organizativas, y desde hace 25 años no milito, porque las organizaciones políticas ya no son lo que eran para mí.
—¿Ninguna de la izquierda actual?
—Quienes pensaban que tras el derrumbamiento de los regímenes soviéticos solo iba a quedar una izquierda porque la otra estaba acabada, ahora comprueban que el Muro de Berlín se le ha caído encima a toda la izquierda. Y el problema no es fácil de afrontar.
—¿Es cierto que los compañeros de partido son los rivales más duros?
—En todos los partidos y organizaciones, uno lucha dentro y fuera. En mi caso, lo más difícil era superar la oposición de los estalinistas dentro del PCE.
—¿En algún momento dejó la actividad como abogada para dedicarse al 100% a la política en las instituciones o en el partido?
—Nunca. Siempre tuve muy claro que no creo en la profesionalización de la política. Estaba convencida, y fui crítica ante eso, que la política burocratizada es la muerte de la política. Formé varias veces parte de las listas electorales, siempre en puestos donde no iba a salir ni de diputada, ni de senadora, etc. Porque no estaba dispuesta, bajo ningún concepto, a dejar mi profesión y después no tuviera abierta la vuelta. No quería cerrar esa puerta y tener que decir que sí a todo lo que me mandaran en el partido para no quedarme sin ingresos con los que subsistir. Como eso lo tuve claro desde el principio, nunca dejé la profesión.
—¿Cuál es su propuesta para reconducir esa burocratización política?
—Yo, y muchas personas, están dispuestas a dedicarle diez años a su país en un servicio público. Pero siempre que después se retorne al ámbito profesional privado. Al no potenciarse eso, se está generando una dinámica perversa en el seno de las organizaciones políticas: Solo prospera aquel que dice sí a todo, que suele ser quien tiene menos ideas propias, menos capacidad de aportar algo novedoso e interesante. No quiero despreciar a nadie que vaya el primero o el segundo de una lista. Pero hay que cambiar la ley electoral y facilitar un sistema por el que los ciudadanos podamos votar a personas dentro de las listas, y que eso condicione a los partidos para que se sienten obligados a incluir a personas con prestigio por su buen hacer, o, de lo contrario, no conseguirán muchos votos.
—¿Cómo fue la evolución del asociacionismo vecinal en Sevilla tras la constitución de los ayuntamientos mediante un sistema democrático?
—Hubo un planteamiento muy equivocado en los partidos políticos, diciéndole a los movimientos vecinales cuando reclamaban sus necesidades: “Nosotros ya tenemos los votos y somos los que vamos a hacer las cosas”. Un error mayúsculo, porque la participación de la sociedad civil es la que garantiza la reivindicación organizada, la participación en política, que no es solo votar. Había cierto miedo a que se mantuviera la articulación social que se fue forjando y fortaleciendo al final del franquismo, con muchas organizaciones. Ese error lo hemos pagado muy caro. Se desmovilizó a la sociedad, y en la etapa democrática llegó a haber menos articulación de sociedad civil que bajo el franquismo.
—¿Cuáles han sido las consecuencias de lo que usted señala?
—Tenemos una sociedad muy desmovilizada y mortecina. En cualquiera europea encuentras más articulación social y muchas más organizaciones sociales. Sea quien sea quien ostente el poder, es necesario que haya reivindicaciones desde la sociedad civil. No nos engañemos, nadie va a venir y desde arriba lo va a cambiar todo sin que desde abajo haya participación y estímulo. Plantear en plan jacobino el “nosotros vamos a llegar arriba y vamos a cambiar el mundo”, pues no. Eso es un error de bulto.
—Con el paso de los años y los cambios en España, con nuevas realidades y nuevos problemas, ¿qué temas empezaron a predominar por parte de quienes acudían a su despacho?.
—El primer cambio fue en mi forma de trabajar. Tras varios años en los que estábamos profesionalmente integrados con el sindicato, nos independizamos de nuevo y volvimos a montar nuestros propios despachos. Siempre seguí llevando asuntos laborales, era mi opción personal. Y, como el sindicato tenía su propio equipo, lógicamente a ellos llegaban más los convenios colectivos y los expedientes de regulación de empleo, mientras que a mí me venían más con demandas individuales o de grupos pequeños. Y se notó desde 1984 la reducción de derechos laborales. Aquella reforma legislativa que propició la generalización de los contratos temporales de hasta tres años de duración, destrozó el mercado de trabajo y el tejido socioeconómico.
—¿Por qué?
—Generó una dinámica empresarial en la que, sin tener que justificar nada, se contrataba a casi todo el mundo de modo temporal, sin serlo realmente, para despedirlos a los tres años y volver a hacer lo mismo. Teníamos que estar constantemente reclamando y pleiteando contra los despidos, porque eran contratos fraudulentos. Se generalizó el fraude a la ley porque se generalizó el fraude en la contratación, y la excepción se convirtió en lo habitual. Esa costumbre ha llegado a nuestros días, aunque se revertió aquella reforma laboral, y ahora sucede con contratos de un día, de una semana... El mercado de trabajo está desarbolado.
—¿Ha mejorado o empeorado el funcionamiento del sistema judicial?
—Ha ido a peor. No se ha dotado de jueces suficientes al sistema. Es calamitosa la situación de atasco en Sevilla en los Juzgados de lo Social. Tarda un año en verse en juicio la demanda por despido de un trabajador. Y hay que sumarles tres o cuatro meses a la espera de dictarse sentencia. Y otro año si la empresa recurre. No es raro que el proceso para decidirse si es procedente o improcedente dure dos años y medio. En todo ese periodo, el trabajador está sin cobrar. Imaginemos a cualquier persona que es despedida y, de entrada, tiene que estar un año esperando a que el juez le cite para escucharle. Desde que otra reforma laboral ha quitado el salario de tramitación, que era pagado por el empresario y cubría desde el momento del despido hasta la celebración del juicio, ahora el sistema ya no tiene prisa en resolver la situación del trabajador.
—¿Alguna otra situación lacerante en ese atasco?
—Los juicios sobre salarios impagados, por demandas a empresas que dicen no poder pagar a sus trabajadores, pueden tener una demora de dos años. Como si cobrar un salario fuera un artículo de lujo. Y lo más sangrante está en las incapacidades. La Seguridad Social ha recortado mucho. Hay personas que no pueden trabajar pero tienen denegada la incapacidad. Y nosotros reclamamos, con pruebas médicas, para demostrar a la Seguridad Social que está equivocada. Pero tardan tres años en dilucidar la demanda. Mientras tanto, esas personas se sienten estrelladas. Ni pueden trabajar ni pueden cobrar.
—¿Cómo califica esa situación? ¿Kafkiana?
—Es denegación de justicia. A causa de la demora del sistema, se le dice a una persona considerada incapaz que dentro de tres años va a cobrar, y que hasta entonces no puede cobrar. ¿De qué come?
—Dígame un caso reciente que le haya impactado especialmente.
—Un hombre con más de 50 años. Llegó llorando a mi despacho, le costaba explicarse. Trabajaba siempre desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche, trece o catorce horas, como encargado de una planta de producción. Le había dicho al empresario que no podía más, porque ya estaba poniéndose enfermo. Que, por favor, le disminuyera esa carga, que no trabajara todos los días tantísimas horas. Y llegaba con la carta de despido, porque lo habían despedido por esa petición. Aquello me impactó. Tremendo. No quiso ir a juicio porque le faltaban testigos para acreditar sus condiciones de trabajo.
—¿Las conversaciones en su despacho son la cara oculta de la llamada ‘recuperación económica’?
—Mucha gente siente miedo en los puestos de trabajo. Sobre todo personas de edad avanzada. Ha aumentado el porcentaje de personas que solo cobra el salario mínimo. Cuando se dice en las estadísticas que el 30% de la población está en situación de pobreza, no es una exageración. La cara oculta de muchos ámbitos de trabajo es el sufrimiento tras jornadas de 12 o 14 horas. El miedo es aún mayor en los sectores más indefensos, como los inmigrantes. Expuestos a tramas que trafican con ellos como trabajadores.
—¿En qué consisten esas tramas?
—Hay en Sevilla varias supuestas asociaciones o supuestas empresas multiservicios que se dedican a hacer de intermediarias. Simulan ser una ETT (empresas de trabajos temporales) pero no están legalizadas. Negocian la cesión de personas, pactan el tráfico de personas, dicen lo que éstas van a costar por su labor, reciben todo el dinero y precisan cuánto se quedan por la intermediación. Son contratos ilegales. Sobre todo ocurre en el empleo doméstico. He ayudado a la Asociación Claver, del Servicio Jesuita a Migrantes, con la que colaboro todas las semanas, a elaborar una denuncia que se ha elevado a la Inspección de Trabajo. Hace cinco meses que se presentó la denuncia y aún no han respondido ante un tema gravísimo, del que ya conocemos más casos iguales.
—¿Cómo es la vida de esas mujeres?
—Son tanto africanas como latinoamericanas y de otros continentes. Necesitan sobrevivir y aceptan lo que se les impone. Viven como internas allí donde trabajan, no tienen apenas días de descanso, solo se les concede la mitad de las vacaciones. Con la familia para la que trabajan no hablan de condiciones de trabajo, solo lo hacen con el intermediario, que suele ser de nacionalidad española. Que a algunas les quita el pasaporte para tenerles controladas. Son situaciones próximas al esclavismo. Urge reaccionar con cierta rapidez.
—Si a usted la invitaran a hablar ante una comisión parlamentaria, ¿qué diría?
—A las mentes preclaras que dirigen España, que dan prestaciones de 400 euros a personas con 55 años que pierden el empleo y se quedan sin opciones de un empleo digno, les diría que me expliquen cómo puede vivir una persona, o una familia, con 400 euros al mes. Claro que hay trabajo negro. La gente tiene que comer. ¿Acaso queremos que, después de la indignidad de no tener un empleo, que además se muera de hambre? Si a mí me hubieran dicho hace 20 años que tenía que ver tanta precariedad laboral y social, no hubiera podido creérmelo. ¿Por qué se descarta a un 30% de la población, y le decimos que no van a tener ni trabajo ni protección social?
—Tenemos cinco niveles de administraciones públicas para gestionar las necesidades de la ciudadanía: europeo, español, andaluz, provincial y local.
—La sensibilidad ante estos dramas personales no llega a determinadas instancias. En muchas capas sociales no hay recuperación económica. Quienes más necesitan esa recuperación son las personas que no la disfrutan. Lo veo a diario. Y alerto: las jornadas interminables son el caldo de cultivo para muchas incapacidades. Físicas y/o psíquicas. Me llegan casos en los que no se pone freno a esas jornadas extenuantes. Y llega un momento en que se rompen por dentro. Hay muchas depresiones... y más que va a haber a causa de la precarización en el empleo y la desprotección laboral. No estoy haciendo demagogia. No estoy inventándome nada. Son situaciones que afrontamos todos los días.
—Ahora se debate en la opinión pública sobre los abusos por parte de hombres hacia mujeres en el contexto de relaciones laborales. ¿Con usted se atrevían a denunciarlo?
—Es un problema que ahora se visualiza más porque las mujeres se atreven a hablar más. Siempre las mujeres me han contado confidencialmente lo que pasaba en las empresas, pero no se atrevían. Me decían: “Esto no lo puedo denunciar, porque me quedo sin trabajo y nadie me va a creer”. Era la expresión de todas: “A mí no me va a creer nadie”. Y yo las animaba a desvelarlo, pero lo sufrían en silencio. No es solo aprovecharse de la debilidad que tiene la mujer en la sociedad, sino también aprovecharse de alguien que está subordinado. Afortunadamente, hoy las mujeres empiezan a querer denunciar. No siempre se las trata como se debiera, porque nadie se imagina lo duro que es para una mujer tener que denunciar estas cosas. He llevado casos de mujeres que han sido violadas en el trabajo, y el desarrollo del tema en los tribunales ha sido muy tremendo. Y malo el resultado. Porque por su propia naturaleza son sucesos clandestinos.
—Probarlo será muy difícil.
—El caso más grave que yo llevé en el ámbito penal fue el de una mujer que había sido agredida sexualmente. Tenía un informe de la psicólogo forense diciendo que manifiestamente era una víctima de violencia sexual. Y otro informe que detallaba cómo el acusado tenía todas las características propias de una persona que utiliza la violencia para el sexo. Esa señora había quedado tan traumatizada que se le reconoció por parte del Instituto Nacional de la Seguridad Social incapacidad permanente absoluta para todo tipo de trabajo. Más pruebas no se podían tener. Pues el acusado fue absuelto en el juicio por falta de pruebas.
—¿Qué siente usted en esos momentos, como letrada y como mujer?
—No me cabe en la cabeza que persista la mentalidad que imagina a las mujeres disfrutando inventarse una historia como ésta, y después disfrutando contándolo en un tribunal donde te empiezan a preguntar que algo harías tú para propiciar eso. Me parece que es un tema muy grave en todo el mundo. Y ya está empezando a destaparse. Ya tocaba. Ha sido terrible para la vida de muchísimas mujeres.
—Como ciudadana de Sevilla, ¿cuál es su perspectiva sobre la evolución de la ciudad?
—Sevilla merecería que se planificara ir cambiando la tendencia de que nos convirtamos en un lugar solo de divertimento y de turismo masivo. No estoy en contra del turismo, pero habría que entrar en una perspectiva industrial, de innovación, de investigación, poner en marcha a las universidades para que elaboraran planes. Sevilla necesita un impulso fuerte a nivel económico y a nivel cultural.