¿La Navidad de antes o la de ahora?

Renovarse o sufrir. La abrupta reconversión de la Navidad en un espectáculo de masas ha hecho saltar por los aires el modelo de fiesta familiar, tradicional e íntima para imponer en su lugar la calle, la frivolidad y la diversión. Un cambio con el que muchos no comulgan

23 dic 2017 / 16:37 h - Actualizado: 23 dic 2017 / 20:16 h.
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Lo que nos fascina de la infancia es que no tiene pasado. Llega la Navidad y ahí están los niños, efímeros y eternos, congelados en un instante de felicidad que llorarán toda su vida. Es curioso que se sea niño durante tan poco tiempo y con tan escasa consciencia de ello y que luego, el resto de la existencia, se lo pase uno comparando y, en muchos casos, lamentando la diferencia. Es ahora, en este tiempo en que la luz es mínima y el recuerdo se reinventa agrandado, cuando esas paradojas cobran un dramatismo mayor. Porque la infancia son también los ausentes. Porque la ilusión, por encima del metro y medio de estatura, ya no es lo mismo. Y porque no hay espejo que adelgace ni embellezca más que la memoria. Así que salir a pasear por Sevilla y preguntar a la gente qué Navidad le gusta más, si la de antes o la de ahora, es desatar una tormenta. El paisano Luis S. Delgado, un funcionario que picó billetes y se fue al norte pero que vuelve regularmente por vacaciones, ni siquiera levanta la cabeza para ver ese derroche lumínico de la Avenida que le parece más opresivo que navideño. Y sin embargo, recuerda casi al borde de la lágrima aquellos años lejanos en que su pobre padre lo llevaba en coche al colegio y él, con la nariz aplastada contra la ventanilla empañada, veía los penachos de las antiguas carrozas de la Cabalgata asomando por lo alto de la nave en la que se montaban, en la Avenida de María Luisa, donde hoy está la biblioteca. Le bastaba esa minúscula insinuación de papel de seda y purpurina para montarse en su cabeza una Navidad completa. «Después de comer, en la única tele que había ponían algo de dibujitos y una película infantil, generalmente bastante antigua, de piratas o del Oeste o así, pero bastaba que a eso lo llamaran Especial Vacaciones para que el mundo fuese maravilloso. Mi casa olía a tierra porque íbamos a por ella y a por hierbajos al campo para que mi abuelo montase sobre el aparador el nacimiento más bonito del mundo. Cada figura era de su padre y de su madre y el cerdo era más alto que la castañera, pero daba igual. No se buscaba esa perfección, se buscaba otra», recuerda. «¿Mercadillos de Navidad? ¿Mapping? ¿Pistas de patinaje y camellos para pasear a los chiquillos? ¿Sevilla alumbrada como una discoteca? Nada de eso había. Ni falta. Hace treinta o cuarenta años, eso que ahora es la sal de la fiesta entonces nos habría parecido ridículo. Las pascuas siempre se vivieron de otra manera, era todo más profundo y sencillo; los abrigos, igual que las mantas, eran más gordos, más ásperos y más pesados. Y teníamos menos de todo. Pero lo que teníamos, siendo menos, era más auténtico y más verdad. El peso no asustaba».

Verónica Pérez es la secretaria general del PSOE de Sevilla y parlamentaria andaluza. Nacida en 1978, su memoria se encuentra a medio camino entre aquella Navidad de antaño y este otro luminoso y bullanguero espectáculo actual. Y en su emoción se combina lo bueno de lo uno y de lo otro, siempre dejando un sitio a la nostalgia, una de las abstracciones que mejor hacen su trabajo. «Mi recuerdo más entrañable de la Navidad en mi infancia es el de mi abuela cantando villancicos antiguos y tocando la pandereta el día de Nochebuena», evoca Verónica Pérez. «Me encantaba pasear con ella por Sevilla y visitar los belenes en nuestra particular tradición navideña. Ni el alumbrado de la época era tan espectacular como el de ahora ni la agenda de actividades era tan amplia como hoy, pero me saben a gloria esos recuerdos de mi niñez». Y del mismo modo en que la gente cría a sus hijos en las mismas felicidades y convicciones que consideran esenciales, y llegadas las fechas pertinentes los visten de nazareno o de corto o de romero porque de ese modo es como si ellos mismos volviesen a nacer y a descubrir todo aquello, también en la Navidad son los pequeños la manera que uno tiene de sobreponerse a la memoria. «Ahora intento disfrutar estos días desde los ojos de mis hijos porque siendo niños es como mejor se disfruta esta época y me es grato descubrir que ya no es solo Sevilla ciudad la que tiene una extensa programación navideña, sino que ya en cualquier municipio de la provincia se viven estas fechas con enorme intensidad».

No solo ahora

En la otra orilla de la política, y desde la portavocía adjunta del Grupo Popular en el Ayuntamiento de Sevilla, la concejala Mar Sánchez Estrella comparte con otros miles de paisanos ese pequeño duelo interior por el mundo sencillo e intenso que se ha ido desvaneciendo bajo nuestros pies, para que ocupe su lugar otro diferente que también generará –llegado el momento– su buena legión de nostálgicos. A su modo de ver, el exceso se está convirtiendo en una dolencia que afecta no solo a la celebración de la Navidad, sino a todo, cargándose así un elemento fundamental de la felicidad y del disfrute de las cosas: los tiempos, las esperas, ese estado anímico de vísperas que ahora ya interesa menos. «Las fiestas en general yo creo que han evolucionado para desarrollarlas al máximo, no solamente la Navidad», afirma la representante municipal del PP. «La Navidad, la Semana Santa... Antes solamente salían las cofradías en Semana Santa y ahora prácticamente sale una todos los días. Antes, la Navidad se constreñía propiamente al periodo de la Navidad, empezaba el veinte, veintidós, veintitrés de diciembre, cuando acababan las clases de los niños, y ahora se adelanta a principios de diciembre. Con lo que tenemos más de un mes de Navidad. Eso es lo que yo creo que ha ido cambiando», comenta sin especial alegría. «Y como en todo, la evolución hace que se ganen unas cosas por el camino y se pierdan otras. Me viene a la cabeza, por ejemplo, que en Nochebuena nos reuníamos con mis abuelos, con hermanos de mis padres, lógicamente con todos mis primos, y ahora eso se ciñe a la familia nuclear. Como mucho, el abuelo, los hijos y los nietos. No vienen amigos de los padres, que también había veces que venían. Y algo que hacíamos siempre era que a las doce de la noche íbamos a la Misa del Gallo, tradición que yo creo que se ha perdido bastante. Antes no salía nadie a la calle en Nochebuena, y la Misa del Gallo era un poco la excusa para poder salir aunque solo fuera para ir a misa y volver, porque yo nunca recuerdo haber ido por ahí en Nochebuena. Era una fiesta que se celebraba en familia. Se celebraba el nacimiento del Niño Jesús en las casas. Mis hijos tampoco son de salir en Nochebuena. Me choca que la gente vaya luego a los bares a tomar copas. No es que lo califique ni lo juzgue de bien o de mal, pero es algo que nunca ha estado en la tradición de mi casa y nunca lo hemos hecho».

Las luces conforman otro capítulo de interés en todo este asunto. Quizá porque sean la alegoría más evidente de ese exceso actual en el que todo tiene que ser bebido a tragos, engullido en masa, llevado a su extremo, convirtiendo la calle en Disneylandia porque si no alguien puede llegar a pensar que Sevilla no es lo suficientemente alegre, o que no tiene bastante dinero, o que sus políticos no saben gestionar nada, o que el comercio se está yendo a pique... «Hay un exceso que no creo que sea adecuado. Y tal vez habría que tener un poco de más cuidado con el gusto de esa iluminación, con temas más referidos a la Navidad y que sea más tenue, no tan apabullante», sugiere Sánchez Estrella.

«Es una tradición que tampoco se ha practicado en mi casa el tema de papá Noel. El hecho de que ahora el día 25 se celebre Papá Noel es algo que resta a los niños el interés por los Reyes Magos. En casa siempre hemos guardado la tradición de los Reyes Magos, que nos parece la más bonita, la más alegre. Y sin embargo, la de Papá Noel es una fiesta que se ha ido metiendo, metiendo, y se aprovecha para ir haciéndoles regalos a los niños y que los disfruten desde el principio de las vacaciones, lo cual por otro lado también tiene su parte buena porque lo disfrutan, pero le resta esa ilusión de los Reyes».

«Y luego otra cosa: que llegamos al día 24 y ya prácticamente no tienes ganas ni de tomarte un vaso de agua, porque entre comidas de empresa, comidas de amigos, ja, ja, ja, empezamos ya desde el día 10 a celebrarlo y eso, quieras que no, también te quita ilusión por reunirte luego con motivo de la Navidad, porque llevas viéndote desde quince días antes. Son los excesos de la Navidad».

Espinoso asunto este, el de las comidas y cenas de empresa, en las que se escenifica de forma más o menos lograda una fraternidad ritual que compense otros momentos del año en que ese sentimiento pudiese parecer menos evidente. Pero claro, para esta manía también existe un pasado: antes, hace un par de décadas, la barriga se llenaba en días fijos, a saber: el 24, el 25 y el 31, dejando un hueco suficiente para el rosco del día 6, y asunto resuelto: se ponían tres kilos que ya si eso se iban pagando a plazos. Pues bien, ahora llega uno empachado a esas ocasiones señaladas. Porque ya lo que hay en las casas no es un surtido de El Patriarca de esos que se peleaban los chiquillos por el almanaque, dos turrones –blando y duro– y pare usted de contar. En la actualidad, en esta actualidad que ya ha quedado calificada de desmadrada y disparatada desde el más objetivo punto de vista, hay turrones de todo menos de pavo, que ya habrá también. Dulces a cascoporro, licores de fantasía, mazapanes y bollitos de los más lejanos conventos, obradores y suministradores reales, papales e imperiales... La Colchona y la Despensa de Palacio tienen ya, a tiro de piedra una de la otra, sus propias delegaciones por los alrededores del Salvador. Y allí van los sevillanos de la ciudad y los pueblos a presumir luego de bandeja de postres y merendolas cada uno de los días de estas fiestas que dicen tan entrañables. Aparte, ya no se cena pollo al horno: ahora tiene uno que ser un manitas del nitrógeno líquido y saber combinar el cilantro salvaje y las algas de las Aleutianas o te tiran el besugo a la cara. ¿Es eso espíritu navideño? Ahí queda la pregunta, para quien la quiera contestar sin echarse encima a Twitter.

Pese al hecho de vivir conforme al dictado de los tiempos presentes, como corresponde a su juventud, Álvaro Robles no es hombre de grandes empacheras, esa es la verdad. Salvo que sean musicales y tradicionales, claro: ahí no parte peras. Con su carrera recién terminada en la Facultad de Bellas Artes y su garganta hecha ya añicos de tanto darle al villancico en el Coro de la Hermandad de Valme de Dos Hermanas, donde lleva ya sus buenos añitos, tiene una visión de estas fechas necesariamente apegada a la estética, a la belleza y a la costumbre. Y eso implica gente menuda correteando por los pasillos. «Pues personalmente considero», dice Álvaro, «que, a no ser que mi perspectiva de pasar de niño a adulto se haya distorsionado y sean impresiones mías, cuando en casa hay niños siempre se fomenta o se vive un espíritu especial de Navidad. Yo recuerdo de pequeño el esperar con ansias y contar los días desde noviembre, el día de la Inmaculada para juntar a toda la familia para decorar la casa... Actualmente en mi casa sigue siendo así, pero sé que en muchos casos cuando esos niños crecen hay una cierta dejadez y se apaga un poco ese espíritu».

«En cuanto a la decoración de las calles, visual y estéticamente es verdad que son mejores que antes, pero cada vez se decoran más temprano y a mi parecer eso hace que pierda esencia. Por tanto», prosigue el artista, «nos están obligando a consumir más y desde más temprano, ambientándonos falsamente más de cara a la galería, pero estamos olvidando el verdadero espíritu de la Navidad».

Claro que, ahora, uno se podría preguntar: ¿Y qué espíritu es ese? ¿Dónde vienen las instrucciones de la Navidad? ¿Dónde pone que uno tenga que pasarse veinte días rascando una botella de anís con un cuchillo y soportando a niños gritones y espídicos en vez de salirse por la tangente en el primer aeropuerto que aparezca a la vista y plantarse en Bali a que le preparen un cóctel de tres colores y le hagan masajitos en los dedos gordos de los pies? Hay, y este es el meollo del asunto, un consenso heredado sobre lo que la Navidad es y no es, que no pasaría de ser anecdótico si las repercusiones de la decisión personal que uno tome al respecto no afectaran al gran protagonista de estas fiestas, que no es uno mismo, ni su vecino, ni el Niño Jesús, ni la mula, ni el buey, ni el belenista de la Lonja, ni el amable joven que te empaqueta el Halcón Milenario de tres metros de largo por dos y medio de ancho en la juguetería. No. Esta película está protagonizada por la familia. Y ahí es donde uno puede meter la pata para toda la vida, ya, si no se ciñe a la ley no escrita sobre las pascuas.

«Recuerdo que de pequeño solía pasar todas las navidades en el pueblo de mi madre, en Constantina», cuenta el sevillano José Manuel García Bautista, escritor, divulgador y amante de las tradiciones y los misterios. «Eran unas Navidades diferentes, en familia, unidos, donde imperaba el clima de estas fechas –ayer, ahora y siempre- y donde, en mi opinión, se tenía un concepto más puro. Se vivía la Navidad, la Navidad con mayúsculas, los niños cantábamos villancicos, se iba de casa en casa de vecinos felicitando las fiestas, resultaba muy entrañable recordar aquella costumbre de ir a felicitar a los vecinos, sobre todo los más mayores que se le saltaban las lágrimas con aquella juventud exultante de aquellos niños».

Y el mundo entero, cuenta García Bautista, se confabulaba para arropar con un paisaje mágico y distinto las emociones de esas fechas. «Las calles tenían una ornamentación más rudimentaria, luces de colores, miles de bombillas saludando al niño Dios y, en algún que otro lugar un nacimiento recordando el motivo principal de estas fiestas, era sobrio pero era lo que había en contraposición a nuestros leds actuales de mil colores o espectáculos sonoro-visuales que van con los tiempos y la tecnología».

Pero al final, como todo el mundo sabe, no se puede vivir de memoria. «Me quedo con cosas de ambas Navidades, las del pasado y en las del presente cual si Cuento de Navidad fuera, todo tiene una enseñanza: hemos progresado pero también se han perdido tradiciones y valores. Hoy día resulta raro que un niño cante villancicos a su familia en estas fechas más allá de una actividad escolar sin despegar la mirada del móvil o que, imbuidos en el ritmo de la gran ciudad, vayamos casa por casa felicitando a los vecinos –seguramente alguno ni abriría la puerta-. La Navidad de antaño –tal vez por los tiempos, y no hace tanto- resultaba más pura; la actual me resulta que cabalga enfrascada en el excesivo consumismo sin recordar que lo importante es rememorar un nacimiento especial, que cambiaría el mundo, hace casi dos milenios». Aunque bueno, si ya resulta duro hacer que la gente recuerde lo que pasó hace tres décadas, esperar que se fije en lo que sucedió hace dos mil años es ya de un optimismo rayano en lo mitológico.

El dolor

No todo el mundo contempla y vive el fenómeno desde esa misma atalaya. Las fechas presentes, tan alegres y maravillosas para muchos, también levantan ampollas y se hacen dolorosas para otros. El músico sevillano Juan Ramón Rivera piensa en ambos lados de esa moneda no siempre brillante. «La Navidad me crea una serie de sentimientos encontrados», reconoce. «Me ofusca tener constancia del dolor y la necesidad que muchos vecinos están padeciendo mientras las calles se adornan, las grandes superficies hacen su agosto y la pirotecnia anuncia la llegada de no sé muy bien qué. No obstante, los ojos de mi hija me regalan su inocencia y un hálito de esperanza ante el advenimiento de una posible generación más solidaria y más amable con el prójimo. El próximo día 24 me refugiaré en esa mirada. Les deseo unas felices fiestas a todos aquellos que más lo necesitan».

No es casual que por estas páginas, puestos a comparar las Navidades de antes con las de ahora y obtener conclusiones, hayan pasado un músico, un vecino que se fue, dos personalidades políticas de signo diferente, un artista que canta villancicos a su tierra y alguien que ha hecho de los misterios su vida. Porque ahí, entre esos cometidos y vocaciones, se encuentra casi todo cuanto se puede decir y esperar de la Navidad. Es el material con el que se construye. Pero aún falta una voz fundamental para este relato coral: la de quienes, viniendo de fuera, tienen algo que aprender y al mismo tiempo algo que enseñar sobre el sentido real, personal y colectivo de esta celebración. El siguiente paisano procede de unas latitudes donde el nacimiento de Jesús coincide con el verano, y en las que la vivencia de esta fiesta poco tiene en común con el aparato luminoso y atosigante de las nuestras. Pero además de ser de Iberoamérica, Marco Flecha tiene el don de la cuentería, y por oficio es narrador oral. Tanto, que todos los años, llegado el otoño, organiza en Sevilla el Finos, el festival de ese género interpretativo, donde se concitan artistas de sabe Dios qué países del mundo y qué regiones de España, cada cual con su visión sobre la vida y con su forma peculiar de entenderla y de contarla.

«En mi infancia ochentera, en un pueblo del Paraguay, lo más importante era el pesebre, el belén, porque era la excusa para que la gente viniera a visitarte», cuenta Marco Flecha, hoy vecino del Cerro del Águila. «Y así era la costumbre, visitar belenes, la tarde previa a Nochebuena. En cada casa te invitaban a algo de comer y al clericó, una bebida con refresco, trozos de fruta y alguito de vino. Y luego la cena con la familia numerosa. No había muchos gastos, se comía a lo grande pero de lo que había, frutos de la tierra y mucha carne: pollo, cerdo, vaca. Lo más importante es que era asado y comida típica, nada de tonterías experimentales: comida típica y consistente y mucha cerveza para los adultos y jóvenes (para los 40 grados de calor y humedad por las nubes), un poco de sidra para brindar y la alegría compartida. No había nada más que eso, ni menos».

«Ahora paso las Navidades en Sevilla y tienen otro tenor, muy marcadas por la bulla, la desesperación por comprar, por gastar, buscar lo mejor, lo más de lo más para la cena y el tropiezo apurado con la gente en los espacios públicos donde a uno le apetecería disfrutar, porque Sevilla es una ciudad disfrutable, amable, menos en estos tiempos. Muchas luces y pocas miradas entre la gente. Y eso que me encanta la ciudad y las Navidades».

Quedan, por supuesto, más voces, más opiniones. El largo villancico de la nostalgia nunca se acaba. Y la Navidad de los que hoy la gozan llegará un momento en que, muy a su pesar, ya no será como la de antes. Cambiarán las luces y los hábitos, pero sobre todo habrán cambiado ellos. Hacer que todo eso suene bien al ritmo de una pandereta forma parte del arte de la vida, que mientras busca el futuro da vueltas en redondo por las mismas viejas fechas, dejando al paisanaje con el pesado equipaje de ese instante congelado en la memoria en el que uno era, como ya se ha dicho, efímero y eterno. Es la niñez, estúpidos.