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Actualizado: 22 abr 2018 / 20:43 h.
  • El cementerio de las librerías
  • El cementerio de las librerías
    La Librería Antonio Machado, tras su cierre. / Antonio Acedo

Hay una poderosísima razón para que no exista un solo escritor novato capaz de resistir la tentación de meter en su primera novela una antigua librería regentada por un viejo tan intelectual como misterioso. Más allá del tópico esteticista y bisoño del que piensa que por escribir sobre libros el suyo va a ser bueno, esa costumbre contiene un acto más o menos inconsciente de reverencia ante un concepto del mundo que se hace pedazos; una realidad donde los libreros no son solo mercaderes ni sus establecimientos únicamente negocios. Esto lo sabía hace medio siglo toda Sevilla, pero ya son pocos los que, aun en el improbable caso de saberlo, le dan importancia. Solo quienes han visto el casco antiguo dignificado por sus librerías que en paz descansen –y por sus igualmente desaparecidos teatros y cines– saben de qué trata esta historia.

Esta historia trata de una profanación.

La receta de la nostalgia es mitad rebeldía, mitad miedo: rebeldía porque uno se siente expulsado de su tiempo conforme le van quitando el decorado en vida; miedo, porque eso significa que anda ya cada vez más cerca de la línea de meta. Pero echar de menos una librería –o muchas, como en Sevilla– va más allá de este concepto, al que le basta con que desaparezca la antigua mercería de la esquina o con que le cambien el nombre a un manojo de calles. No: en ese caso concreto de una sociedad que permite que cierren casi todas sus librerías auténticas para ubicar en su lugar una franquicia de ropa o de comida rápida, lo que cambian son los valores. Antes no solo había más librerías que ahora: es que, además, eran librerías. No hay autor, filósofo, artista o intelectual de cualquier especie que, a la edad de peinar canas, no presuma de haber hecho tertulia asidua con tal o cual sabio o eminencia sobre las mesas cuajadas de novelas, ensayos y poemarios de la Librería Sanz, de Atlántida o de Renacimiento.

Salvo el Círculo Mercantil, la Librería San Pablo y los regueros de cera, poco más hace recordar hoy que la calle Sierpes fue un lugar importante de Sevilla, un espacio solemne y suntuoso donde uno miraba escaparates, sí, pero donde los escaparates también lo miraban a uno; donde el olor de los ambientadores de sus cines llamaba a los aficionados en una esquina, y a cincuenta metros era el aroma de los libros el que convocaba al público a esta otra forma de religiosidad. La Sevilla más noble se hacía valer de esta manera y no solo no se avergonzaba de serlo, sino que presumía de ello. Se ha citado Sanz y la más pequeñita pero igualmente recordada Atlántida, que estaban ambas en esa calle Sierpes, aunque la primera se trasladó durante sus últimos años a la esquina de Granada con General Polavieja, donde acabaría sus días. Pero el mapa de esta melancolía librera hispalense conduce también a la calle Mateos Gago, donde estuvo la Renacimiento de Abelardo Linares, discreta y rotunda, en un edificio que se caía a pedazos. En Álvarez Quintero, a la sombra del Salvador, hacía esquina la Antonio Machado de la familia de Alfonso Guerra, que sin ser extraordinariamente grande siempre tenía sitio para una tertulia, una presentación, un debate o cualquier otra formalidad literaria. Muy cerca, a la vuelta de Villegas, Lorenzo Blanco. A un paseo de allí, asomada a San Gregorio en la esquina de La Roldana, vivió largos años la Librería Al Andalus, poseedora de los más grandes tesoros jamás despachados por el gremio en Sevilla en materia de lenguas clásicas, filosofía e historia. Porque además de iluminadas conversaciones y costumbristas escenas para inspiración de novelistas novatos del futuro, estas casas contenían unos fondos de una variedad y calidad como no se han vuelto a ver en la ciudad.

Imposible olvidar las enormes letras que anunciaban la no menos imponente Librería Pascual Lázaro en la calle Francos. Los alumnos de la Escuela Francesa iban a Montparnasse, en Don Remondo, a por las lecturas de clase, y allí se encontraban con la definición visual, auditiva, olfativa y táctil de lo que debe ser una librería: un lugar donde enamorarse. Ya apenas queda nada de eso, ni existe paliativo. La desconsagrada Sevilla compra ahora más libros que nunca. Seguramente, también practica más sexo y come más merluza. El adverbio más nunca estuvo tan de moda. Un valor claramente al alza.