Pinceles negros en la punta de cada oreja. Ojos verdosos, tirando a ocres, rajados y de mirada larga, diseñados para avistar un gazapo a una legua. Un rostro tan característico como el suyo no lo sería del todo sin las patillas semiesféricas, las mismas que redondean aún más su faz. Pasea sigilosamente por un extensión limitada, de la que hace su territorio, a la caza del conejo con el que compone el 90 por ciento de su dieta. Necesita, al menos, uno de ellos al día, o una liebre o dos perdices, en su defecto, por lo que cada atardecer, llueva, ventee o caiga aún a plomo el calor del sur, tiene que salir al rececho, aunque no tenga cuerpo. Aún quedan por ahí algunos deslenguados que dicen de él que suele ser algo vago, que sus genes son débiles y hasta que es poco eficaz en la reproducción, tres axiomas tan falsos como bobos. Excusas vacías que durante años han intentado tapar el auténtico motivo que lo ha convertido en una animal en riesgo crítico de extinción: el egoísmo humano.
Hablamos del felino más amenazado del planeta, y se da la circunstancia que vive a un tiro de piedra. No lo veremos en los documentales de la hora de la siesta en La 2 ni encerrado en un zoológico, aunque esto último está empezando a cambiar. A estas alturas de la película, pocos desconocen que en España, más concretamente en Andalucía, habita este valioso –por su escasez– especimen endémico. O lo que es lo mismo, oriundo y único en esta tierra, de ahí su apellido.
También es verdad que pocos conocen los avances demográficos del lince ibérico, de ese animal tan fascinante como enigmático que en 2002 contaba con 135 ejemplares en todo el mundo, todas ellas en Andalucía. Afortunadamente, ahí tocó fondo: el último censo disponible, de 2016, cifra su población en 483, aumentando su asentamiento a enclaves de los Montes de Toledo, zonas de influencia de la cuenta del Matachel, en Badajoz o incluso en un paraje del Alentejo luso, el Parque Natural Vale do Guadiana. Ha pasado de dominar 120 hectáreas en dos focos andaluces –Doñana y Sierra Morena– a más de 1.600 hectáreas, e incluso, y a la espera del censo a fin de año, es posible que ya hablemos de más de medio millar. Cifras con las que a principios de siglo nos frotaríamos los ojos.
Este avance, extraordinario según las cifras que revelan un incremento de población superior a un 350 por ciento en tres lustros, basa parte de su explicación en la estrategia Ex-Situ, nombre del programa que en cristiano significa algo así como cría en cautividad. La fase terminal que esta especie vivía a principios de siglo activó todas las alarmas y fue entonces cuando las administraciones decidieron que quizás ya era hora de arrimar el hombro de verdad por un animal distintivo de la península ibérica. En Portugal, por ejemplo, ya estaba extinguido. Fue entonces cuando nació este programa de conservación –año 2003–, impulsado por el Ministerio de Medio Ambiente, que tiene en El Acebuche, el mítico centro de visitantes de Doñana ubicado entre El Rocío y Matalascañas, un auténtico bastión para la pervivencia del felino moteado.
Acebuche, hogar del lince
Para conocer con detalle el modus operandi de este programa dedicado al lince, se hace necesaria una visita a las referidas instalaciones de El Acebuche, donde aguarda Paco Villaespesa, director de este centro de referencia, uno de los cuatro que conforman el programa. Los otros tres son los de Zarza de Granadilla, en Cáceres; el de la Olivilla, en plena Sierra Morena jienense y otro en territorio portugués, en Silves. Villaespesa espera en una sala no muy grande, como el salón de una vivienda amplia en la que pese a lo rudo de la construcción se aprecia tecnología punta sobre una mesa: varios ordenadores y pantallas, con muchos botones y ratones –digitales, que el rancho de los linces se guarda en otra estancia–. Esta sala es el centro neurálgico del dispositivo de cría en cautividad del lince en Doñana, desde el cual se monitoriza la vida diaria de los 26 felinos que moran en El Acebuche: 21 adultos reproductores fijos y cinco cachorros, después que a causa del estrés que le provocó el incendio que asoló Doñana en junio, la hembra Homer falleciera.
A través de esas pantallas, Villaespesa y los suyos, una docena de profesionales muldisciplinares y no menos de tres o cuatro voluntarios, custodian, analizan y actúan ante cada paso vital de los inquilinos. Eso sí, con la mínima invasión posible, controlando con cámaras que el animal no percibe y otorgando el máximo valor al desarrollo de la madre naturaleza.
El 90 por ciento de los ejemplares que pasa por este centro de cría está predestinado a la reintroducción. Antes, queda un largo camino de aprendizaje, en el que los animales han de reunir las destrezas que le exigirá la vida salvaje. «Entrenamos al ejemplar potenciando sus conductas de caza y que no asocie la comida con el hombre», explica Villaespesa, que reconoce que para conseguir ese disociación el felino recibe «sustos controlados». Uno de los momentos de prime time en los monitores del centro se produce cuando es la madre quien enseña a cazar al cachorro, que centra toda la atención de cuidadores, biovigilantes y resto del personal.
En total, el centro está dotado con varias instalaciones que simulan la vida salvaje del lince, intentando crear en ellos un paisaje similar al que pueden encontrar allí fuera. Se llaman campeos, y su apariencia guarda similitudes con las que podría tener un centro de animales en semilibertad, buscando que estén naturalizados. Hay ocho de 500 metros cuadrados, seis de 300, uno de 750 y dos muy amplios, de hasta 2.500 metros cuadrados, que es donde residen antes de la reintroducción, para habituarlos a extensiones más amplias.
La forma de conseguir el alimento también está estudiada para acercarse lo máximo a las condiciones de sus homólogos silvestres. Conejos y otras piezas como perdices se sueltan en los campeos, donde también existen recovecos para refugiarse y que el lince despliegue todo su instinto para procurarse las habas. Al mismo tiempo, en El Acebuche –y en los otros centros de cría en cautividad– se analizan también variables sanitarias, buscando que el lince que es reintroducido esté inmunizado frente a posibles afecciones que suelen atacarlos en la naturaleza. Los datos son testigos fieles de que el proceso es satisfactorio, ya que el índice de supervivencia entre los ejemplares nacido en los centros de cautividad es casi del 85 por ciento, mientras que los ejemplares reintroducidos tienen una supervivencia en régimen de total libertad un porcentaje que oscila entre el 75 y el 80 por ciento. Eso sí, una vez que el animal ya ha sido liberado en un paraje definido –los de Doñana nunca se reintroducen en este terreno, con objeto de permutar la variabilidad genética–, el lince es controlado por otro programa, acabando las competencias de Ex-Situ. En concreto, es la línea de Life Iber Lince, la gran estrategia de lucha por la supervivencia de la especia, quien monitoriza y controla a través de collares de seguimiento el desarrollo de los ejemplares. Uno de los detalles providenciales que explican que haya esta aceleración en la recuperación de la especie es que en todas las zonas de reintroducción ha existido reproducción de los ejemplares, incluso dispersión.
El afán divulgativo de este programa contempla una línea de cría en cautividad que permite que el ciudadano se acerque a la vida de lince, un felino del que todo el mundo parece conocer su estatus de peligro en extinción pero del que apenas se sabe acerca de su modus vivendi. El Zoobotánico de Jerez es un centro asociado al programa de cría y alberga ejemplares que llegan desde El Acebuche y viceversa, poblaciones silvestres capturadas y que antes de pasar por el centro de cría habitan el zoo.
Con lo anterior, y los irrefutables datos del censo, puede decirse que el lince ha salido de la UVI para afrontar con esperanza el futuro. Sus amenazas siguen ahí, aunque su afección se ha conseguido controlar en un grado muy alto. Así lo determinó hace ahora poco más de dos años la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que extrajo al lince de la lista de animales «en peligro crítico de extinción» para ubicarlo en un estadio más halagüeño, de «peligro de extinción» a secas, que sin embargo, obliga a seguir redoblando esfuerzos que provean la pervivencia de la especie más carismática de la península. En El Acebuche viven bien, con alimento, cuidados y terrenito propio, pero ha de ser el campo abierto el hábitat que disfrute del rey moteado del bosque mediterráneo.