Fue en la feria de Fallas de 1959, en la bisagra mágica de un cambio generacional que traía nuevos aires al toreo. Estaba a punto de comenzar la década prodigiosa, la llamada Edad de Platino. Curro Romero llegaba a su alternativa valenciana ya cuajado de edad y con aura de torero distinto. El camero se había lucrado ambiente de artista en una intermitente trayectoria como novillero. Atrás quedaban sus años como mancebo de la botica de Camas, su tardía decisión de dedicarse al toreo, las peonadas en la cercana finca Gambogaz de los Queipo de Llano y el debut en la desaparecida placita de la Pañoleta sobre la que hoy pasa uno de los viaductos de la autopista de Huelva. Era el día de Santiago de 1954 y el mozo de Camas ya contaba con 21 años de edad, una cifra algo exagerada para los aspirantes a toreros de aquella época trascendental.
Cinco años después, el 18 de marzo de 1959, Curro Romero hacía el paseíllo en la plaza de Valencia entre el recio diestro toledano Gregorio Sánchez, su padrino, y el valiente ecijano Jaime Ostos. Los toros pertenecían al hierro del Conde de la Corte. Pocos datos arroja para la historia aquella corrida fallera que transcurrió sin pena ni gloria para el camero. Pero pocas semanas después estaba anunciado en la Feria de Abril de Sevilla, con toros de Peralta, obteniendo un resonante éxito después de haber sido espectacularmente cogido en el primer tercio de la lidia. Empezaba su historia como matador.
Esa tarde abrileña se confirmaba el larguísimo romance sevillano que había comenzado dos años antes, en aquella novillada mitificada por el tiempo, el recuerdo y las viejas crónicas en la que Curro Romero actuó en Sevilla sustituyendo al anunciado Juan García ‘Mondeño’. Era el comienzo de una relación de amor y odio, de cimas y simas que viajó entre el tormento y el éxtasis mucho antes de que Curro -que siempre gozó de buenos y fieles partidarios- se convirtiera en el personaje extrataurino que hoy es; antes de que rompiera ese halo de misterio que rodeaba su figura discreta y alejada de todos los focos sociales en los que hoy es figura habitual. Si los 60 son los años de plenitud -no exentos de escándalos puntuales como el toro que se niega a matar en Madrid dando con sus huesos en la cárcel- los 70 y 80 son los años del Curro Romero de los almohadillazos y los escándalos que se alternan con triunfos tan aislados como resonantes que van dando forma al mito. Un mito que acaba superando al torero hasta convertirle en una pieza más del ciclo festivo sevillano, que no se podía entender sin su presencia en los carteles del Domingo de Resurrección.
Precisamente esas corridas pascuales se convierten en citas de lujo -antes eran tardes de mero relleno- gracias a la persistencia del camero, cabeza obligada de un festejo que le debe mucho y al que ahora todos se han querido apuntar desde entonces. Ese Curro al borde de la navaja, que convierte sus éxitos aislados en acontecimientos legendarios consigue pasar una raya invisible para situarse más allá del bien y del mal a la vez que se convierte en totem. Curro ya era el Betis.
Pero Sevilla lo hizo su torero desde el principio. Al año siguiente de su alternativa había quedado inicialmente fuera de la Feria de Abril, que hubo de ampliarse a última hora para darle cabida. El día del Corpus de ese mismo 1960 abre por primera vez la Puerta del príncipe después de cortar dos orejas a un sobrero de Tassara. Esa puerta la traspasaría hasta cinco veces a lo largo de su larguísima e irregular trayectoria en la que también se anotan siete puertas grandes en plaza de Las Ventas de Madrid. Después vendrían 42 temporadas entre la genialidad y el ostracismo; entre las apoteosis y las espantadas. Curro había firmado su epílogo taurino en 1999, al cortar dos orejas por última vez en su Maestranza. En 2000 fue el adiós.
LA ALGABA: EL ADIÓS INESPERADO DEL MITO
El camero se despidió de la profesión después de actuar mano a mano con Morante de la Puebla en un festival
La muerte de DiOdoro Canorea, empresario y amigo de tanto tiempo, iba a sentenciar la inesperada retirada del camero, que ya jugaba contra la inexorable dictadura del calendario. El descalabro que supuso la feria de San Miguel de 2000, con las caídas sucesivas, entre otros, de Morante y Romero tendría consecuencias inmediatas.
Eduardo Canorea, junto a su cuñado Ramón Valencia, había sucedido hacía poco tiempo al recordado Diodoro al frente de la plaza de la Maestranza. La nueva empresa, después de la polémica y remendada feria de San Miguel de aquel año abortó la celebración del festival a beneficio de Andex en el ruedo del Baratillo en el que tenían que alternar mano a mano Morante y Romero para desagraviar a la afición hispalense. Finalmente el evento fue trasladado al peculiar coso algabeño sin que casi nadie pudiera barruntar entonces, el 22 de octubre de 2000, que aquella misma noche Curro Romero anunciaría su retirada en los micrófonos de Radio Nacional. Su última actuación vestido de luces -con un precioso terno verde y oro- se había verificado en la plaza de Murcia el 10 de septiembre de aquel año.
Algo debía rumiar el camero. El escenario que se le dibujaba con la nueva empresa no era nada halagüeño y, en esa tesitura, con el dudoso horizonte de su contratación en la Feria de Abril de 2001, era mejor dejarlo. Lógicamente, Curro no estaba dispuesto a variar sus privilegios en la plaza de la que había sido base durante tantas décadas. “No me voy a arrastrar porque no soy una caja de pescao”, declaró el Faraón en una recordada rueda de prensa en la que, acompañado de Morante, explicó los avatares de aquel famoso festival que se había organizado en parte para compensar a la afición sevillana por la espantada septembrina.
Seguramente no podía ser de otra manera. La trayectoria de Curro Romero había ido ligada, en amistad e interés profesional, a la de Diodoro Canorea. Precisamente Canorea debutó como empresario en 1959, el mismo año del doctorado del camero. A la postre, ése fue el adiós inesperado de un mito del toreo.