Vindicación del romance

Cobra importancia el romance en el mundo flamenco, a pesar de que fue frecuente verlo en las ramas más alejadas del tronco

26 ago 2018 / 19:54 h - Actualizado: 26 ago 2018 / 21:06 h.
  • Detalle de ‘Estudio para la Cruz de Mayo’, de Joaquín Sorolla. / El Correo
    Detalle de ‘Estudio para la Cruz de Mayo’, de Joaquín Sorolla. / El Correo

El romance vuelve a escena en el espectáculo que Fahmi Alqhai y Carmen Linares preparan para la Bienal y, hace unos días, incidentalmente, decía Calixto Sánchez que el romance estaba en las raíces del flamenco. Cobra, por tanto importancia en el mundo de una afición entre la que, en ese árbol donde se representa la riqueza y variedad de sus palos, fue frecuente verlo en lo alto de una de las ramas más apartadas del tronco. La imagen tiene poco que ver con la realidad y mucho con el surrealismo: ese árbol podría ser hermano de los que pintara René Magritte, plantados en un paisaje donde su ramaje hace de cielo mientras azul y nubes de éste ocupan el lugar de las ramas, las hojas y los frutos.

Una anécdota porque el verdadero idilio entre surrealismo y lírica flamenca se dio hace cien años cuando el romance o la seguidilla, cantados y enlazados libremente en lo jondo, dieron las claves a nuestros poetas.

La lírica en la que se coció el romance no es tan primitiva como gusta decir a algunos. Pero aunque los versos conserven con muchísima frecuencia el olor a la tinta de plumas cultas, fue el flamenco, al adoptarlos y mezclarlos dependiendo únicamente de la frágil memoria de los cantaores, por un lado los convirtió casi, o sin casi, en puro ritmo y, por otro, les confirió el don de la polisemia: es lo que sucede con aquel que cantaba la Perrata con enunciado misterioso: «Entre Armenia y Armenia/ hay una torre/ y a esa torre la llaman/ de los licores» que, en origen, pudo decir: «Entre almena y almena/ hay una torre/ y a esa torre la llaman/ de los Lictores».

Era el último papel cumplido en la Historia de España por esa pequeña estrofa de versos octosílabos donde los pares riman en asonante. Antes hubo otros. Para quienes hemos nacido aquí y para todo el que antes, cuando se leía, leyera a Bernal Díaz del Castillo, está claro que el romance fue de las primeras cosas llegadas a la América que comenzaba a ser colonizada y, si se hubiera tenido la perspicacia de los guionistas y directores cinematográficos de Hollywood, también se habría advertido que sus versos eran, en realidad, armas ideológicas, complementos de las espingardas, los mosquetes y las doctrinas del Imperio. Por eso quisieron hacerlas suyas las dos partes en conflicto: para muchos mexicanos cuya cabeza está amueblada con similares piezas a las de los indígenas hispanos, el corrido (la versión ultramarina del romance) es un producto netamente autóctono que nacido para sacudirse el peso de la opresión colonial.

Mucho antes de que apareciera ese eslabón lírico controvertido hubo otros: las poltronas académicas de nuestras cátedras invitaron con frecuencia a creer a pies juntillas que llegó de Francia, de Occitania mayormente, sin caer en la cuenta (o evitando caer en la cuenta) de que la lírica andalusí nunca tuvo nada que ver con la casida arábiga, siempre dependió de los dáctilos y espondeos latinos y, a través, del zéjel, penetró y se fundió con la castellana hasta el punto de que, según nos contaba Francisco de Salinas (aquel al que Fray Luis dedicó su Oda III –«El aire se serena/ y viste de hermosura y luz no usada...»–) en su tiempo, el siglo XVI, aun podía escucharse un romance en castellano y otro en árabe cantados con la misma música.

Era, por lo demás, algo que se achacaba a toda la lírica hispana tratando de barrar una posible ascendencia «mora». Por ejemplo, a las poesías que componen El Cancionero de Baena se las dividió con demasiada frecuencia en «alegórico-dantescas» y «provenzales» como si su compilador, el converso Juan Alfonso, natural de aquella localidad cordobesa, hubiera estudiado en un instituto de enseñanza media y, en segundo de bachillerato, hubiera tenido como lección de una asignatura a Dante Alighieri, del que sólo lo separaban poco más de 50 años. O muchos de los autores de la recopilación fueran aficionados a ver cada año las corridas de toros en la plaza-anfiteatro de Nimes.

Nadie vio, en cambio, que el Cancionero engloba poemas de muy diverso tipo y que los dodecasílabos de muchos de ellos podrían ser, en realidad, la misma combinación de hepta y pentasílabos que tiene una seguidilla. Pero así es la vida. También Unamuno hizo poesía «vasca» con párrafos largos –«Tantas lágrimas viertes, mar de Cantabria/ que tus olas parecen un mar de lágrimas»– y versos «de doce sílabas» que, en realidad, eran los de siete y cinco de una sevillana (de bajísima densidad emocional, por cierto)

¿Por qué se han ido a buscar tan lejos esos padres perdidos de nuestra lírica cuando, a lo mejor, estaban en la habitación de al lado? Pues, evidentemente, por la misma razón por la que Descartes decía que, a veces, no veíamos aquello que estaba sobradamente claro, por los prejuicios que, antes y durante siglos, se tuvieron ante todo cuanto podía sonar a «moro», el mismo que ahora tienen los indepes catalanes y que los lleva a motejar despectivamente de «español» todo aquello que han decidido calificar de ese modo sin darse cuenta de que proceder así y echar balones fuera a conveniencia ha sido, precisamente, a lo largo de mucho tiempo el proceder sectario –tribal– de las clases «puras» españolas, descritas con su acierto habitual por Antonio Machado: «Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora...»

El fulgor del romance (o el de la seguidilla) no es el de las estrellas fugaces sino, tal vez, el de la única constelación que puede verse, al mismo tiempo, en el hemisferio Norte y en el hemisferio Sur. Estar a la vez en la lírica culta y en la de tradición oral. Todo, menos en una apartada rama del árbol del flamenco.