«El estilo de Murillo perduró hasta un siglo después de su muerte»

Entrevista a Enrique Valdivieso, catedrático de Historia del Arte. Uno de los mayores expertos en la vida y obra del pintor sevillano reflexiona sobre la trayectoria de uno de los grandes maestros de la pintura barroca europea

28 nov 2017 / 23:45 h - Actualizado: 28 nov 2017 / 23:48 h.
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  • El catedrático Enrique Valdivieso posa en la biblioteca de su domicilio en Sevilla. / Manuel Gómez
    El catedrático Enrique Valdivieso posa en la biblioteca de su domicilio en Sevilla. / Manuel Gómez

—¿La repercusión e impacto que tuvo el año del Greco en Toledo sirve de molde para medir el éxito que pueda tener el año de Murillo en Sevilla?

—En efecto. Es un precedente que invita a la imitación y si es posible a la superación. Son ciudades muy distintas Sevilla y Toledo, y pintores muy distintos el Greco y Murillo. Pero salvando las distancias, como quiera que Murillo tiene una repercusión importante dentro del mundo cultural, todos estos acontecimientos tienen que ser un reclamo de primer orden para que los sevillanos intenten reavivar el gusto y el aprecio por este gran artista.

—¿Y para que muchos se acerquen a él por primera vez?

—Aunque parezca mentira, en esta ciudad, que tiene 700.000 habitantes, todavía hay más de la mitad que dices Murillo y no saben por dónde salir. Así que sería una buena oportunidad para que los sevillanos identifiquen a este gran personaje como una figura artística de tanta categoría.

—¿Su proximidad temporal a otro genio sevillano como Velázquez le ha perjudicado a la hora de valorar su reputación artística?

—Sí, ciertamente. En los medios culturales, intelectuales y artísticos siempre ha gozado de un gran prestigio. Lo que ocurrió es que a nivel popular a Murillo, desde comienzos del siglo XX, se le minusvaloró por el hecho de que sus imágenes fueran muy repetidas o podríamos decir malgastadas. Murillo aparecía en calendarios, estampas de primera comunión, recordatorios, latas de melocotón en almíbar o chocolatinas. Se reproducían siempre en muy mala calidad. Llegó a haber un cierto hastío o cansancio popular, que luego se juntó con apreciaciones de ciertos críticos que, a principios del siglo XX, redescubrieron a Zurbarán.

—¿Qué vieron en Zurbarán que no vieron en Murillo?

—Lo vieron como moderno: esquemático, sobrio, volumétrico, precedente del cubismo. Mientras, a Murillo se le consideraba blando, azucarado, meloso; sólo apto para consuelo de viejecitas que rezan el rosario en las iglesias. Eso fue una caída bastante notoria que hizo desmerecer de manera injusta a este artista.

—Y evidentemente no hay nada de eso.

—Murillo es uno de los mejores pintores del Barroco europeo. Es un gran dibujante, colorista, inventor de temas. A mediados del siglo XIX se le consideraba como uno de los mejores pintores de la historia y la Inmaculada de Soult fue vendida por el precio más alto de la historia hasta entonces (1852).

Fue un rico que pintó para los pobres.

—Para las clases inferiores iba dedicada la pintura de Murillo. El cielo sonríe a la tierra, las luces del cielo iluminan las sombras de la tierra. Sirve de alivio, consuelo, bálsamo.

—¿Fue el pintor de la crisis sevillana de mediados del XVII?

—Trató de aliviar la crisis sevillana a través de sus pinturas. La Iglesia fue menos rigurosa y menos severa, con la Contrarreforma ablanda sus formas. Murillo aprovecha esa mayor flexibilidad y metió en su obra religiosa aspectos familiares, populares, íntimos de la vida cotidiana sevillana.

—Pinta entonces lo que ve en la calle de su ciudad, las penurias de gente con nombre y apellido.

—Recorría la ciudad pintando a los mendigos, a los tullidos, a los pedigüeños, a los pícaros y los introduce en su pintura. La acción caritativa en esa época es muy necesaria. Los protagonistas de esa caridad son personajes sacados de la vida popular sevillana. La gente los conocía: a Julianillo que pedía en la puerta del Pan, a Ramón Izquierdo el cojo que pide limosna en Santa Catalina, pongamos como ejemplo. Su pintura es grata, amable, íntima y directa.

—¿Cómo hay que mirar un cuadro de Murillo?

—Desde dos factores: material y espiritual. En el primero hay que intentar ver cómo Murillo es un magnífico dibujante. Fue mejorando su capacidad expresiva a medida que fueron pasando los años. Cada vez más suelto, más vibrante. Con el color pasa lo mismo, cada vez más ligeros, vaporosos y transparentes. En cuanto a lo espiritual debemos encontrar en él la necesidad de que en su época sus pinturas dieran abrigo y consuelo. En Zurbarán nadie sonríe, eran tiempos más cerrados, la Iglesia controlaba más la expresión. Con Murillo se abre el espectro, las formas se ablandan, se hacen más amables, el objetivo era que llegasen a la sensibilidad de la gente. Es un arte curativo.

¿Un gran psicólogo infantil?

—Estuvo rodeado de niños, es el último de doce hermanos, y al menos tuvo ocho hijos. Muy pocos pintores a lo largo de la historia del Arte han reflejado a los menores como él lo hizo. Son niños pícaros, sucios, andrajosos, pero los capta sanos, guapos. Son astutos, listos, inteligentes, que viven el día a día. Siempre sin cruzar la línea de lo legal.

—¿Distintos entonces a los que describe Cervantes en Rinconete y Cortadillo?

—En Rinconete y Cortadillo son delincuentes, los niños de Murillo están al borde. Se mueven por las afueras de la ciudad para tratar de zafarse de la vigilancia de los alguaciles y tratar de pispar algo en los huertos para poder comer. Murillo les pinta jugando a los dados, y a los dados no se podía jugar en público, «por las muchas ofensas que a causa del juego se infieren a nuestro señor».

—¿Qué le reprochan a Murillo sus críticos?

—Hay progres intelectuales que le llaman basura barroca, pero no, es un señor con un sentido de época perfecto y con grandes dotes artísticas. El rey quiso quedarse con él en la corte. Era el artista más conocido, el mejor pagado.

—¿Murillo no fue Murillo hasta que no vio la obra de Herrera el Mozo?

—Hasta que no llega Herrera el Mozo a Sevilla en 1655 Murillo no era barroco, era prebarroco. Llegó de Italia y Madrid, viene por circunstancias personales, muere su padre y hay una herencia. Estuvo casi cinco años e hizo dos obras maestras, una para la Catedral y otra para la Sacramental del Sagrario. Cuando Murillo vio eso se quedó bizco. Ese movimiento, aparato, teatro y un colorido suelto, restregado; todo eso le fascina. Los dos juntos fundan la Academia en 1660.

—¿Y hasta dónde llegó su influencia?

—Ahora trabajo en un libro dedicado a la escuela de Murillo, 500 páginas. En vida tiene discípulos, que cuando pasan a ser maestros pintan a su forma y manera, porque era el gusto que la gente quería. Hay un choque con Valdés Leal. Tiene otra concepción de la belleza, del arte, y también tuvo sus partidarios. Murillo trabajaba poco y ganaba mucho, Valdés trabajaba mucho y ganaba poco. Sus pinturas tenían poco recorrido. No fueron enemigos, sólo tuvieron dos concepciones distintas del arte y de la vida.

—¿Quiénes fueron sus primeros discípulos?

—Francisco Meneses Osorio, Esteban Márquez, Juan Simón Gutiérrez, esos discípulos tienen a su vez otros aprendices que siguieron pintando igual. El estilo de Murillo se mantuvo hasta un siglo después. Hasta finales del siglo XVIII se mantuvo el espíritu murillesco, hasta que el Neoclásico lo rompió todo.

—¿Quedan aún Murillos por descubrir?

—Hay piezas que salieron de España y que no se las ha vuelto a ver. Están en manos de los descendientes de aquellos que las robaron. Y quizá por pudor o discreción no quieren asomarlas. Casi todos franceses, ingleses, que terminan por sacarla a subasta.