Turno de tarde en la Alameda

Modelo de espacio ajardinado que hizo fortuna en España y América, la sevillana pasa por ser, para un habitual, un «refugio del ‘carrocismo’ un poco de izquierdas»

19 mar 2017 / 21:45 h - Actualizado: 19 mar 2017 / 21:56 h.
"Sociedad","Ocio"
  • Cae la tarde y algunos curiosos se paran todavía a leer la información que proporciona la exposición. / El Correo
    Cae la tarde y algunos curiosos se paran todavía a leer la información que proporciona la exposición. / El Correo
  • Primer panel de la exposición ubicada en el centro de la Alameda. / El Correo
    Primer panel de la exposición ubicada en el centro de la Alameda. / El Correo
  • Turno de tarde en la Alameda

«Lo que hay aquí, al final, es gente como nosotros, rozando el puretismo. Se ha convertido en un refugio del carrocismo. Del carrocismo un poco... de izquierdas». Carlos se refiere a la Alameda de Hércules, y la suya es una voz autorizada: trabaja cinco tardes a la semana en el quiosco de prensa que hay junto al bar Los Leones. Llega sobre las seis y allí se queda «hasta las diez o la diez y media, hasta que me harto». No se va a casa. A dos pasos tiene El Corral de Esquivel, irresistible tentación cervecera y garantía de charla a la que sucumbe –casi– a diario.

Lo que Carlos cuenta es que la Alameda tiene, además de una larga historia, un carácter propio y escasamente institucional. Con espacios hermanos en España y América, como demuestra la exposición que ocupa el centro de la plaza, enfrente del Palacio de Las Sirenas. Decía algo parecido en el siglo XIX el chileno Recaredo Santos Tornero sobre las alamedas en general. «En las plazas mayores, la planificada presencia de las instituciones más poderosas (Iglesia y Estado) les otorga un nítido simbolismo de poder; el uso de las alamedas se orientará de forma preferente hacia las manifestaciones lúdicas populares. No obstante, en cada país acabarán implantándose costumbres y hábitos diferentes».

Esas maneras de ser diferentes, en la Alameda sevillana pueden pasar por cierta diferenciación del resto de la ciudad. Lo cuenta Carlos: «La Alameda, en serio, es un poco una isla. Porque muchas veces nos ponemos a hablar, es que los cofrades, que no sé qué... A esta zona es verdad que viene la gente que pasa un poco de lo más sevillano. Cuando nos ponemos a hablar nos damos cuenta de que no tenemos contacto con ese mundo. Un sitio un poco parecido de ambiente aquí en Sevilla, te podrá gustar más o menos el rollo que lleva la gente, pero es que no hay otro sitio. O vienes aquí o te quedas en tu casa. Es mi opinión».

Con un pasado reciente difícil y bien conocido, en el que abundaba la prostitución y no escaseaba el consumo de sustancias ilegales, casi sorprende la llegada de alguna franquicia, como La Sureña. Carlos se enciende: «Casi todo el mundo estaba supermosqueado. Además, utiliza más luz que nadie, lo llaman el ovni», resume, y lanza un reto: «Mira a ver quién se sienta. Yo no conozco a nadie que se siente ahí. Lo han traído para intentar traer gente de fuera a Alameda. Las franquicias aquí no gustan mucho».

A todo esto, es domingo por la tarde, con 20 grados largos, terrazas llenas y una enorme cantidad de niños. A lo mejor ha sido ése el gran cambio de la Alameda, que tiene el importantísimo atractivo de ser el único gran espacio abierto en todo el norte del caso histórico. «A mí llegan a saludarme niños por la calle. Sí», cuenta Carlos, que en cinco minutos ha vendido ya un sobre de cromos, un arazú y un paquete de gusanitos de una tacada. Y ha tenido que llamar a una mujer cuya hija se olvidó de pagar. «Con los niños es normal», asume. «De hecho hay una cosa bastante graciosa –retoma el tema–, porque el parque de ahí atrás es para personas mayores. Ningún viejo lo ha usado. Son cosas de hacer equilibrios, pone parque para mayores o algo así», habla de memoria, y un simple vistazo sirve para constatar que revienta de niños pequeños. Los más grandes se decantan por el que hay al final de Peris Mencheta, con la consiguiente satisfacción de los dueños de los bares cercanos, y de sus terrazas.

De forma que la Alameda le ha dicho adiós a su carácter marginal. Más o menos. De nuevo Carlos: «Sigue teniendo una cosa muy rara, como si acabara siendo como antes. Al final, todos los yonquis acaban viniendo aquí igual». Carlos es experto en sortear clientes pesados, o pesados a secas. «Me viene mucha gente en un estado..., sobre todos los fines de semana... No sé por qué, debe ser porque se quedan con el recuerdo de lo que era la Alameda, pero sigue viniendo la gente más... Madre mía», corta, y se le entiende. También llegan clientes futboleros, y sevillistas, como él. «Siempre nos toca el más tonto de la Champions y siempre nos elimina», lamenta todavía.

De vuelta a la exposición, que se enmarca en el programa municipal Agua, Paisaje y Ciudadanía, otro viajero encuentra otro punto en común entre las alamedas americanas y españolas, que él destaca de la Alameda de la Mérida mexicana. John Stephens escribe que «el mayor encanto era cierto aire de contento que reinaba entre todos». Ayer, en el paseo sevillano, cualquiera se hubiera apropiado de la frase.