Siempre nos quedará París

50 años. Mayo del 68 no fue una revolución, sino una erupción volcánica. Los viejos esquemas del mundo tenían que saltar por los aires y lo hicieron con suma eficiencia

26 may 2018 / 20:03 h - Actualizado: 26 may 2018 / 20:30 h.
"Temas de portada","1968: el éxito del fracaso"
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Hace tiempo que Mayo del 68 es un tópico. Lo que esta fecha tiene de mítica ha vencido a lo que tiene de histórica, y de ese modo sus lugares comunes sirven de excusa, de percha, de elemento disuasorio o de estímulo interesado, según convenga en cada ocasión. En el prólogo del cómic recién publicado por Nórdica y que se titula precisamente así, Mayo del 68, el propio Daniel Cohn-Bendit da sus bendiciones a una obra escrita y dibujada por Alexandre Franc y Arnaud Bureau, dos jóvenes que ni siquiera vivieron aquellos años (el mayor de los dos es de 1973), porque su lectura, escribe el héroe de aquella presunta epopeya gloriosa, «nos invita a soñar despiertos más que todos los manifiestos o panfletos que surgen con la obligación de enaltecer o hundir una revuelta tan lejana». Es la reinvención, estúpidos, que habría dicho al respecto un asesor de Clinton; la apropiación debida o indebida y tuneada de un trance histórico que en esta obra, como en todas las demás, se aborda «sin pena ni complejos». A la pregunta de qué fue realmente el mes de mayo de 1968, así, sin mayúscula, la única respuesta es que no importa lo que fuese. Ciertamente, aceleró reformas pendientes (no todas) y espabiló a los políticos (no a todos), pero su carácter real pereció junto a las demás hojas de todos los almanaques. Y si acaso a alguien le interesara su descripción aséptica, esta se limitaría, en palabras del propio Dany el Rojo, a lo dicho: una revuelta lejana. Lo demás son eslóganes.

El cómic de Nórdica, como otras muchas publicaciones aún calientes del horno editorial, constata esa prevalencia de lo mítico, o mejor dicho mitológico, del fenómeno que ahora se recuerda por su cincuentenario. El mismo hecho de que Francia (y más concretamente, París) haya quedado como el epicentro del estallido social contra los viejos moldes de toda índole, como escenario de aquel episodio de adolescencia problemática de las nuevas generaciones del progreso, forma parte de la estrategia sublimadora. Mayo del 68 no se puede entender sin su contexto mundial, que va desde el tiro en la garganta que le metieron un mes antes a un predicador negro que hablaba de derechos civiles en la balconada del Motel Lorraine de Memphis (Tennessee) hasta la desastrosa ofensiva del Tet con la que se había estrenado el año, con sus más de 40.000 muertos y la sensación de fracaso integral de la humanidad, ese mono con pistolas, en un Vietnam en llamas. El cráter del volcán del 68 tuvo varias bocas, y aunque la gente siga imaginando escenas en blanco y negro de los contenedores quemados y de jóvenes con flequillos lacios y niquis de cuello vuelto lanzando piedras contra la policía con la Torre Eiffel al fondo, no se puede pasar de puntillas sobre la trágica Primavera de Praga en la que el comunismo desperdició su última oportunidad de parecer una ideología beneficiosa para la sociedad, aplastando las ansias de libertad de un movimiento que, quién sabe, podría haber cambiado la historia ahorrándole al menos dos décadas de disgustos. Como la cambiaron los hippies, como la cambió la música, como la cambió la economía de aquel tiempo de protagonismos extremadamente difusos y compartidos.

En general, y por resumir, podría decirse que el mundo estaba harto de sí mismo. De sus prioridades, de su hipocresía, de sus ideologías tramposas, de su incapacidad para la paz, de su estado de odio, de sus viejos corsés morales. «El que quiere nacer tiene que romper un mundo», escribía Hermann Hesse medio siglo antes en Demian al hablar sobre el extraordinario y ambiguo dios Abraxas. Y eso fue lo que pasó: el 68 fue la rotura de un cascarón. No se ha vuelto a ver nada igual desde entonces porque ese contexto global que logró licuar la piedra social y convertirla en lava (que no en playa) bajo el asfalto de París hasta su monstruosa erupción es muy improbable que vuelva a darse en una magnitud siquiera comparable. A los que quisieron cambiar la realidad hace siete años a partir del famoso 15-M les faltó, entre otras cosas, orquestación.

De hecho, los jóvenes y los obreros franceses lo tuvieron relativamente fácil; casi diríase que fueron empujados contra su propia molicie (aunque los trabajadores del vecino país del norte nunca le hicieron ascos a una buena refriega). El 15 de marzo de 1968, Pierre Viansson-Ponté (que en paz descanse) publicó un artículo de opinión en las páginas de Le Monde titulado Cuando Francia se aburre (Quand la France s’ennuie). Arrancaba así: «Lo que actualmente caracteriza nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses están aburridos. No participan ni de cerca ni de lejos en las grandes convulsiones que sacuden al mundo, la Guerra de Vietnam los mueve, es verdad, pero no les afecta en realidad», y prosigue más adelante: «Las guerrillas de América Latina y la efervescencia cubana han estado algún tiempo de moda; pero apenas son un tema de caso práctico para los sociólogos de izquierdas y objeto de proclamas para los intelectuales. Quinientos mil muertos tal vez en Indonesia, cincuenta mil en Biafra, un golpe en Grecia, las expulsiones de Kenia, el apartheid en Sudáfrica, las tensiones en la India: no son más que la calderilla de la información diaria. La crisis de los partidos comunistas y la revolución cultural china parecen equilibrar el malestar de los negros en los Estados Unidos y los problemas ingleses», para añadir, en el más crítico tono: «De todos modos, es asunto suyo, no nuestro. Nada de esto nos atañe directamente: además, la televisión nos repite al menos tres veces cada noche que Francia está en paz por primera vez en casi treinta años y que no está implicada ni concernida en ninguna parte del mundo». Incluso la inocua movida estudiantil española en esos años relativamente revueltos del franquismo eran puestos como ejemplo por el articulista para la adocenada sociedad francesa, de la que solo se salvaban los parados y los oprimidos, con demasiadas cosas en la cabeza como para echarse a las calles. En definitiva, un «estado de melancolía».

El primero que había hecho algo por evitarlo había sido el estudiante Daniel Cohn-Bendit al encararse con un ministro durante una visita de relumbrón al campus de Nanterre. Su proverbial descaro lo colocó desde entonces delante de la prensa como el macho alfa de la revolución pendiente, detrás del cual estaban toda clase de tribus (los siempre mal avenidos anarquistas, trotskistas, maoístas e insurgentes en general de procedencia ideológica diversa), que se sentían más o menos representadas en esa personificación pero que la aprovechaban para agitar el clima social, que era la desembocadura común (esa sí) de todos los anhelos. De ahí al Rosario de la Aurora había apenas un paso. Y se dio. No había pasado ni una semana de la indignada soflama de Viansson-Ponté cuando los jóvenes se echaban a la calle a protestar contra la guerra de Vietnam entre los añicos de los escaparates, las pintadas en negro y los arrestos que echaron gasolina al fuego. Dany el Rojo supo encauzar y reforzar este movimiento con una estrategia más allá del enfrentamiento callejero a la buena de Dios. Y ahí ya había de todo: ganas de liberación sexual, de reventar la universidad para frenar la replicación del sistema de generación en generación, la paz, la liberación de la mujer, la naturaleza y hasta la poesía, las difíciles condiciones de vida de las clases humildes del extrarradio en una sociedad industrial sin miramientos, el consumismo, la falta de oportunidades, el antiimperialismo desaforado... y mucho hedonismo camuflado de inquietudes. Todo eso mezclado estalló el 3 de mayo con un ataque de indignación general entre los universitarios en el primer gran ensayo serio de la revuelta. Y de ahí para arriba, hasta desembocar en el caos general que se pone a menudo como ejemplo poético de movilización ciudadana.

El presidente De Gaulle se convirtió en la encarnación del mal para los insurrectos. Pero lejos de dimitir, como parecía que se barruntaba desde mediados de mes, el viejo héroe de guerra se invistió de autoridad y compareció públicamente para decir que hasta ahí habían llegado. Hizo una encendida defensa de la democracia, la libertad, la nación y la constitución de su país, alertó contra el comunismo rampante y sus descalabros y convocó elecciones con toda solemnidad. El resultado de su alegato patriótico fue una sacudida para todos esos otros franceses que estaban hartos de la situación, de los altercados, de la inestabilidad, de las ínfulas revolucionarias, de la huelga general que estaba paralizando al país y que se había extendido a los sectores más cruciales de la actividad; esa porción de ciudadanos que se sentían rehenes tomaron la palabra y se hizo notar. Hubo concesiones a los obreros, se subieron los salarios mínimos y las pagas y los artífices de la revuelta se vieron abocados a una de dos: o ponerle punto final o intentar provocar una guerra que nadie quería. Ahí acabó mayo y ahí comenzó el mito. De nuevo un asesor de Clinton podría haber dicho: Es la negociación, estúpidos.

Para saber qué ha quedado de todo ello habría que volver al primer párrafo. Es evidente que aquel trance histórico aceleró reformas sociales en todos los ámbitos: el que haya habido un presidente negro en EEUU, por ejemplo, es uno de los emblemas de esa evolución acelerada, más que revolución, del estado de cosas en Occidente. El gaullismo, por supuesto, también acabó hecho trizas. Pero junto a ello no es escasa herencia esa condición mítica del Mayo del 68, inspiradora de posteriores arrebatos de resultados imprevisibles y aleccionadora para que tanto los políticos como los ciudadanos comprendan el poder de cada cual, su responsabilidad y sus incongruencias. Quien quiera saber más, dispone de un libro interesantísimo que acaba de poner en circulación Alianza Editorial: La revolución imaginaria, París 1968, de Michael Seidman, subtitulado Estudiantes y trabajadores en el Mayo Francés, con todo cuanto hay que saber por si la historia se repite... o no.