El frondoso árbol del toreo sevillano

Tauromaquia hispalense. La historia de los toreros nacidos a la sombra de la Giralda hunde sus raíces en el siglo XVIII. Sevilla, cuna del toreo, ha sido uno de los viveros de toreros más fecundos desde entonces

25 mar 2017 / 18:43 h - Actualizado: 26 mar 2017 / 08:37 h.
"Toros","Sevilla y los toros"
  • El frondoso árbol del toreo sevillano
  • Desconocida imagen de Joselito El Gallo, joya del antiguo archivo de papel de El Correo, en la que aparece Joselito montando en bicicleta en la antigua plaza de toros de Lima. / Foto: El Correo
    Desconocida imagen de Joselito El Gallo, joya del antiguo archivo de papel de El Correo, en la que aparece Joselito montando en bicicleta en la antigua plaza de toros de Lima. / Foto: El Correo
  • El frondoso árbol del toreo sevillano

Los orígenes del toreo sevillano se pierden en la historia más remota aunque sólo podemos hablar de una incipiente profesionalización en la segunda mitad del siglo XVIII. De la arqueología del toreo llegamos a sus definitivas y hondas raíces, íntimamente vinculadas al universo humano del desaparecido matadero de la Puerta de la Carne y el inmediato barrio de San Bernardo que alumbra un primer diestro de fama, Costillares, que alterna con otros toreros fundacionales como los de la dinastía Romero de Ronda. El toreo ya es un oficio profesional y consolidado cuando Pepe Hillo alcanza fama y hacienda. Hillo, nacido en 1754, es contemporáneo de Jerónimo José Cándido y anterior a otros toreros célebres como El Sombrerero o el utrerano Curro Guillén, muerto en la plaza de Ronda en 1820.

Pepe Hillo cayó en la plaza de la Puerta de Alcalá de Madrid el 11 de mayo de 1801. Había sido cogido por Barbudo, un toro de Peñaranda de Bracamonte que él mismo había elegido. El trágico fin de esta figura causó un hondo pesar en la sociedad y escalafón taurino del momento. Podemos considerar a Hillo como padre del tronco torero de Sevilla y con Pedro Romero y Costillares constituyen las primeras verdaderas figuras de la lidia a pie. Su muerte coincide con el cambio de siglo y de alguna manera, muda la época.

La primera mitad del siglo XIX estará marcada por el brevísimo establecimiento de la Real Escuela de Tauromaquia instituida en Sevilla por Fernando VII en 1830. El legendario diestro rondeño Pedro Romero reclamó la dirección del centro, que sólo estuvo en actividad cuatro años. Fueron suficientes para alumbrar dos figuras fundamentales para el futuro del toreo. Una de ellas, la del chiclanero Francisco Montes Paquiro, que legisla los nuevos tiempos del oficio y hasta sienta las bases del moderno traje de luces. Pero sería otro alumno, Francisco Arjona Cúchares, el que acabaría prestando su nombre para identificar a la profesión.

A partir de Cúchares -que está enterrado a los pies del Cristo de la Salud en la parroquia de San Bernardo- la historia se detiene en otros toreros mitificados como Desperdicios, que perdió un ojo en El Puerto; El Tato, al que apuntaron la pierna en Madrid en 1869; o El Gordito, otro torero de San Bernardo que pasa por ser el inventor del par al quiebro. Tampoco podemos olvidar la oronda figura de Caraancha, que sobresale con dignidad en la época de Lagartijo y Frascuelo antes de que una nueva dictadura taurina, la de Guerrita, conduzca al toreo por el último tramo de la centuria decimonónica. Son los brevísimos años de Espartero, que acuñó aquella célebre frase, “más cornadas da el hambre”, que revelaba ese arrojo ciego que le llevaría a la tumba después de ser cogido por Perdigón, un toro de Miura que le sacó las tripas en la plaza de Madrid.

No podemos dejar de nombrar a otros toreros decimonónicos que navegan en la bisagra de dos siglos como Antonio Fuentes, Reverte o el primer Algabeño. Pero cambia la época y el toro se endurece en los primeros lustros del siglo XX alumbrando una figura de transición hacia un tiempo nuevo: es la de Ricardo Torres Bombita que con el cordobés Machaquito echan el cierre a una forma de torear.

Conviene retroceder hasta la figura de Fernando El Gallo que más allá de su discreta trayectoria, cobra relevancia como nudo fundamental de esta arbol que empieza a ramificarse sin freno. Retirado de la profesión, aceptó la administración de la Huerta del Algarrobo, una propiedad del duque de Alba en la orilla de Gelves que se acabaría convirtiendo en una auténtica universidad de toreros e influiría notablemente en el desarrollo posterior de las formas lidiadoras. Allí reciben sus primeras lecciones Rafael pero, sobre todo, José Gómez Ortega el gran Joselito que, con Juan Belmonte protagoniza la fundamental Edad de Oro del toreo. Joselito condensa toda la herencia taurina del pasado pero, en contra de lo que se suele considerar, también avanzó los caminos que el toreo iba a recorrer en los años 20 sumando la sólida herencia técnica de José y los nuevos modos estéticos de Juan. En ese punto hay que prestar una atención especial a la figura de Manuel Jiménez Chicuelo que, por encima de su intermitencia profesional, se convierte en el mejor transmisor del legado gallista para alumbrar la nueva tauromaquia que, ensayada en la dura Edad de Plata -Curro Puya, Pascual Márquez, Sánchez Mejías, Manolo Bienvenida, o Cagancho- florecerá después de la Guerra Civil.

Con el silencio de los cañones llega una nueva época dominada por otro cordobés -Manuel Rodríguez Manolete- que encontrará en el sevillano Pepe Luis Vázquez un contrapunto de gracia que termina de forjar el canon hispalense. Del llamado Sócrates de San Bernardo, el árbol del toreo sevillano se ramifica en otros toreros luminosos como Manolo González o Pepín Martín Vázquez, que fue un auténtico adelantado a su tiempo. En ese tiempo también se inicia la carrera de un torero de Camas que abarcaría épocas muy distintas de la historia del oficio sin apearse de su condición de torero de culto. Hablamos de Curro Romero, pero también de Manolo Vázquez que reverdecería en su madurez dando lo mejor de sí mismo. Pero el hilo nos conduce, sin solución de continuidad hasta esos años 60 que se acabarían bautizando como la Edad de Platino. En la ancha y larga baraja de toreros que pululan en esa década prodigiosa hay que destacar el papel fundamental de dos toreros sevillanos: son Paco Camino y Diego Puerta que con toreros como Manuel Benítez El Cordobés, Antonio Ordóñez, Mondeño y, sobre todo, El Viti llenan de contenido las ferias de aquellos años irrepetibles.

Las cosas cambian con la llegada de los 70. Pero la cantera taurina sevillana sigue alumbrando toreros como Rafael Torres, Cortés, los hermanos Campuzano, Manili.... pero será un jovencísimo novillero de Espartinas llamado Juan Antonio Ruiz el que retome el cetro del toreo para Sevilla. Espartaco domina con mano de hierro una nueva época y se sitúa a la cabeza del escalafón de los matadores de toros de manera ininterrumpida entre las temporadas de 1985 y 1991. En ese tiempo tomarían la alternativa otros toreros sevillanos de contrastada personalidad como Cepeda o reaparecen otros como Muñoz a los que les falta la necesaria continuidad y ambición para escalar hasta la cima. El resto, una larga lista, es historia reciente. La última rama maestra de este árbol frondoso se injertó en La Puebla del Río. Morante condensa muchas de las aportaciones de ese tronco. Es la última gran figura alumrada en Sevilla pero sigue sin heredero