Cúchares: 150 años de un mito

El legendario diestro de San Bernardo falleció en La Habana el 4 de diciembre de 1868, hoy hace 150 años

04 dic 2018 / 11:02 h - Actualizado: 04 dic 2018 / 11:07 h.
"Toros"
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“Dichoso aquel que fuera llorado sin dejar en la tierra un enemigo”. Es la inscripción que figura en el hueco de enterramiento practicado bajo el altar del Cristo de la Salud, en la parroquia de San Bernardo. Se trata de la tumba de Curro Cúchares, aquel mítico diestro decimonónico fallecido hace justo 150 años. El matador murió lejos de la Giralda. Ya estaba mayor y en franca decadencia cuando aceptó un contrato para torear en Cuba. Y allí marchó sin saber que el Caribe sería su propia Samarkanda. La enfermedad del vómito negro -la fiebre amarilla- lo despachó para el otro mundo en La Habana. Corría 1868, el nefasto año de aquella revolución mal llamada Gloriosa que supuso un auténtico zarpazo patrimonial para la ciudad. Los restos del mítico torero de San Bernardo no pudieron ser trasladados a Sevilla hasta 1885. Desde entonces han reposado a los pies de los dos crucificados de la cofradía del Miércoles Santo, de la que también había sido hermano mayor y revitalizador.

Cúchares había nacido en los Madriles –hace poco más de dos siglos- pero se le consideró siempre sevillano y, sobre todo, del barrio de San Bernardo. Hablamos del antiguo vivero torero vinculado al viejo matadero de la Puerta de la Carne sin el que no se pueden entender los caminos y las fuentes del arte de torear desde la prehistoria del oficio hasta prácticamente nuestros días. Francisco Arjona Guillén, Curro Cúchares en los carteles, es una de las ramas fundamentales de ese frondoso árbol del toreo hispalense, injertada en las raíces más hondas del viejo arrabal.

El diestro de San Bernardo era hijo de carcinero y sobrino carnal por vía materna de Curro Guillén, otro torero legendario que también había velado sus armas en el antiquísimo matadero. Un toro de Cabrera -antecedente remoto de la actual ganadería de Miura- lo mató en la Maestranza de Ronda el 20 de mayo de 1820, dos años justos después del nacimiento de su sobrino. Sus restos se enterraron junto a los chiqueros de la plaza de piedra, en el mismo sitio que se depositaron tanto tiempo después las cenizas de Antonio Ordóñez.

Guillén alternaba en aquella tarde infausta con Juan León, ahijado de alternativa y diestro arqueológico que acabó tomando bajo su amparo al joven Curro Cúchares, que aprendió las primeras letras taurinas en la efímera escuela de Tauromaquia que impulsó Fernando VII en los corrales del matadero. Su maestro, precisamente, fue el gran Pedro Romero de Ronda, que había reclamado para sí mejor derecho sobre la plaza de director que se había ofrecido en un primer momento a Jerónimo José Cándido. Sabemos que la vida activa de aquella academia de toreros fue breve pero permitió poner en circulación a dos matadores fundamentales como Paquiro y el propio Cúchares, que empieza a saborear las primeras mieles del triunfo bajo la protección de Juan León, que además acabaría siendo su compadre.

En la década de 1840 ya era una figura indiscutible que había ascendido a la categoría de primer espada. Su competencia con José Redondo ‘El Chiclanero’ forma parte de la mitología del romanticismo taurino. La pugna entre ambos lidiadores terminó de enconarse en el ruedo de la Corte a costa de la discusión en torno a matar el primer toro de la tarde. Pero... ¿qué aportó Cúchares al toreo? El tratadista decimonónico José Velázquez y Sánchez señaló que en él se reunían “la alianza de la intrepidez con la más completa seguridad de ánimo, las alternativas de la agilidad con el aplomo perfecto, las consecuencias de una enseñanza clásica y la feliz inspiración del privilegiado instinto, la gracia que hace al torero simpático a los ojos de la multitud, y el mérito que le recomienda a la estimación de los inteligentes”. Su puesta en escena, en cualquier caso, distaba mucho de lo que hoy podríamos entender por un torero clásico. A Cúchares tampoco le faltaron detractores. Un folleto publicado en Madrid en 1845 señalaba, con cierto aire despectivo, que el torero “salta, brinca, corre, capea, banderillea, mata, descabella, adorna, saluda y zapatillea a los toros”. El mismo texto advertía que “no se ha hecho ni se puede hacer más malo o bueno, porque unos aplauden y otros silban...”

Pero también hay relacionar al torero con el tiempo que le tocó vivir. En aquellos años centrales del siglo XIX asistimos a acontecimientos como la riada del Guadaíra, la construcción del Puente de Triana, la creación de la Feria de Abril o el establecimiento de la llamada corte chica de los Montpensier hasta llegar a la mal llamada Gloriosa, la revolución de 1868 con afición a la piqueta que coincidió con el último viaje de Cúchares que, en plena decadencia, aceptó el último contrato para torear en Cuba. Hay que recordar que Cúchares mantuvo una intensa relación con su patria chica que se materializó especialmente en la rehabilitación de la hermandad de San Bernardo en los años de su apogeo profesional. Bajo el amparo del torero se logró volver a poner la cofradía en la calle en 1839. Y el Cristo de la Salud, precisamente, vela su sueño eterno.