«Cuando apareció Podemos temblamos»

Antonio Mendoza Fernández. El heredero de la última estirpe de campaneros de Sevilla mantiene viva una tradición en horas inciertas

18 feb 2017 / 18:55 h - Actualizado: 19 feb 2017 / 08:57 h.
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  • Imagen de archivo del ‘hombre mosca’ en el Salvador. / El Correo
    Imagen de archivo del ‘hombre mosca’ en el Salvador. / El Correo
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A Antonio Mendoza Fernández lo han llegado a llamar «muchas veces» para pedirle que baje el volumen de las campanas. Como si aquello fuera un radiocasete y los párrocos unos canis sin otro entretenimiento que fastidiar a los vecinos a deshoras. «Ya nos molesta cualquier cosa», lamenta el heredero de la última estirpe de campaneros de Sevilla –la que aún hace sonar a mano las del Salvador, las únicas que no se han automatizado todavía– y nieto y tocayo del célebre hombre mosca que fundió los bronces de media Sevilla y los hizo sonar en arriesgadas y ágiles maniobras que le valieron su sobrenombre. Es el sino de los tiempos, y su oficio de siglos afronta, como todos, las horas más inciertas. «Nos hemos puesto todos muy especiales», afirma. Piensa Mendoza que demasiado peligro de extinción no habrá cuando el propio Ayuntamiento, el que prohíbe hacer sonar las horas en las espadañas de la ciudad, «toca las suyas hasta las dos de la mañana». Un incumplimiento que se hace extensivo al común de las campanas hispalenses, pese a haberse producido denuncias como la de hace año y medio en San Gonzalo, que llevó a acallar los sonidos durante un tiempo. «Después ya se volvió a poner. Igual que aquí, en la Macarena –donde se desarrolla la entrevista–. Se llevaron seis meses cortadas y otra vez se están tocando. Aquí, el primer repique de misa es a las ocho y nadie ha protestado. El que se viene al lado de la Basílica sabe adónde viene».

Docenas de reportajes sobre esta dinastía de los Mendoza han poblado los periódicos sevillanos desde siempre, con todo el arsenal de anécdotas y curiosidades siempre tan agradecidas que el fenómeno requiere. Pero puestos a contar curiosidades, la primera es que esta familia no se encargue de la Giralda, «el mejor campanario de Europa» como confirma el profesional. «Es la única torre con 26 campanas. No hay nada igual en el mundo. Y además, de volteo. Eso no existe por ahí. De Francia para arriba, las campanas no voltean; allí bandean. El volteo es una cosa española». Por eso dice que cuando llegaron los belgas y los holandeses que se hicieron con la gestión de este campanario (países, asegura, «donde no tienen ni la menor idea de cómo se voltea» y se usan badajos muy grandes), «en el momento en que daban la vuelta se rompían los badajos. Fueron los Mendoza, como recuerda Antonio, quienes diseñaron cómo tenían que ser esas piezas y el resto de elementos, en particular los yugos que sostienen esas moles tremendas y fueron emitiendo informes mensuales a petición del Arzobispado. Sin embargo, «jamás» les han encargado la tarea a ellos. «Tenemos la espinita de que no entenderemos nunca por qué no fuimos nosotros contratados para las campanas de la Giralda. Nunca hemos querido profundizar en ese asunto por respeto a lo que es: la Giralda», dice, con reverencia de campanero y de sevillano. Valga la redundancia, porque el sonido de las campanas forma parte del modo de ser de la ciudad y de su cultura. «¿El futuro? Uf...», susurra Antonio Mendoza a la sombra de la espadaña macarena. «Yo creo que estamos igual que la mayoría de la gente, que no sabemos qué va a pasar. Llegó un momento en que temblamos, porque dijimos: Si entra Podemos, veremos a ver si hacen así y... o a lo mejor no, pero bueno, tú sabes. Pero el panorama... La verdad es que en Sevilla es muy complicado que se pierda gracias a las hermandades. Muchas iglesias están vivas gracias a ellas; si no fuese por las hermandades, a lo mejor iban cuatro personas y no las visitaba nadie».

Asegura que es capaz de reconocer todas las campanas de Sevilla por el oído. Y claro, tiene sus preferidas. Las del Salvador, claro, que ha sido siempre la casa de la familia, y conservan casi todas hasta los viejos yugos de encina de hace doscientos años. Pero también otras. «Me gusta cómo suenan las del Gran Poder. Esas las instaló mi abuelo. Son muy peculiares, porque son muy pequeñitas por las dimensiones de la espadaña. Y las de la Macarena. Esto no lo sabe mucha gente: de las cuatro campanas de la Macarena, tres no son de bronce sino de hierro, y eso las hace sonar muy agudas para su tamaño. Se hicieron así en su momento porque salía más económico. El valor que tienen es puramente sentimental, por ser las primeras; tú eso lo llevas a un chatarrero y no te dan nada. Pero tienen un sonido muy peculiar».

Mientras tanto, el oficio sigue asomándose a un futuro brumoso. De momento tocan, que ya es mucho. Nada que ver con lo que pasaba antiguamente, cuando la gente rezaba a las ánimas por la tarde, invitada por los campanarios, y cuando por el toque de duelo de una campana sabías si había muerto un hombre, una mujer o un niño. «Eso solo existe ya en los pueblos». Ahora y en la hora, dice el Padrenuestro, en un verso que suena a campanario. Está por ver que no suene a tañido de funeral.