Una Catedral para el siglo XXI

La tradición oral sevillana dice: «Hagamos una Iglesia tan hermosa y tan grandiosa que los que la vieren labrada nos tengan por locos»

21 nov 2016 / 07:00 h - Actualizado: 23 nov 2016 / 14:02 h.
"Catedral de Sevilla","Temas de portada","A mayor gloria de Sevilla"
  • Una Catedral para el siglo XXI

Me piden unas líneas que sirvan como epílogo de esta obra sobre la Magna Hispalensis, la singular y bellísima Catedral de Sevilla. Lo hago con mucho gusto, porque se trata de la iglesia catedral, madre de todas las iglesias de la Archidiócesis a la que sirvo, templo y cátedra del obispo. Efectivamente, la iglesia Catedral es el lugar en el que éste ejerce su magisterio y su función de pastor de la Iglesia particular. En ella está situada la cátedra desde la que enseña, gobierna y santifica. Por ello, es la primera iglesia de la Archidiócesis, que alcanza su significado más pleno cuando el obispo celebra la Eucaristía rodeado de su presbiterio y de los ministros, con el concurso y la participación activa de los fieles. En esta Catedral magnífica son consagrados cada año los santos óleos, convirtiéndose así en el manantial de santificación de la Iglesia diocesana; y en ella son ordenados los nuevos pastores del Pueblo de Dios.

Así se explica la magnificencia y majestuosidad de nuestro primer templo diocesano, morada de Dios, que siempre merece lo mejor, verdadero hogar de la comunidad cristiana de Sevilla, espacio para la gloria de Dios, signo cargado de belleza material, que permite entrever la infinita hermosura del rostro de Dios. Ésta fue la intención del Cabildo sevillano, cuando el 8 de julio de 1401 decide construir el actual templo, dado el deficiente estado de conservación de la antigua mezquita almohade como consecuencia del terremoto acaecido en 1356. La tradición oral sevillana atribuye a los canónigos esta decisión: «Hagamos una Iglesia tan hermosa y tan grandiosa que los que la vieren labrada nos tengan por locos». Lo cierto es que el acta capitular de aquella fecha deja consignado que la nueva iglesia debía ser «una tal y tan buena, que no haya otra su igual» .

Toda Catedral representa visiblemente el edificio espiritual e invisible, pero armónico, compacto y unido que se forma por la agregación de los fieles, las piedras vivas de que habla el apóstol san Pedro. Nuestra Catedral es efectivamente símbolo de la unidad de la Iglesia diocesana y de la comunión de sus miembros con el Obispo y de estos entre sí. Ésta es la convicción del Papa Benedicto XVI, quien siendo todavía cardenal, definía así la catedral: «Es la expresión en piedra de que la Iglesia no es una masa amorfa de comunidades, sino que vive en un entramado que une a cada comunidad con el conjunto a través del vínculo del orden episcopal. Por eso, el Concilio Vaticano II, que puso tanto énfasis en la estructura episcopal de la Iglesia, recordó también el rango de la iglesia Catedral. Las distintas iglesias remiten a ella, son en cierto modo construcciones anejas a ella y realizan en esta cohesión y este orden la asamblea y unidad de la Iglesia».

La gloria de Dios es el valor supremo que justifica antes que otros la existencia de nuestra Catedral que, como todos los bienes culturales de la Iglesia, nacen en primer término, como ha escrito no hace mucho el obispo de Almería, monseñor González Montes, con una finalidad doxológica, es decir, de acuerdo con la etimología griega de la palabra y con su contenido litúrgico, para la alabanza y la glorificación de Dios. Nuestra Catedral exalta la majestad y la gloria de Dios, su amor y misericordia, que están en el origen del mundo creado y redimido. Este edificio singularísimo canta las maravillas obradas por el Dios creador y redentor y nos invita a la alabanza y glorificación de la caridad divina que se nos ha manifestado en Jesucristo. La Catedral de Sevilla, como todas las catedrales, es como un microcosmos que reproduce el Reino de Dios, un reflejo del mundo celeste, el lugar privilegiado de la manifestación divina, epifanía del triunfo de Cristo y anuncio de su segunda venida. Siempre, pero especialmente cuando se celebra la liturgia divina, la Catedral es, en frase de San Germán de Constantinopla: «El cielo en la tierra, en el que el Dios supraceleste habita y se pasea».

La gloria de Dios es el valor que justifica también la existencia de nuestro Cabildo, colegio de sacerdotes que, estrechamente unido a su obispo, celebra con toda la dignidad que le es posible las funciones litúrgicas más solemnes en nombre de la comunidad diocesana. Éstas alcanzan su máxima expresión en la celebración de la Santa Misa, los sacramentos y la liturgia de las horas. En la celebración de los divinos misterios se ejerce y actualiza la obra de la salvación y se construye la comunidad. Por ello, la liturgia de nuestra Catedral, en la que Dios es perfectamente glorificado y la comunidad cristiana es santificada, es la cumbre a la que tiende toda la actividad de la Iglesia diocesana y la fuente de la que deriva toda su fuerza.

Si la función primordial de nuestra Catedral es el servicio litúrgico, es lógico que ponderemos la importancia de los espacios celebrativos y en concreto de su magnífico presbiterio, coronado por el espléndido retablo, el más grande y hermoso de toda la cristiandad. En él se desarrollan los ritos sagrados, lo que exige una especial dignidad y ornato, el ornato y dignidad que estalla con exhuberancia en el presbiterio de la Catedral sevillana. El altar es el verdadero corazón del presbiterio y de la Catedral. Representa a Cristo y es simultáneamente ara del sacrificio y mesa familiar para el banquete fraterno. El ambón por su parte es el lugar reservado para el anuncio del mensaje de salvación, desde el que se reparte el pan de la Palabra de Dios. De ahí su carácter estable y su belleza y decoro. La cátedra, por último, que da nombre al templo catedralicio, es la sede del obispo en su Iglesia. Desde ella ejerce su ministerio de maestro, sacerdote y pastor de la comunidad cristiana. La cátedra es signo de la presencia de Cristo en la persona del obispo que preside la asamblea. Simboliza al mismo tiempo el mandato dado por Cristo a los Apóstoles de anunciar el Evangelio. Por ello, la cátedra evoca la sucesión apostólica que nos remonta hasta Cristo Maestro.

Otro espacio especialmente importante por pertenecer a la entraña y esencia de nuestra Catedral es el coro, lugar en el que se canta solemnemente la liturgia de las horas. En nuestro caso, se trata de una obra excepcional, de estilo gótico mudéjar debida a los tallistas Nufro Sánchez, Pyeter Dancart, Juan Marín, Francisco Hernández y Juan Bautista Vázquez. En el coro, nuestra Catedral cumple uno de sus quehaceres principalísimos, la alabanza y glorificación de Dios.

Son importantes además en una catedral la capilla del bautismo, en la que los nuevos cristianos se incorporan al Pueblo de Dios, y la de la penitencia, en la que se celebra el sacramento de la reconciliación, de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios. Es primordial, sobre todo, por encima de las capillas devocionales, la capilla del Sacramento, en nuestro caso la preciosa capilla de la Virgen de los Reyes. En ella se reservan las especies eucarísticas, siendo por tanto lugar de adoración, de especial accesibilidad, nobleza y dignidad. Los fieles que acuden a ella cada día para visitan al Señor y a su Madre bendita saben que en medio de tantos tesoros artísticos como alberga nuestro primer templo diocesano, el mayor tesoro que custodia la catedral de Sevilla es el Señor realmente presente en la Eucaristía. Él es quien otorga su mayor dignidad al recinto. Sólo contemplando su Belleza se pueden admirar plenamente las otras bellezas artísticas que son su pálido reflejo. Por ello, la capilla de la Virgen de los Reyes en la que se encuentra Jesucristo vivo, glorioso y resucitado, debe ser el corazón de nuestra Catedral, con las consecuencias pastorales que de ello se derivan.

Que nuestra Catedral, que es conocida en todo el mundo por sus dimensiones extraordinarias y por su belleza sin par, se distinga también por la devoción y el culto eucarístico. Su hermosura deslumbrante ha sido conservada, acrecentada y cuidada con mimo por los Arzobispos, el Cabildo y por los sevillanos de todas las épocas para la gloria y la honra del Señor sacramentado. No dejemos que la perspectiva cultural y el turismo ahoguen o desvirtúen esta finalidad fundamental, primigenia y casi única de nuestra Catedral. Que los cientos de visitantes que cada día traspasan sus umbrales, perciban desde el primer momento que han llegado a la casa del Dios vivo y al santuario de su presencia. Que de algún modo se sientan invitados a participar en la mesa del Señor, a saludarlo, visitarlo y adorarlo. En este sentido, caben muchas iniciativas por muy sencillas y modestas que sean.

Pero un templo en el que diariamente se celebra la Eucaristía ha de ser lugar del que brotan iniciativas a favor de los más pobres y desfavorecidos, de los últimos, de aquellos que van quedando en las cunetas del desarrollo social. Leyendo la historia de la Iglesia, comprobamos que las catedrales han sido siempre hogares de caridad. En ellas se ha repartido secularmente el pan de los pobres y ha funcionado el Arca de la Misericordia para dar ropa, alimento y calzado a los necesitados. Los hospitales de los Cabildos, tan frecuentes en las ciudades episcopales, han sido el último refugio de los enfermos más pobres, de aquellos a los que todos rechazaban. Yo me congratulo de que nuestro Cabildo sea sensible a la dimensión social de la Eucaristía, con obras ejemplares al servicio de la formación de los jóvenes de barriadas populares. Es digno de todo encomio su interés y esfuerzo por la restauración y conservación de las fábricas catedralicias. Que como exigencia de la celebración del sacramento del amor no decaiga nunca su compromiso, y el de todos los miembros de la Iglesia diocesana, por servir a los últimos, a aquellos hermanos nuestros en los que Cristo se esconde y que figuran en el primer plano del corazón de Dios.

Si suprimiéramos en nuestra Catedral el dinamismo de la vida cristiana, se convertiría en un mero museo, en un monumento cuya belleza ha perdido el brillo que le es propio. Entonces sus piedras guardarían silencio porque se ha malbaratado su identidad más profunda. De poco servirán las tareas de custodia y conservación que corresponden al Cabildo, si pierde su esencial dimensión pastoral, litúrgica y evangelizadora, que sólo se mantiene con la oración de la asamblea, con la presencia de los fieles que visitan al Señor en el tabernáculo, con la Eucaristía diaria dignisimamente celebrada, con el canto solemne de la liturgia de las horas y con los servicios pastorales que cabe esperar del primer templo diocesano, de todo lo cual es responsable en primer término la corporación capitular.

La actividad colegial del Cabildo y su servicio a la conservación del templo exige espacios específicos para la administración y gestión ordinaria de la Catedral. Entre ellos deben mencionarse las sacristías, la sala capitular, la biblioteca y los archivos general y musical, en nuestro caso de una gran riqueza documental, testigos vivos de la historia de la ciudad y de la Archidiócesis, que la Catedral desde antiguo ha puesto al servicio de los estudiosos e investigadores.

Si las catedrales, como todos los bienes culturales de la Iglesia, nacieron para la gloria de Dios, lo cual explica su majestuosidad y belleza, fueron configurándose también para otro fin esencial, la evangelización y la catequesis, aspecto éste nada desdeñable. Así ha sido a lo largo de los siglos, si exceptuamos el breve periodo de la crisis iconoclasta. Los frescos de las catacumbas o de las basílicas paleocristianas o mozárabes, los mosaicos de las basílicas constantinianas de Roma, los iconostasios bizantinos, los frescos de las iglesia rupestres de Capadocia, las portadas románicas, las vidrieras góticas, y los grandes retablos góticos, renacentistas o barrocos han sido la litteratura laicorum, como se les llamó en la Edad Media, o el Evangelium pauperum, el Evangelio de los sencillos, en feliz expresión de San Gregorio Magno en la carta en que reprende a Sereno, Obispo de Marsella, en los años finales del siglo VI, quien había mandado destruir las imágenes.

El arte de las catedrales ha sido siempre la Biblia en piedra con la que el pueblo cristiano ha aprendido las verdades fundamentales de la fe. El arte religioso en general ha sido a lo largo de la historia de la Iglesia una vía privilegiada de pedagogía de la fe, una pedagogía que ha contribuido eficazmente a formar comunidades vivas, unidas por la fe, la esperanza y la caridad, algo que en esta hora, en que todos hemos sido convocados a una Nueva Evangelización, hemos de tratar de recuperar. Nada impide hoy que la Catedral de Sevilla siga cumpliendo esta finalidad primigenia a través de la palabra de los guías, de los paneles informativos, de las audioguías, de las imágenes retroiluminadas, de los folletos de mano, etc. Anunciar a Jesucristo a nuestro mundo a través del patrimonio catedralicio debe ser hoy una prioridad para el Cabildo Metropolitano de Sevilla y para todos los responsables de nuestros monumentos.

En el año 1979, el entonces presidente de la Comisión Episcopal para el Patrimonio Cultural y Obispo de Tenerife, monseñor Damián Iguacén Borau, concluía un estimable artículo titulado El servicio pastoral del arte sacro, con esta consigna: «Hagamos del arte religioso un medio de evangelización». Y es que, como ha afirmado el papa Benedicto XVI, los visitantes de nuestras catedrales y museos «tienen la oportunidad de sumergirse en un concentrado de teología por imágenes», pues la belleza de las obras que se muestran «brinda [la]...oportunidad para hablar a la inteligencia y a la sensibilidad de las personas», ya que remite «a otra belleza, verdad y bondad que sólo en Dios tienen su perfección y su fuente últimas» . La belleza es efectivamente una verdadera «vía para llegar a Dios», un camino de evangelización, la via pulcritudinis, que la Iglesia, en su afán por llevar la Buena Noticia de la salvación a todas las gentes, de anunciar a Jesucristo como camino, verdad y vida de los hombres, ha recorrido siempre, ya desde las catacumbas .

El patrimonio artístico de la Catedral de Sevilla debe erigirse hoy para cuantos lo contemplan en lenguaje de esperanza en medio de la profunda crisis de Occidente y en un verdadero camino de evangelización, «que encuentra en el arte una estupenda y conjunta expresión sensible». En este sentido, la Catedral hispalense es manifestación y testimonio de la fe del pueblo cristiano de Sevilla a lo largo de los siglos. En él se conserva la memoria de nuestra la Iglesia. Por ello, puede y debe ser camino que muestre la fe del Pueblo de Dios tal y como las sucesivas generaciones cristianas la han vivido y celebrado secularmente. El patrimonio cultural de la Catedral sevillana, aparte de ser un compendio maravilloso del arte cristiano a partir del siglo XV, es también una síntesis hermosísima de las verdades de la fe y de la tradición cristiana más genuina. Debe, pues, aportar una ayuda decisiva a la evangelización y la catequesis, pues nos muestra dichas verdades a través de expresiones artísticas autóctonas, es decir, nacidas en el seno de nuestra comunidad cristiana, aspecto éste puesto muy de relieve por las corrientes educativas actuales. En este sentido, qué importante sería el diálogo y la colaboración entre los responsables diocesanos de la catequesis y los responsables del patrimonio catedralicio.

Los bienes culturales de nuestra Catedral, en cualquiera de sus gamas, narran plásticamente la Historia de la Salvación, que ha sido su fuente de inspiración. Por ello, la iconografía catedralicia puede ayudar al conocimiento de la Palabra de Dios y de las verdades de la fe que han inspirado a los artistas. Hoy esto es más fácil que en épocas pasadas. Vivimos todos, pero muy especialmente nuestros niños y jóvenes, inmersos en la llamada «cultura o idioma de la imagen». El hombre de hoy está más habituado que la generación de nuestros abuelos al lenguaje de las imágenes. Las imágenes, en efecto, visualizan el misterio y nos aproximan a él. Lo afirma explícitamente San Juan Damasceno en su sermón primero sobre las imágenes: «Las imágenes con una palabra tácita enseñan a aquellos a quienes las contemplan y hacen atractiva a la vista la santidad. Cuando no tengo ganas de estudiar y dispongo de tiempo libre, me voy de buena gana a la iglesia y contemplo las pinturas... Acarician mis ojos como las flores del campo y la gloria de Dios desciende a mi alma». En otro pasaje del mismo sermón afirma que «la belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios». Son como un lazarillo «que nos lleva de la mano hasta Dios».

El patrimonio cultural de la Catedral de Sevilla puede y debe ser, en consecuencia, un valioso subsidio en el vasto campo de la evangelización y la catequesis. Urge, pues, al Arzobispo y al Cabildo encontrar caminos para que así sea. Para los cientos de miles de turistas que acuden a ella cada año, muchos de ellos sin conexión alguna con la Iglesia y con lo religioso, pero atraídos por la belleza de su arquitectura sin par, de los retablos, tablas, lienzos, tallas y orfebrería, la visita cultural puede y debe ser una ocasión privilegiada para entrar en contacto con la trascendencia. El patrimonio cultural de la Catedral de Sevilla, es decir, la belleza nacida del manantial límpido y fecundo de la fe, tiene un valor evangelizador incontestable. Bien aprovechado es un puente tendido hacia la experiencia religiosa. Desde la contemplación de esa belleza visible, será posible encontrar el camino hacia belleza invisible, es decir hacia la belleza, la verdad y la bondad que sólo se encuentra en Cristo, salvador y redentor, mediador entre Dios y los hombres, la única vía que nos lleva a la libertad, a la comunión y a la felicidad.

Como arzobispo coadjutor de Sevilla, estoy convencido que ésta es una parte esencial de la misión de nuestra Catedral. En palabras del cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, «la verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender, tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello». Efectivamente, nuestra Catedral puede ser para muchas personas ajenas a lo religioso, pero siempre dispuestas a encontrarse con la bondad, la verdad y la belleza, como una antesala de la fe, prologomena fidei, que dirían los teólogos, y como una invitación a formularse las grandes cuestiones acerca del sentido de la vida.

Que esto no es una quimera y que el arte verdadero tiene capacidad para suscitar la nostalgia de Dios y de lo religioso lo demuestra la historia de la conversión del filósofo español Manuel García Morente, en su humilde pensión de exiliado en París el 29 de abril de 1937, mientras escuchaba en la radio la belleza sublime de la Infancia de Jesús de Héctor Berlioz, en este caso un bien cultural de naturaleza inmaterial e intangible. Este es también es el caso de Paul Claudel, en la tarde de Navidad de 1886, en la que movido por un sentimiento más estético que religioso, penetra en Notre Dame de París mientras se cantan las vísperas y queda subyugado por la majestuosidad del gótico catedralicio, por la música del órgano y por la belleza de lo que después él supo que era el Magníficat entonado por un coro de niños y el coro del Seminario de Saint Nicolas du Chardonnet. Este puede ser el camino de otros hombres y mujeres de buena voluntad que se acercan a la Catedral de Sevilla. A nuestro alcance está la posibilidad de tenderles la mano para que la belleza visible sea camino y sacramento de encuentro con la belleza invisible de Dios.

En las últimas décadas abundan las interpretaciones laicistas de nuestras catedrales, sin duda el conjunto más relevante del patrimonio cultural de Europa. Qué duda cabe que el investigador que estudia las catedrales desde una perspectiva exclusivamente sociológica, política, económica o, como es más frecuente, desde la dimensión estética, estudia algo real, pero no penetra en su esencia íntima, en el alma de las catedrales. Ésta no se agota en su condición de yunque en el que se han forjado muchas ideas estéticas y no pocos estilos artísticos, ni en su condición de corazón de la ciudad y elemento imprescindible en la configuración y dinamización de los burgos medievales como «gloria et splendor civitatis», como calificara a la catedral de Chartres un viejo cronista medieval. A veces aparecen visiones prevalentemente económicas a la hora de programar las intervenciones tendentes a la conservación o restauración de las catedrales o de los edificios religiosos. Se habla con frecuencia de «ponerlos en valor», apuntando casi siempre a los réditos económicos para el turismo o el comercio, que nunca pueden constituir un objetivo inmediato o preferente, sino más bien una secuela.

No faltan además quienes, partiendo de un concepto reduccionista de la cultura, entienden el servicio cultural que presta la Catedral y los grandes edificios religiosos, prescindiendo del culto, que desde esta perspectiva carecería de relevancia. La verdad es muy otra. El cristianismo no sólo ha sido creador de cultura en el pasado; lo es también en el presente. En el ejercicio del culto, es decir, cumpliendo la misión para la que fue creada, la Catedral ya hace cultura desde la belleza del ceremonial, la armonía entre los gestos y los espacios celebrativos, la interpretación musical, el sonido sugerente del órgano y la piedad y unción de la polifonía. En este sentido, toda la Catedral, y en nuestro caso la Catedral de Sevilla, es una expresión cultural cristiana de primer orden. Por ello, pudo escribir el Santo Padre Juan Pablo II que «la naturaleza orgánica de los bienes culturales de la Iglesia no permite separar su goce estético de la finalidad religiosa que persigue la acción pastoral. Por ejemplo, el edificio sagrado alcanza su perfección estética precisamente durante la celebración de los misterios divinos, dado que precisamente en ese momento resplandece en su significado más auténtico» .

La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, en su capítulo primero , nos ayuda a comprender adecuadamente la esencia más auténtica de los edificios religiosos y, en concreto de nuestra Catedral, cuando nos presenta, como dos aspectos complementarios de la única Iglesia de Cristo, su faceta visible e invisible, humana y divina, social y espiritual. Destaca la importancia de los elementos visibles, humanos y sociales de la Iglesia, que son necesarios por ser queridos por Cristo. Pero subraya al mismo tiempo que sólo la faceta invisible, divina y espiritual es decisiva, de modo que en la Iglesia lo institucional y visible está al servicio y debe subordinarse a lo mistérico, vital y espiritual. Ambos elementos de la Iglesia, divino y humano, constituyen una única Iglesia, de la misma manera que en Cristo su naturaleza divina y humana constituyen un único Cristo. Y así, como en Él la naturaleza humana sirve a su realidad divina como instrumento de salvación, en la Iglesia su elemento humano, visible e institucional sirve a su faceta mistérica y espiritual que es la decisiva, aunque no sea la única.

Esta misma idea aparece también en otro de los grandes documentos del Concilio, la Constitución de Liturgia. Allí se afirma que es característico de la Iglesia ser, a la vez, divina y humana, dotada de elementos invisibles y visibles, dada a la contemplación y entregada a la acción, peregrina y presente en el mundo, «... de tal modo que en ella lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que esperamos».

Esta sencilla reflexión que nos presta el Concilio Vaticano II, nos puede ayudar a comprender la naturaleza más profunda de nuestra Catedral, que es mucho más de lo que visiblemente aparece y que, como es natural, sólo capta en toda su integridad el ojo del cristiano creyente. Sin fe es posible captar elementos, partes o fragmentos de la esencia peculiar de una Catedral, pero no es posible hacerse una idea global de su significado más profundo. En efecto, la Catedral no es simplemente una casa, sino la casa del Dios vivo; no es sólo un edificio, sino un edificio espiritual, que es al mismo tiempo morada de Dios por el Espíritu o morada de Dios entre los hombres .

Tener en cuenta estos datos es sumamente importante para quien quiera ser fiel a lo que nuestra a Catedral representa y simboliza. De la misma forma, es imprescindible tener muy claro que la catedral no es un fósil o un espacio arqueológico intangible. Si en pasadas centurias hubiera predominado esta concepción, muchas de nuestras catedrales no serían hoy un compendio acabado de la historia del arte y de todos los estilos artísticos, desde el románico hasta el barroco y neoclásico. En realidad, la Catedral es un edificio vivo, un espacio comunitario de culto, en el que un aspecto no desdeñable es la funcionalidad y la participación.

La reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II no significa en sí misma, como algunos han asegurado, una amenaza potencial para el legado religioso y cultural que encierran las catedrales, iglesias y colegiatas. Si en algún caso en las últimas décadas se han producido daños, no siempre irreparables, esto se ha debido más a la precipitación y a una lectura apresurada de los documentos conciliares que al espíritu del Concilio.

Ante la antinomia u oposición, más aparente que real, entre funcionalidad y participación por una parte, y el respeto debido al legado cultural de nuestros templos catedralicios, es preciso superar tanto el liturgismo a ultranza, que pone en un segundo plano la historia y los valores estéticos, como el arqueologismo craso, que convierte nuestros templos en depósitos de objetos artísticos sin alma. Ante esta aparente tensión, sobre todo cuando se trata de la reorganización o sistematización de los espacios celebrativos, se impone la reflexión, la búsqueda conjunta y el diálogo entre liturgistas, teólogos y pastoralistas, de una parte, y los profesionales de la conservación del patrimonio cultural, arquitectos, historiadores, especialistas en bienes muebles y arqueólogos, de otra. Las catedrales no existirían si, en los tiempos heroicos de su construcción, no hubiera existido ese diálogo fecundo entre la fe y la ciencia, entre las creencias y las técnicas artísticas o arquitectónicas, entre la teología y las formas estéticas. Es el diálogo fe-cultura, que de modo concreto podría realizarse de forma permanente en el seno de una institución tan consolidada en las catedrales europeas y tan fructífera como son los Consejos de Fábrica o instituciones similares. Dicho diálogo está llamado a iluminar, también en el presente, el empeño apasionante por la conservación de nuestra Catedral para transmitirla en toda su integridad a las generaciones futuras en su significado teologal y religioso y también en su dimensión cultural y estética. Concluyo ya esta larga reflexión sobre el servicio que la Catedral de Sevilla ha prestado a la pastoral y a la cultura a lo largo de los siglos, servicio que debe seguir prestando en los comienzos del siglo XXI, siendo fiel a su identidad más genuina, potenciando cada día más su dimensión teologal, su finalidad pastoral y evangelizadora y su servicio a los pobres. Es la única forma posible de seguir siendo en el nuevo milenio no sólo «gloria et splendor civitatis», sino también y sobre todo «gloria et splendor Dei».