Fort Miarma

17 abr 2018 / 17:17 h - Actualizado: 17 abr 2018 / 18:56 h.
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  • Tres argentinos descansan en la Plaza de Santa Cruz este Feria.
    Tres argentinos descansan en la Plaza de Santa Cruz este Feria.

Un ruidoso carruaje a reventar de gente levantaba ayer, a la hora de más calor, los chinorros sueltos del arcén en la Avenida de Kansas City, dando aún más sentido a ese nombre. Se supone que iba a la Feria, como proclamaban los cascabeles de los caballos rebotando con su eco sestero en los bloques de pisos, pero cualquiera que haya echado las tardes de su infancia viendo en blanco y negro aquellos peliculones de John Ford, Howard Hawks y George Stevens habría imaginado que aquello era el imponente Monument Valley de Utah y que de un momento a otro aparecerían los apaches galopando a todo meter, como en cámara rápida, para poner orden en sus tierras. De hecho, a la altura del Greco había un indio oteando, pero por el tiempo que lleva en esa postura y por sus reducidas dimensiones todo apunta a que viene en son de paz. Así que todo hace pensar que el carro en cuestión alcanzaría sin serios percances la Estación de Santa Justa, si es que era allí donde tenía previsto hacer noche de camino a Los Remedios. Pero Fort Miarma no era la única película que se podía ver ayer en Sevilla fuera de la Feria de Abril. En el centro estaban echando La invasión de los ultracuerpos.

Dicho desde el cariño, claro. Todo el mundo sabe que el turismo le deja a Sevilla el 12 por ciento de su PIB. Salvo ayer. Ayer, fuera de la Feria, sería más o menos el 85 por ciento. O todo el PIB entero, con cabeza y espinas. De hecho, la posibilidad de oír a alguien hablar en español era bastante remota. Siempre se ha dicho que lo mejor para aprender idiomas es viajar, pero quién iba a pensar que valía con coger el 28. Ni siquiera sonaban a castellano los tiernos madrigales con los que esos legítimos herederos de la canción romántica napolitana del Renacimiento, los canijos de la guitarra, se dejaban las amígdalas por los veladores repletos de gente rubita de color de rosa. El estado del instrumento, por cierto, remitía de nuevo al Far West y a las duras condiciones de los colonos en su valiente búsqueda de nuevas tierras. Es lo bueno de la epopeya sevillana: que todo está relacionado.

Los forasteros, atraídos por el estreno de la temporada de calor, se lanzaron a desparramarse sin miramientos por toda clase de poyetes y bordillos. En los bancos de la Avenida se comían las hamburguesas y en los de la Puerta de Jerez los helados. Había un mozalbete alemán chupando por abajo tal cucurucho que si llegan a darle el cambiazo por la estatua de la Fama que corona la antigua Fábrica de Tabacos, no se entera ni el Pope. O ni los indios, por seguir con los paralelismos. En los documentales de la tele se ha visto a águilas perdiceras merendar con menos esfuerzo. Y así, mientras en el Real sonaban las palmas, en Santa Justa las armónicas y en el centro los cánticos guerreros de invocación a los dioses de las praderas americanas, una melodía más se sumaba por los zaguanes de Santa Cruz a este caleidoscopio sonoro: el susurro del mosquerío hispalense entonando motetes en la paz de los azulejos verdosos de los patios con macetones de helechos. Allí estaban, cómo no, todos los extranjeros inmortalizando la escena con sus móviles: las moscas, los patios, los azulejos, los macetones, los restaurantes típicos de la antigua judería, los naranjos frondosos nevados de florecitas en la Plaza de Doña Elvira, mientras los chorritos de agua de la fuente cantaban una nana a quienes se iban a dormir la siesta. Pero el grueso de la invasión había tomado posiciones en los enclaves estratégicos, con el calamitoso paisaje de varias docenas de mozas y mozos cogiendo la típica insolación sobre las gradas catedralicias, con sus tirantas, sus turgencias y sus botellitas de agua, gargoleando a los pies de las severas esculturas de Mercadante. Un turista más y la Catedral de Sevilla se habría caído hacia adelante, revelándose como un decorado de cartón para las fotos. Y no porque los monumentos parezcan de mentira, sino porque tantísima cantidad de gente ociosa sin una orilla donde meter los pies hasta los tobillos pide a gritos una escenografía inverosímil.

Para quien haya visto La invasión de los ultracuerpos (y para quien no), el asunto era mantener la mirada de berza para que los alienígenas no se diesen cuenta de que uno era humano y le metieran un gusano por el oído con el ruego encarecido de anular la personalidad de su propietario. Esa misma mirada era la que exhibía un matrimonio de mediana edad en el Prado de San Sebastián, de vuelta de marinarse en rebujito: con los ojitos así, hortícolas, como si hubieran perdido el autofocus o como si estuvieran oteando cual indio del cruce del Greco en busca de algún rostro pálido con una tiza en la oreja al que pedirle más de todo. Derrapando en las eses y con esa expresión ora de beatitud ora de haber superado el octanaje habitual, iban sorteando a los alemanes, a los franceses y a los italianos del camino que iban haciendo fotos de la Universidad, de los bares, de los postes de la luz, de los cuartetos de moscas de los zaguanes. Ellos, los turistas, también parecían tener dentro el gusano extraterrestre; en particular, los que a las cinco de la tarde seguían empinándose cervezas en el Salvador sin ni siquiera unas aceitunitas. No había más españoles a este lado del Río Grande. Al caer la tarde, daban ganas de dejar atrás toda esa muchedumbre esponjosa para irse clavando espuelas al Polígono Calonge, sacar de las alforjas del caballo algo de cecina y la vieja cafetera de peltre y ponerla allí al fuego, entre tres piedras, con la tranquilidad que da el saber que los comanches nunca atacan de noche. John Ford habría recomendado, de todos modos, dormir con un ojo abierto. Por si las moscas.