Vidas convergentes de Sevilla y la cerveza

Cruzcampo. El crecimiento de la actividad industrial en la ciudad trajo de la mano de Tomás y Roberto Osborne la cervezza a Sevilla, una bebida más acorde con las altas temperaturas de la ciudad que el jerez

14 mar 2017 / 07:00 h - Actualizado: 14 mar 2017 / 19:59 h.
"Cerveza: la 'rubia' que refresca Sevilla"
  • Empleados con botellín en mano y el característico color rojo, ya las cajas de cerveza se reparten en camiones motorizados. / El Correo
    Empleados con botellín en mano y el característico color rojo, ya las cajas de cerveza se reparten en camiones motorizados. / El Correo
  • Barriles y vasos en esta pintoresca imagen de archivo de la fábrica. / El Correo
    Barriles y vasos en esta pintoresca imagen de archivo de la fábrica. / El Correo
  • La primera Cruzcampo se repartía en carros como este. / El Correo
    La primera Cruzcampo se repartía en carros como este. / El Correo

Sus restos son cada vez más débiles pero, entre finales del XIX y primeros del XX Sevilla experimentó un grande y acelerado proceso de modernización que la llevaría a erigirse en cabeza de Andalucía y a adquirir una posición destacada entre las principales ciudades de España. El prólogo lo había escrito cuando, algunas décadas antes, los Pickman instalaron en la antigua cartuja su fábrica de loza y se construyeron con el hierro suministrado por la Fundición de Narciso Bonaplata, enclavada en el desamortizado convento de San Antonio de cuya iglesia sale hoy la cofradía del Buen Fin, el Teatro San Fernando y el primer puente sobre el Guadalquivir, el de Isabel II al que, como suele suceder aquí, todo el mundo llamó «de Triana». Era una copia del que, en París, se llamó del Carrusel, inaugurado por el rey Luis Felipe, padre del duque de Montpensier, y que, igual que le pasó a esa dinastía, desaparecería para ser sustituido por otro.

A partir de ahí se irían inaugurando los edificios emblemáticos del Mercado del Barranco, la Estación ferroviaria de la Plaza de Armas, la primitiva fábrica de gas, en el mismo lugar, donde también se levantaba el Instituto médico del doctor Murga, la Compañía Sevillana de Electricidad... y, con ellos, nuevos servicios: los del alumbrado público, tranvías, agua corriente, surtidores de carburante para coches... En poco más de medio siglo Sevilla había pasado del carro a la aviación y eso lo dice todo.

En 1900 el Ayuntamiento patrocinaba un concurso de ideas que ganó Luis Lerdo de Tejada con el trabajo Sevilla, estación de Invierno y plan de reformas y mejoras necesarios para la consecución de este fin. Ese espíritu emprendedor dio luz a muchos proyectos –con el de la Exposición Iberoamericana como locomotora– que, a partir de ahí, harían surgir en muchos puntos instalaciones fabriles de los tipos más diversos. Baste recordar que en los extramuros del Este de la ciudad, en la avenida de Miraflores y la Carretera de Carmona se fueron levantando entonces la Fábrica de tejidos La María, la de Sedas de Santiago Pérez, la de Ballestas, la de vidrios de La Trinidad, la Armstrong, dedicada a la industria del corcho, las destilerías de Bordas Chinchurreta, las de Aderezo de aceitunas que, luego, acabó siendo el Bazar España, la del mismo ramo, de Bruger y Trujillo, la Fundición de Bronce y Grifería, de Lucio Izquierdo. Un poco más allá, en la Barqueta, se situaban las de San Francisco de Paula, con la Torre de los Perdigones y los Hierros Arbulu, ya en la Barqueta.

En las inmediaciones de San Marcos competía con su torre la de la fábrica de sombreros de la calle Heliotropo, en la trianera de San Jacinto se cernía el emporio cerámico de Mensaque y, en la de San Jorge, el de Santa Ana... Se echaban las primeras cuentas para el establecimiento de las factorías aeronáuticas ...

Fue en esos albores de una Sevilla industrial que nunca llegaría a cuajar tal como la imaginaban sus emprendedores cuando a dos hermanos de la familia Osborne, Tomás y Roberto –sobrinos, por cierto, de la escritora Cecilia Böhl de Faber, Fernán Caballero– se les ocurrió cambiar el vino de Jerez por la cerveza de la Bohemia checa.

Era una empresa aparentemente arriesgada pero, en el fondo, muy racional; sólo podía provenir de alguien que, con mentalidad británica o alemana, concibiera el mundo con la mentalidad de un colonizador, separándose, por tanto, de la que existía en el colectivo a modernizar. Porque, viendo las cosas desde esa perspectiva, lo lógico era que al clima de Sevilla le correspondiera mucho más la cerveza que el vino de la misma manera que hubieran sido lógicos los trajes blancos de lino con pantalón corto en la moda masculina y en los uniformes militares o las sotanas blancas en los curas. Pero la lógica no había imperado hasta entonces en el valle del Guadalquivir a pesar de sus tórridas y sostenidas temperaturas veraniegas.

Existía, además, otra razón que únicamente podía vislumbrar quien, adelantándose a Pío Baroja, pensara que el carlismo se curaba leyendo y el localismo viajando. Seguramente Tomás y Roberto Osborne, al viajar, habrían observado la sociabilidad producida por los caldos salidos de la cebada y, al volver, intuir los que comenzaban a tener lugar aquí. Las distintas variedades del jerez eran famosas en el mundo desde que Shakespeare había hecho decir a Falstaff en su drama Enrique IV que «un buen jerez... se sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias» pero aquí el vino tenía muy mal cuerpo, peor fama; los finos o generosos jerezanos no se despachaban en las tabernas, colmados y figones. Las pragmáticas y edictos sobre el uso, abuso y consecuencias de la ingestión de los peleones en los establecimientos más populares habían sido continuas a lo largo de varios siglos.

Los ámbitos de sociabilidad que podían compartir personas honorables de ambos sexos, acompañadas, incluso, de su prole había quedado establecido en los puestos de agua para cuya erección en la Alameda de Hércules, la Plaza Nueva o el Altozano fueron convocados concursos de ideas, presididas todas por el orientalismo del que hacían gala los que, en esos mismos años, tenía París: también Sevilla era una fiesta. Con ellos el refresco de limonada, naranjada, zarzaparrilla (a parte de la palomita de anís, despachada con premeditación y sin alevosía) tomó carta de naturaleza honrada.

Fue por ahí por donde entró la cerveza «que no emborracha aunque agacha» de los hermanos Osborne, producida en la fábrica levantada por los arquitectos Wilhem Wrist y Friedreich Stoltze (ambos adscritos al estilo regionalista germano) justo al lado del humilladero mudéjar de la Cruz del Campo, estación final de un vetusto viacrucis, y a la vera de los Caños de Carmona (en realidad, Caños de Guadaíra), abastecedores desde la Edad Media de un agua a la que se encontraron similitudes con la de Pilsen. Aquella Sevilla que presumía de autosuficiente, proveía de cristal para botellas o vasos e, incluso, de metal para el grifo de los tiradores, suministrados por la Fundición de Lucio Izquierdo.

En ayuda de la cerveza llegaron también las reformas urbanísticas que padeció o gozó, según se mire, el casco histórico de la ciudad mientras el gran evento del mundo iberoamericano se acercaba inexorablemente aunque las circunstancias le pusieran trabas. Desapareció la estrecha calle de los Genoveses para dar paso a la Avenida, la Campana se convertía en punto de cruce entre los nuevos cardo y decumano de la capital, se ensanchaba la Cuesta del Rosario, se modernizaba la calle Feria... y todo ello abolía los tugurios y sacristías de Baco del tinto con sifón.

Nacían locales nunca vistos como el Pasaje de Oriente, en la calle Albareda, el Café de París, en la Campana, el Gran Britz o la Granja Garrigós, en Tetuán... llenos siempre de una burguesía alegre y confiada a los que la rubia con espuma les sentaba estupendamente.

Llegó la guerra y Sevilla se vio obligada a salir de ella como sale la hierba en el paisaje después de la batalla. Y fue, precisamente, en el epicentro de aquel terremoto, en el agonizante barrio de San Julián, donde brotó. Aquel paraíso se llamó Baturone y estaba enclavado en un corralón dejado por una vieja instalación fabril. Allí, en el local rebautizado por la gente como Baturrones, fue donde la cerveza, unida al pescaíto por la unción del olio del olivo, quedó consagrada como bebida-refresco de Sevilla.

Desde entonces partió, en un viacrucis inverso, para los cines de verano y las terrazas primaverales, veraniegas y otoñales de los barrios rompiendo la teoría de la lucha de clases, hermanando, aunque fuera por un rato, a ricos y a pobres. Sevilla, que buscó hermanarse lo mismo con Kansas City que con Marrakech, nunca se acordó, sin embargo de Pilsen, tan lejos y tan cerca.