El tiempo, de alguna manera, se ha detenido en el 89 de la Alameda de Hércules. Rafaelito Jiménez, Chicuelo como su padre, se sabe depositario de un legado taurino que hunde sus raíces más firmes en la Edad de Plata. La propia casa es un inmenso relicario de aquel tiempo en el que el toreo se enhebraba con desacomplejada brillantez al apogeo luminoso de la música, la literatura, la escena, la pintura y la arquitectura. El bato reinventó el toreo en una lejana tarde madrileña; su madre, la bellísima cupletista Dora la Cordobesita, se hizo famosa cantando las coplas de Font de Anta y quedó inmortalizada por los pinceles de Julio Romero de Torres...
El primer Chicuelo, Manuel Jiménez Vera, había nacido en Triana pero la saga encontró su solar en la Alameda a lomos de la fama de su hijo Manuel. El segundo Chicuelo fue el que realmente cubrió de gloria el apodo bebiendo en el ancho venero de Gallito, que también fue vecino de aquel viejo brazo del río, como Manolo Caracol o la Niña de los Peines. Sus hijos Manuel y Rafael se vistieron de luces; también sus nietos Manolo y Curro...
Rafael, quinto de este apodo y patriarca de la saga, contempla la vida rodeado de los recuerdos de los suyos y guardando la memoria de su padre. Se sienta en un vetusto sillón frailuno mientras habla despacio, envuelto en las volutas azules de un cigarrillo que embute en una elegante boquilla. Se sitúa en el centro de una sala que antes fue patio de luz. «Me acuerdo mucho de él; era un hombre que hablaba poco pero no tenía una mala palabra para nadie», evoca el viejo torero. Se cumplen hoy mismo 90 años de aquella faena iniciática –la del toro Corchaíto– que cambió el rumbo y los modos de torear: había nacido el toreo ligado, base de la tauromaquia contemporánea. «Gallito ya lo había intentado pero mi padre se lo pudo hacer al toro mexicano», puntualiza el lidiador precisando un dato revelador y necesario: «Belmonte lo que hacía era dar uno por cada pitón».
Su hijo Manuel entra en la charla. «Todo eso se lo había comido la historia», puntualiza. Afortunadamente, el revisionismo taurino de los últimos tiempos ha reivindicado la auténtica trascendencia de ese legado, nexo fundamental entre la pesada herencia de Gallito y la era de Manolete. «Es que a Gallito no lo han tratado como lo que fue: el mejor torero de todos los tiempos», añade Rafael. En la casa de los Chicuelo se respira ese gallismo, que ha traspasado las tres generaciones. La memoria sigue rescatando efemérides, como el inminente centenario de la efímera Monumental de Eduardo Dato, inspirada por José. «Fue una pena que quitaran esa plaza; la idea que tenía Gallito era abaratar las entradas; sólo pensaba en eso; era un adelantado a su tiempo», apunta Rafael. «Fue un hombre irrepetible, un visionario que iba por delante... es el único torero que ha mirado en vida por el futuro del toreo; se enfrascó en tantas cosas, se enfrentó con los maestrantes... sufrió mucho», completa Manolo que aporta un dato interesantísimo para entender el hilo invisible que cose, una a una, las figuras de Joselito, Chicuelo y el califa cordobés. «Camará –apoderado de Manolete– se lo trajo para que fuera al campo con mi abuelo; la expresión es distinta pero la base es la misma», sentencia Manuel que, como su hermano Curro, llegó a gozar de ambiente como novillero. Desengañado de las miserias del negocio decidió hacerse banderillero pero pagó un altísimo precio en una plaza de remolques de un pueblo de Castilla en la que estuvo a punto de perder la vida. Conserva las cicatrices pero no guarda ningún rencor a un mundo que es el suyo y de los suyos. En estado gravísimo le llevaron de Candeleda a Talavera y de allí a Madrid. «El toreo es la gloria y el infierno», concluye el padre.
Pero es obligado volver a ese 24 de mayo de 1928 que cambió para siempre los fines del toreo, hoy hace 90 años. «Mi padre me contaba que entre serie y serie sentía que la gente no decía ni ole pero cuando miró arriba vio toda la plaza blanca de pañuelos». La primera oreja cayó antes de entrar a matar a Corchaíto, ese toro de Graciliano Pérez Tabernero que estaba entrando en la historia a la vez que preconizaba los parámetros de la bravura moderna. La segunda, después de cuatro pinchazos, consagraba la importancia de lo que había pasado. El Rerre, que estaba de banderillero con Cagancho, profetizó lo que había pasado: «Manuel, has cambiado el toreo». Tenía razón.