Una adolescente llamada primavera

Adiós al invierno. Sevilla se despide con frío y lluvia de sus días más oscuros. En las calles es un secreto a voces

24 mar 2017 / 07:00 h - Actualizado: 23 mar 2017 / 20:46 h.
"Temas de portada"
  • Unos turistas japoneses se fotografían con las naranjas del suelo en los Jardines de Murillo. / El Correo
    Unos turistas japoneses se fotografían con las naranjas del suelo en los Jardines de Murillo. / El Correo

Son las siete y media de la mañana y una costra de nata o de mierda, según lo poéticos que tenga cada cual los ánimos, flota sobre el cielo azul bebé, que es el color del salto de cama que se ha puesto Sevilla para abrirle la puerta a este amanecer tempranero y modoso del que nada quedará dentro de unos días, con el cambio de hora. Es primavera, pero la Gruta de las Maravillas no conoce estalactitas tan admirables como las que cuelgan de las narices del proletariado matutino que, rebozado en trapos de toda especie, camina hacia sus ponederos con los andares atribulados y mecánicos de los enormes pinguinos ciegos que atormentaban a H.P. Lovecraft en su relato En las montañas de la locura. Aquí, montañas, lo que se dice montañas, no hay, salvo que se cuenten como tales los mojones caninos que, sumados, darían para un ocho mil. Así que, aprovechando la llanura, la gente arrastra los pies, o las aletas, que se les llenan de petalitos blancos al pasar junto a los alcorques de San Juan Bosco. Por ejemplo.

Hablando de aves, el pandemónium de los mirlos despierta a esta hora, con sus piropos y chabacanerías, a los que aún duermen bajo la losa primaveral. Habrá quien no se haya fijado, pero en lo alto de la Hemeroteca –Almirante Apodaca, para quien no la frecuente– hay un delicado castillete de forja de aires modernistas con una bonita campana que parecen robados de algún pueblecito de Normandía. El toque de las ocho, allí, es sereno y suave; no molesta, pero suena lo suficiente como para poner en vuelo a la docena de gorriones que a esa hora se desovillan en los aleros al primer y más amable sol de la estación. Abajo, en cambio, todo es ya un fragor: el arrastrar de pies de la chavalería patilarga con sus mochilas de escalar el Annapurna, los ronquidos de los autobuses, el aullido del semáforo con su reclamo para ciegos, el trajinar de los primeros operarios, los pitidos desaforados en cuanto el disco se pone en verde de quienes le robaron cinco minutos al despertador. Ateridos y estupefactos, los transeúntes caminan como tortugas sin caparazón. Pero antes de que se den cuenta ya está el sol de Sevilla dorando los adoquines de la calle Imagen. Al fondo, en el Duque, huele intensamente a calentitos.

Una señora muy mayor con bufanda recoge florecitas blancas del suelo bajo un naranjo de la calle Virgen de los Buenos Libros. «¡Es que me gustan mucho!», se excusa, como si fuese una travesura, cuando un espontáneo que la ha visto acude raudo a poner un buen puñado en sus manos. En San Lorenzo, los mendigos espantan a las palomas del atrio de la parroquia y ellas, sin dejar de hacer sus gárgaras matinales, corren a cagarse una vez más sobre la estatua del pobre Juan de Mesa, representando de ese modo una alegoría muy gráfica sobre la situación del arte en España. Da la media en la vibrante campana de San Lorenzo y en la campanilla del Gran Poder y parece una discusión entre el Gordo y el Flaco. Por Conde de Barajas baja una muchachota lustrosa y con expresión de mero contrariado balanceándose de costero a costero con los brazos así, muy abiertos, como dando manotazos a un enemigo imaginario. Su aportación a la primavera es pasearse por la orilla soleada en plan desafiante, encarándose con ese Lorenzo que da nombre a la plaza. No tiene narices de hacer eso mismo dentro de un mes.

Los parterres de la Plaza del Triunfo no tienen flores todavía, solo la tierra pelada y las capullas de las cotorras contradiciendo, con sus chillidos pertinaces y porfiados, una belleza sonora que en ese lugar viene marcada por las campanas de la Giralda y el jaez de las caballerías. Dan las nueve a todo trapo y aún huele a humedad y a escalofrío en el barrio de Santa Cruz. En los Jardines de Murillo, las excursiones de japoneses no reparan en megas y se fotografían hasta con esas naranjas que un día no muy lejano serán, en forma de mermelada, el desayuno de la reina de Inglaterra. «¡Castañete, madán!», ofrece con gran desparpajo en la Plaza de España un gitano esbelto y pinturero con maneras de Antonio el bailarín a una patulea de alemanes que se fotografían ante el banco de la provincia de Ávila. Presenta este conjunto cerámico la peculiaridad de estar protagonizado por una señora con una teta al aire, acerca de la cual reza la inscripción: «En 1110 una mujer valerosa, Ximena Blázquez, dirige la defensa de Ávila y logra que los mahometanos levanten el cerco». Recuerda en cierto modo a Marianne, la famosa encarnación de la República francesa que aparece de igual guisa en el célebre cuadro de Delacroix. Así que más vale tener la cámara preparada para cuando lleguen las verdaderas calores primaverales y empiecen a despelotarse las nacionales y las turistas en los poyetes de los parques: la oportunidad de fotografiar a una heroína no se da todos los días.

El indio de la Plaza de España, con su penacho y su flauta peruana, toca A mi manera. Es decir, a la suya. A la entrada del Parque de María Luisa hay ¡un castañero! Es mediodía y la lluvia prometida no ha aparecido. Primavera: qué buen nombre para una adolescente voluble y caprichosa.