Donde se guardan las esencias jondas

Alumnos y maestros conviven en unos espacios a los que les falta reconocimiento y en donde se mezclan sevillanos y turistas persiguiendo los duendes

08 nov 2017 / 21:02 h - Actualizado: 30 nov 2016 / 19:42 h.
"Flamenco","El gen flamenco"
  • Profesor y alumnas derrochan todo su arte en la academia de baile flamenco Manuel Betanzos. / Jesús Barrera
    Profesor y alumnas derrochan todo su arte en la academia de baile flamenco Manuel Betanzos. / Jesús Barrera

En un lugar mucho más a la sombra que los escenarios, sin oropel ni focos, la mayoría de las veces en instalaciones modestas y en barrios repartidos por toda la ciudad. Las esencias del flamenco no están solo en la Bienal, ni tan siquiera en las bibliotecas y los archivos; el lugar donde se cuida y se mima lo jondo, donde se mantiene vivo y se transmite tiene un nombre bastante más mundano, las academias. Y la situación que atraviesan es de absoluta resistencia. «Sinceramente siento que estamos muy desatendidas», considera Manuel Betanzos, responsable de una escuela en la calle Rodrigo de Triana.

Lleva 14 años inmerso en la enseñanza, y asume muchas de las derivas de su gremio. «Hay grandes condicionantes, desde luego el intrusismo, pero esto es inevitable, también es complicado mantener al alumnado, atender a los que tienen nivel alto y a quienes solo quieren probar; pero este es un mundo que engancha», reconoce. Hoy, al menos, «se ha ganado en compañerismo», porque hasta hace no demasiado cada escuela miraba solo por sí misma, con orejeras puestas en los ojos. «Ahora es habitual que las academias nos repartamos a los maestros invitados y podemos estar en un sitio u otro», explica.

Para Betanzos no es ningún tópico el que los extranjeros representen una porción elevada de la tarta del alumnado. «Suelen venir con un nivel y un interés alto; y cuando llegan lo hacen con humildad, reconociendo que no saben tanto como creen saber», detalla. Otra cosa es cómo estos estudiantes escoran la enseñanza de lo jondo porque están especialmente interesados en «las tendencias más vanguardistas»: «Artistas como Israel Galván y Rocío Molina, entre muchos otros, son quienes, con su arte, están imponiendo una nueva forma de aprender a bailar flamenco», asegura.

Pero también son las academias lugares donde comenzar. Templos abiertos de par en par al profano que un día ve a Andrés Marín en un escenario y al otro quiere ser como él. O intentarlo. O simplemente probar. «Incluso vienen turistas que son curiosos de hacer una sola clase para experimentar el baile; también los que buscan aprender perfectamente a bailar sevillanas, o los que bailan flamenco como actividad deportiva», argumenta Manuel Betanzos.

De una generación anterior y profesor del citado, José Galván tiene desde el año 1977 su estudio de baile afincado en un modesto pasaje de la calle Venecia, cerca de Santa Justa. Coincide con Betanzos en el poco cariño que se le profesa a las academias. «Somos un mundo aparte y no todo lo bien valorado que debería, a pesar de que de mi casa han salido muchas figuras del baile, como Israel y Pastora Galván, entre otros», dice. Hasta su escuela llegan muchos estudiantes que buscan una enseñanza particular, más enraizada en el pasado que en el presente. «A mí me catalogan de muy flamenco, yo el contemporáneo y la fusión con la danza no lo trabajo. A mí me gusta el arte jondo de raíz, el de las tripas, el que está muy hondo, no el flamenco técnico y frío», cuenta a pocas horas antes de marchar a París para seguir impartiendo su maestría. A José Galván no le ha ido nunca mal, pero no ha podido descuidarse: «Mi academia no está en un barrio de tradición, pero no busco ni puedo atender a muchos alumnos, prefiero tener a una docena de ellos absolutamente comprometidos, gente que puedo sacar adelante, que tienen madera para esto», explica.

Porque para Galván el flamenco sí es cosa de duendes y de arte, pero «hay que sacarlo, hacer que aflore»: «Existen personas que tienen una gracia natural y no han pisado en la vida una academia. A mí por ejemplo no me ha dado clases nadie, yo me he hecho en los escenarios desde que empecé con 14 años, he trabajado en el teatro, en el circo, en espectáculos flamencos, junto a Marifé de Triana y Lola Flores, en los tablaos con Farruco, esos fueron mis espejos, pero los tiempos han cambiado», reconoce.

Tanto han evolucionado que ahora, efectivamente, los extranjeros también forman parte de su horizonte. «En estos momentos todos los que están en mi casa son sevillanos, porque los japoneses, que son los que más estudian flamenco, están dejando un poco de lado la raíz y les tira más lo moderno, lo contemporáneo, que yo no lo trabajo. Aunque he llegado a tener a una veintena de japonesas y tengo muy buenas amigas en aquel país que son enormes profesionales. No obstante su manera de vivir esto es diferente de la nuestra, ellas tienen una técnica y una constancia apabullante, pero no lo llevan tan dentro como los que nacemos aquí», dice.

Las escuelas de flamenco en Sevilla son muy antiguas, desde aquellas academias de mediados del XIX que tenían boleras y boleros de prestigio como Félix Moreno, Miguel y Manuel de la Barrera o la célebre de Amparo Álvarez Rodríguez La Campanera, hija de Juan Álvarez Espejo, célebre campanero de la Giralda, que daba clases de baile en la mismísima torre de la Catedral. Hace años la Fundación Cristina Heeren comenzó a dignificar el trabajo de las escuelas jondas. Y, aunque no todo lo bien queridas que merecen, estas forman parte del ADN de lo jondo. Sin ellas, mucho de lo que admiramos hoy no sería posible.