Madrugada del sábado de Feria en Sevilla. Miguel Ferrer, entonces director de la Estación Biológica de Doñana, había aprovechado para salir con su mujer por primera vez desde que nació su segunda hija, que se quedaba con la canguro. «Volvimos tarde –recuerda–. Sobre las cinco de la mañana sonó el teléfono para avisarme de que se había roto la presa. Cogí la moto y me fui directamente para allá. Le dije a mi mujer que volvería enseguida. Tardé quince días», recuerda veinte años después este investigador del CSIC, que estuvo al frente de la Estación Biológica de Doñana, dependiente del CSIC, entre los años 1996 y 2000.
La imagen que mantiene grabada en la retina es de peces saltando del agua –que tenía un PH similar al de una batería de coche, precisa– «porque preferían morir asfixiados antes que abrasados». De esos primeros instantes recuerda el debate abierto entre los partidarios de retener el vertido y los que pensaban que el problema se acabaría dejando que vertiese al Guadalquivir. En estos casos, y ya con el aval que otorga el paso del tiempo, se ha demostrado que la mejor solución es siempre limitar el área afectada, aunque este aprendizaje no se pusiera en práctica en el caso del Prestige y que uno de sus grandes aciertos fue la amplísima documentación científica de lo ocurrido desde el primer momento.
Los tractores de los arroceros sirvieron para construir el muro de urgencia con el que se logró retener el contenido de la balsa minera antes de llegar a Doñana. Se vertieron cuatro hectómetros cúbicos de aguas ácidas y otros dos de lodos cargados de metales pesados. La balsa retenía 36 hectómetros cúbicos de residuos.
Ferrer hace un ejercicio de memoria de uno de los desastres ecológicos de mayor magnitud que se recuerdan en España y que estuvo marcado en sus primeros momentos por el abierto enfrentamiento entre el Gobierno central (gobernado por el PP y con Isabel Tocino al frente de Medio Ambiente) y la Junta de Andalucía.
La rotura de la balsa que contenía residuos mineros de la explotación de Boliden Apirsa liberó sobre los ríos Agrio y Guadiamar aguas ácidas y lodos tóxicos que provocaron el desbordamiento de sus cauces y la anegación de las tierras colindantes a lo largo de una extensión de 62 kilómetros. Nueve municipios de la provincia de Sevilla se vieron afectados: Aznalcóllar, Olivares, Sanlúcar la Mayor, Benacazón, Huévar, Aznalcázar, Villamanrique de la Condesa, Isla Mayor y La Puebla del Río. En total, 4.634 hectáreas de zonas agrícolas y pastizales.
Los lodos sedimentaron en los primeros 40 kilómetros del cauce con un espesor que llegó a superar los tres metros en las proximidades de la balsa y alcanzaron varios centímetros a la entrada de las marismas. Las aguas ácidas, por su parte, llegaron hasta el tramo bajo de Entremuros y quedaron retenidas a las puertas del Parque Nacional de Doñana, recuerda la Junta.
La sueca Boliden Apirsa ha logrado zafarse de cualquier tipo de responsabilidad, tanto penal como civil. La Junta le venía reclamando 89 millones de euros por los gastos de limpieza del vertido. No ha cobrado nada. El Gobierno regional cifra en 165,3 millones el dinero destinado a la recuperación del Guadiamar entre 1998 y 2003, cuyos trabajos se centraron en dos grandes áreas: 1.800 hectáreas de las marismas de Entremuros, dentro del espacio natural Doñana, afectadas por aguas ácidas, y las 3.000 hectáreas de la llanura fluvial. Los ecologistas aumentan la factura hasta los 250 millones.
Los lodos recogidos fueron depositados en la corta de Aznalcóllar. Ferrer recuerda que aunque en los primeros seis meses se había recogido el 80 por ciento de los lodos vertidos, no se había alcanzado «ni el uno por ciento de la superficie afectada». En cuanto a las aguas subterráneas, el lodo penetró en algunos pozos de gran diámetro situados en el acuífero que fueron bombeados y a los que se les añadió cal para neutralizar la acidez. En el año 2001 cesó la minería en la zona. Finalmente, la Consejería de Medio Ambiente expropió la superficie afectada –que hasta ese momento se dedicaba a labores agrícolas– creando el Corredor Verde del Guadiamar y dando uso público a la zona afectada.
Algunas fuentes consultadas aseguran que esa expropiación resultó fundamental para impedir que se extendiera el rechazo a los cultivos andaluces en los mercados internacionales. La noticia copó los informativos de medio mundo.
Según la Junta de Andalucía, las acciones acometidas han servido de modelo para la recuperación de otros enclaves, como la cuenca del Danubio, que se vio afectada en 2010 por un vertido de cianuro. Sin embargo, desde 2005, año en el que se dieron por concluidos los trabajos de recuperación, no se han realizado actuaciones de evaluación y seguimiento de los residuos que permanecen en el subsuelo.
Para Ferrer, el Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Sevilla (IRNAS), centro de investigación perteneciente al CSIC, había advertido «unos catorce años antes del vertido» de que se estaban produciendo filtraciones de metales pesados procedentes de la balsa, que finalmente se rompió.
¿Qué se aprendió del desastre? Primero, que hay que reducir al máximo la zona afectada; segundo, Aznalcóllar sirvió para que se desarrollara una norma general de aplicación sobre la contaminación de suelos en la UE que hasta el momento no existía. Tampoco había planes de emergencia ni procedimientos de seguridad alguno. Después de Aznalcóllar llegó el Prestige y demostró que lo aprendido en la gestión del vertido de Boliden no sirvió para mucho, reflexiona Ferrer, que recuerda que aún falta para que el Corredor Verde sea un verdadero pasillo para las especies y que habría que prestar atención a las filtraciones que, asegura, se siguen produciendo al río Agrio, cuyo cauce bordea la balsa de residuos. Una de las soluciones propuestas desde el CSIC sería «inertizar los lodos porque los metales pesados que incorporan no son peligrosos en sí, lo son si son solubles al agua». No se trata tanto de retirarlos, sino de transformarlos en no peligrosos, defiende.