Es una eminencia con palmarés extraordinario que, a los 67 años de edad, concierta una cita para una entrevista como ésta un viernes a las cuatro de la tarde en su despacho del Instituto de Investigaciones Químicas. Y no está solo, ni mucho menos, en dicho centro científico en Cartuja, fundado en 1996. Ernesto Carmona tiene en su haber galardones como el Premio Solvey, otorgado por esa gran multinacional belga del sector químico; el premio de la Sociedad Francesa de Química, y el Premio Rey Jaime I de Investigación. Mientras le saludo, veo en el despacho la foto de Sir Geoffrey Wilkinson, Premio Nobel, el gran maestro y amigo, ya fallecido. De 1974 a 1977 estuvo a sus órdenes como investigador posdoctoral en la prestigiosa universidad Imperial College of London. Con él descubrió el campo de la Química Organometálica, que es su especialidad desde entonces. Y en breves días volará a Londres para participar el 14 de mayo, en la Universidad de Oxford, en el simposio homenaje a Malcolm Green, colega y amigo de enorme prestigio científico, que fue su mentor en Oxford durante su estancia como profesor invitado en 1989-90.

¿Dónde vivió su infancia en Sevilla?

En el barrio de Nervión. Nací en la calle Santo Domingo y pocos años después nos mudamos muy cerca, a Juan de Zoyas. Que no estaba ni asfaltada, y los niños jugábamos en la calle, en la tierra. Mi padre y mi madre perdieron la vista a corta edad, a causa de infecciones, en aquella Sevilla y aquella España tan insalubres. Él sacó adelante a la familia como maestro de la ONCE y pluriempleándose. Mi madre, como ama de casa gestionando las estrecheces económicas y criando a cuatro hijos, yo soy el segundo. Estudié Primaria en el Colegio San Miguel y Bachillerato en el Colegio María Auxiliadora. Mi hermano mayor y yo fuimos los primeros en la familia que accedimos a la Universidad.

¿Cómo asimiló en su infancia que sus padres fueran invidentes?

Yo no me planteaba el por qué, así eran y me parecía lo natural, como cualquier niño que se cría en su casa y considera que su hogar no puede ser de otra manera. Además, ambos se movían con una facilidad y rapidez impresionantes, en casa y en la calle. Eran totalmente autosuficientes. Ya de joven entendí su mérito y su valía para vivir así.

¿Cuándo se enamoró de la Química?

Como a muchos de los que nos dedicamos a ella (y lo mismo sucede en otras materias científicas, como la Física, la Biología, las Matemáticas,...), fue en la adolescencia y gracias a tener un excelente profesor que te ayuda a comprenderla y a entrar con facilidad en su complejidad intrínseca. En mi caso, Manuel Yruela, en la Escuela de Peritos. Su asignatura de Química fue la que más me gustó en el primer curso, y por eso me decanté por hacer la carrera y dedicarme a investigar.

¿Cómo llegó a ser investigador asistente de un Premio Nobel en Londres?

Acabé la carrera en 1972, yo estaba haciendo la tesis en el departamento de Química Inorgánica del catedrático Francisco González García (que se convirtió además en mi suegro, pues me casé con sy hija, bióloga). Wilkinson había estado en Sevilla con él y se abrió la opción de acoger en Londres a doctorandos mediante becas. Cuando se materializó el acuerdo en 1973, meses después le concedieron el Nobel. Y llegué a su facultad cuando aún se vivía la ebullición por ese hito, en reconocimiento a ser uno de los precursores de la Química Organometálica. De la que no sabía nada cuando llegué a Londres, mi formación era sólida en Química Inorgánica pero desconocíamos ese nuevo ámbito.

¿Era sideral en 1974 la distancia entre la Sevilla universitaria y la de Londres?

Piense que, cuando regresé, aún pasaron muchos años hasta que se abrió el campus de Reina Mercedes, y hasta entonces también Química se impartía en la antigua Fábrica de Tabacos. Hermosísimo edificio pero las instalaciones eran muy deficientes para nosotros como profesores e investigadores. En los años setenta, comenzaba a despegar nuestra universidad y a dejar atrás la penuria de la posguerra y el atraso académico. En Londres, el cambio para mí fue tremendo a todos los niveles. Incluso Wilkinson logró que me alojara en uno de los pisos que tenía dicha universidad para investigadores, en un barrio tan céntrico y hermoso como South Kensington, junto al Hyde Park. Mejor, imposible.

Los estudios indican que los españoles estamos más horas en el puesto de trabajo que alemanes, británicos, etc., pero somos menos productivos y rendimos menos. ¿Así lo ha percibido usted in situ?

Son países que están muy bien organizados y tienen de todo. Esa organización es consecuencia de disfrutar de muchos más medios económicos y, también, una tradición secular de siglos de desarrollo de ciencia y tecnología. Eso ayuda muchísimo. Y todavía ocurre. No creo que trabajen más que nosotros los ingleses o alemanes. Y sin embargo, les cunde mucho más. Es mucho más fácil trabajar en esos países haciendo ciencia que en España, donde se pueden alcanzar los mismos resultados de excelencia, pero con sobreesfuerzo.

Explique qué es la Química Organometálica.

Organometálicos son compuestos en los que hay átomos de metales formando enlaces con átomos de carbono. La característica fundamental de un compuesto organometálico es que tenga uno o más enlaces metal-carbono. Y la razón de que eso sea algo tan especial es que esos enlaces tienen una actividad química, una forma de reaccionar que, prácticamente, no existían en otros enlaces químicos sí conocidos desde siglos atrás. Son transformaciones muy singulares. Por eso, cuando en 2010 le dieron el Nobel de Química a tres científicos por sus avances en procesos catalíticos, titularon su discurso así: ‘El poder mágico de los metales de transición’. Ahora estamos ya familiarizados con esos procesos, pero hace décadas podían parecer magia.

¿Y fue ‘mágico’ el descubrimiento que usted y su equipo lograron en Sevilla, en 2004, sobre los átomos de zinc?

No, es fruto del trabajo y que tengas suerte. He participado en más de 200 publicaciones internacionales sobre investigaciones y esa es la que logró un impacto mundial de primer orden. Estábamos estudiando compuestos de zinc llamados metalocenos. Y obtuvimos un metaloceno que tenía dos átomos de zinc mediante un enlace directo. Eso no se conocía. De hechos, se pensaba que era imposible que pudiera obtenerse un compuesto de esa clase. Para mi grupo de investigación fue formidable, a algunos les abrió las puertas para ser contratados en el extranjero.

¿Se considera una persona con suerte?

Me considero muy afortunado. No conozco otra persona que el mismo día, y con solo una hora de diferencia, haya recibido dos llamadas telefónicas para anunciarle la concesión de dos premios. Esa casualidad me sucedió a mí en 1994. Me llamaron para darme el Premio Iberdrola de Ciencia y Tecnología (galardón ya desaparecido, que en aquella época era el de mayor dotación en España) y el Premio Maimónides de Investigación, que concede la Junta de Andalucía.

¿Hay sinergias entre la industria implantada en Andalucía y los investigadores químicos como usted?

Poca relación. El trabajo de más duración ha sido un proyecto con Repsol, para aplicarlo en la fabricación de plásticos, mediante polímeros y usando catalizadores basados en los metales de transición, y a él sigue vinculado uno de mis antiguos colaboradores, el científico Juan Cámpora, actual vicedirector del Instituto de Investigaciones Químicas.

Quien se dedica a la investigación pura, ¿se ve postergado o agraviado, en la asignación de recursos o en la consecución de apoyos, respecto a quienes están más vinculados a la investigación aplicada?

Nunca me he sentido agraviado. Sabía a qué quería dedicarme, y era consciente de que es más difícil conseguir acuerdos con el sector industrial. Pero, afortunadamente, he vivido una larga etapa profesional en España con gobiernos, desde la época de la UCD hasta hace pocos años, que se han preocupado de financiar la investigación científica como no se había hecho antes. No hemos tenido grandes problemas excepto en los últimos años, que están siendo muy malos.

¿Qué es lo peor?

Es dramático el frenazo, por la falta de becas y contratos, para los jóvenes investigadores. Ese es el auténtico drama, desde mi punto de vista, de la ciencia en España en los últimos años. Sirva de ejemplo nuestro caso: Hace cinco o seis años no cabíamos en nuestro centro de investigación en Cartuja. Y ahora está medio vacío, los laboratorios están a la mitad. Porque se ha frenado en seco la incorporacion de jóvenes, casi no hay becas de investigación, los jóvenes no tienen medios para llevar a cabo sus proyectos para tesis. Y también hay ahora enorme restricción para que hagan estancias posdoctorales en el extranjero. Insisto: la ciencia española está viviendo su situación más difícil de los últimos años.

Ese vacío coincide con la ampliación de instalaciones del CIC Cartuja, con otro edificio construido y ya en uso para dar respuesta al crecimiento de su actividad. De la misma caja del Estado sale el dinero para construir y no sale para dotar de investigadores lo construido.

Todavía falta en España mucha planificación en la política de investigación. Y numerosos colegas de toda España llevamos muchos años reclamando un pacto de Estado por la educación y la ciencia, incluyendo la investigación a todos los niveles: científico, técnico y humanístico.

¿Cómo se están adaptando a los recortes, cómo les está descuadrando para desarrollar su producción científica?

La actividad está bajando, es un parón que va a tener consecuencias negativas en los próximos años para España. Porque, si también tenemos en cuenta la comparación con otros países como Francia y Alemania, también han sufrido crisis económica pero han preservado más la ciencia. En España, hace 15 años, había un buen programa de becas posdoctorales y mucha gente joven de valía daba el salto al extranjero y, dos o tres años después, podían optar a un contrato de reincorporación en España. Ahora esa vía de retorno está limitadísima.

¿Cómo ha enfocado dedicar sus últimos años de investigación?

Concentrarme en algunas áreas y, sobre todo, ayudar a los jóvenes a sus trabajos de investigación. Ninguno de mis colegas internacionales, cuando tiene 60 años, trabaja en el laboratorio manipulando compuestos químicos. Es un peligro. El trabajo manual de síntesis química requiere una destreza considerable que los jóvenes sí tienen. Orientarles es ahora mi misión primordial, como hacen los de mi edad en EEUU, Alemania o Reino Unido. Y la hago con mucho gusto. Los más jóvenes que están empezando necesitan ayuda. Y yo estoy encantado de prestársela.

Usted participó en los años ochenta en el diseño de las políticas científicas en España.

Fui durante tres años el coordinador nacional en el área de Química dentro de la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva. Y después también me tocó presidir la comisión para el reparto de fondos a los proyectos que se presentaban. Lo compaginaba con mis quehaceres en Sevilla, fueron tres años de continuos viajes, cogiendo los trenes nocturnos (entonces no había AVE) para llegar a Madrid a primera hora de la mañana. O infinidad de vuelos de Iberia por España, con el riesgo continuo de perder enlaces y sufrir parones de muchas horas en los aeropuertos. Fui partícipe de la mejor década para impulsar la investigación y la ciencia en España. El salto comenzó con los gobiernos de UCD y después, con los del PSOE, sobre todo en la etapa de Javier Solana como ministro de Educación. Se hizo una planificación rigurosa y envidiable.

¿No le tentó cambiar de dinámica profesional y ocupar cargos en las instituciones políticas o científicas?

Tenía claro que debía seguir en la investigación. Es bueno que los profesionales dediquen unos años a tareas de ese tipo, que pueden redundar en un beneficio general para la sociedad, y después volver a tu actividad prioritaria. Logré que me concedieran un año sabático, para reciclarme como científico, y en el curso 1989-90 estuve en Oxford, aprendí mucho con químicos de primer nivel mundial como Malcolm Green. Se forjaron lazos de cooperación científica y de amistad personal que han proseguido durante 25 años. Por ejemplo, mi primer doctorando hizo su periodo posdoctoral de investigación a las órdenes de Green en Oxford. Y dicha universidad me ha invitado para estar el próximo día 14 de mayo en Oxford en el simposio de homenaje a Green en su 80 cumpleaños.En el mundo educativo, hay muchas personas que prefieren a toda costa seguir en puestos de la Administración y no regresar a la docencia y a la investigación.

Trabajar en la Administración es más cómodo que dar clases, si te planteas en serio impartirlas bien. Para ponerse delante de los alumnos, uno no puede decir tonterías, ellos se dan cuenta enseguida, y aprecian quién enseña bien y quién no. Y en la investigación eso ocurre aún más, porque los científicos nos estamos examinando continuamente unos a otros. La Universidad es una institución que debería cambiar más rápido, pero no es fácil lograrlo.Vamos camino del XXV aniversario de la Expo’92. Visto desde Cartuja, ¿se están cumpliendo las expectativas de desarrollo y prosperidad que se prometieron a la sociedad sevillana?

En buena medida, sí. Sevilla no es la misma que hace 30 años. Ni culturalmente ni profesionalmente ni científicamente. No hay que hacer caso a los políticos cuando prometían que seremos la California de Europa. Eso primero hay que hacerlo y después decirlo. Y no al revés. Me temo que vamos a seguir muchos años con altísimos niveles de paro.¿Qué cambio de rumbo aconseja?

Sevilla tiene que marcarse objetivos de desarrollo e innovación como los que propone su capítulo de la Singularity University en su horizonte 2025. Estuve en el Teatro de la Maestranza en la cumbre europea de la Singularity University y me impresionó lo que allí se expuso por parte de expertos en tecnología de primer nivel mundial, con los que muchos sevillanos pudieron relacionarse durante tres días. Felicito a su organizador, Luis Rey, que fue alumno mío en la Facultad de Química y dirigí su tesis.

¿El cambio debe comenzar por el día a día en la vida cotidiana?

Yo le pediría a los sevillanos que tuvieran mayor espíritu cívico. En Sevilla se vive bien, pero hay mucha gente que no respeta todo lo que debiera a los demás. Por ejemplo, ensuciando la ciudad, que es el hábitat de todos. También pido que nos dediquemos todos a trabajar con mayor intensidad. Que demos el máximo de nosotros. Hay que superar la secular tradición del conformismo. Tenemos un clima fantástico que nos encamina al ocio. Pero hay tiempo para todo: para trabajar y después, para divertirse. Es muy importante extender a diario la cultura del esfuerzo, la perseverancia, la constancia, el amor por el trabajo bien hecho. No, no es de tontos dedicarle horas y horas a una actividad hasta lograr que esté hecho lo mejor posible. Cuando eso lo hacen muchas personas, se traduce no solo en satisfacción personal, sino en resultados tangibles que mejoran colectivamente nuestra prosperidad y nuestra calidad de vida.

La vida cotidiana está marcada por la hipercomunicación, ¿cómo la asimila usted?

Cuando estoy trabajando, miro el correo electrónico en el ordenador cada 15 o 30 minutos. No tengo problemas de comunicación para estar en contacto con la comunidad científica. Ni en mi vida personal, y no tengo teléfono móvil. Aprecio su utilidad para muchas personas, como mi esposa y mis tres hijos. No soy enemigo de la tecnología, y ya dentro de unos meses me voy a comprar uno (tengo dos nietas y otra que viene en camino...). Pero veo a diario en mis paseos por la calle, y en los autobuses (uso mucho el transporte público para moverme por Sevilla) a gente de todas las edades que está enganchada al móvil. A jóvenes que no pueden dejar de comunicarse por el móvil, y se encuentran en dificultad emocional cuando no lo tienen entre manos. Eso es malo, es una esclavitud, va a tener consecuencias negativas.

¿Su movilidad urbana es su ‘mens sana in corpore sano’?

Vivo en Los Remedios y voy y vuelvo andando desde mi casa a la facultad, en Reina Mercedes. Son dos paseos de media hora. Y voy en autobús desde casa hasta el centro científico en Cartuja, aunque a veces lo hago andando, es una hora caminando. Magnífico ejercicio.