La edad de las campanas toca a su fin

¿Llamada de Dios o contaminación acústica? Poco a poco van perdiendo su razón, como el tiempo que representan e invocan

19 feb 2017 / 07:00 h - Actualizado: 19 feb 2017 / 08:52 h.
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Quién iba a decir que los últimos dinosaurios serían de bronce y que sobre ellos acabaría pesando también la amenaza de la extinción. Pues lo iba a decir el único que podía: el tiempo. Hace año y medio, con la mediación de Izquierda Unida, se formaba en San Gonzalo el primer gran revuelo, y no precisamente de campanas: parte del vecindario decidió que los repiques y tañidos de aquellos tres instrumentos de metal recién recuperados eran excesivamente molestos. La cosa pareció una anécdota, pero no lo era. La prohibición actual de que las campanas den las horas procede de las mismas causas, que no son auditivas sino socioculturales. La edad de las campanas toca a su fin. Incluso en esta ciudad, donde los viejos presumían de ser capaces de recorrerla a ciegas –es de esperar que no por la calle Águilas, donde eso es muerte segura– guiándose solo por los sonidos de bronce de sus torres y espadañas. El meteorito que acabará con ellas cayó hace tiempo: escepticismo, política, comodidad... se le pueden asignar varios nombres. Pero el resultado es el mismo: de ser consideradas el instrumento para la llamada de Dios a sus fieles, han pasado a quedar como mera causa de contaminación acústica.

Quizá algún día cuelguen todas, como meros recuerdos históricos, en alguna sala del Museo Arqueológico. Donde se encuentra, por cierto, la campana más antigua de Sevilla. Tiene alrededor de mil años y procede de Morón, de una antigua basílica visigoda. Es enteramente el casco de un bobby londinense, Negra, pequeñita. Nada que ver con los monstruos descomunales que braman sobre Sevilla llegados los cultos y las procesiones. La campana de la Catedral llamada Gorda –oficialmente, de Santa María la Mayor– pesa 5.362 kilos y debajo de ella podría acostarse Pau Gasol, si este tuviera la gentileza de encoger los dedos de los pies: 2,10 metros. Todos los años, los técnicos de la compañía belga Clock-O-Matic que cuida de ella se pasan una semana en Sevilla poniéndolas a tono y cerciorándose de su correcta instalación y funcionamiento, amén de programando sus sonidos, porque esto ya no es como antes. Cuentan que las 26 campanas de la Giralda acopian tal variedad sonora que podría interpretarse música con ellas.

No es lo único que puede hacerse con las campanas de Sevilla. Se puede investigar un misterio, como el del curioso e insólito relieve de Cristo con una aureola de la Purísima que decora la Trini –o la Santísima Trinidad–, la campana que durante siglos sonó en el Monasterio de la Cartuja y que se restauró hace unos meses. Se pueden escribir leyendas, por ejemplo, como la de la mujer emparedada, que se libró de morir porque el albañil obligado a tapiar su hornacina, que había sido conducido hasta allí con los ojos vendados, reconoció el lugar al oír las campanas de San Lorenzo. Y se puede hacer también historia, como la de esa plaza que está casi en el centro geográfico de la ciudad y que lleva por nombre precisamente el de La Campana, por una que llegó a haber en uno de sus edificios, un antiguo almacén de pertrechos contra los incendios, y que se hacía tocar cuando había que convocar a los vecinos para apagar algún fuego. Otra posibilidad es la de viajar con la imaginación, que tal fue la propuesta de la Comunidad Valenciana cuando se trajo a la Expo 92 seis campanas góticas procedentes de sus tres provincias, entre ellas El Jaume, de Tomás Morel, apellido famoso en estas tierras porque sería uno de ellos el que, tiempo después, fundiría el Giraldillo. Y también cabe el viaje real, auténtico y sin metáforas, para ir a ese pueblo de Sevilla llamado La Campana que adquirió su nombre –según una de las versiones– por aquella que en tiempos de los moros, siendo aquello zona fronteriza, avisaba a la población ante incursiones del enemigo. Unas escaramuzas en las que las campanas, por cierto, solían formar parte del botín. El caudillo musulmán más temido e importante de Al Andalus, Almanzor, personificación del momento de mayor dominio del Islam sobre la Península, tenía por costumbre arrebatar las campanas de toda tierra saqueada. Llegó hasta Santiago de Compostela y se trajo las de su basílica, junto con otras muchas que luego utilizó para hacer lámparas y portones para la Mezquita de Córdoba. Un cuarto de siglo después, San Fernando mandaría fundir ese bronce robado para hacer con él nuevamente esas campanas que son el lenguaje de la Cristiandad. Almanzor no robaba campanas solo por lo que tenían de bronce, sino por lo que tenían de voz. Llevárselas formaba parte de la humillación. Igual que recuperarlas.

La campanas de Sevilla tienen nombre. Las Hermanitas de los Pobres tienen una que se llama San José. En la Iglesia del Salvador la mayor de todas se llama El Porrón, aunque tienen otra muy curiosa, la matraca, bautizada como Jesús del Amor y que lleva en relieve el escudo del Sevilla FC, por ser sevillistas sus campaneros. En la Giralda todas tienen nombre de santo: Bárbara, Juan Bautista, Laureano, Rufina, Justa, Catalina, Hermenegildo, Cecilia, Inés... y quizá cada una de ellas podría protagonizar una novela. Si sus repiques acabarán siendo también contaminación acústica, eso es algo que forma parte del thriller político en curso y que, por lo tanto, se desvelará en su momento. Si está de Dios que se salven... aún es pronto para lanzar las campanas al vuelo.