plaza de la real maestranza
Ganado: Se lidiaron cinco toros de Domingo Hernández y otro -el sobrero que hizo tercero- marcado con el hierro de Garcigrande. La corrida estuvo desigualmente presentada aunque sumó un lote de enormes posibilidades conformado por el excelente segundo y el potable quinto. El resto tuvo comportamiento dispar: noble y soso el primero; falto de finales el tercero; remiso y exigente el cuarto y muy protestón el sexto.
Matadores: Morante de la Puebla, de aguamarina y azabache, silencio y división de opiniones tras tres avisos
José María Manzanares, de corinto y oro, silencio en ambos
Alejandro Talavante, de añil y oro, oreja y ovación tras aviso.
Incidencias: La plaza se llenó hasta la bandera en tarde primaveral. El banderillero Antonio Jiménez 'Lili', de la cuadrilla de Morante , fue alcanzado por el cuarto. Según detalla el parte firmado por el doctor Octavio Mulet, el subalterno fue intervenido de una "herida por asta de toro en cara interna de muslo izquierdo que provoca desgarro de unos 15 cm. de músculo vasto interno diseccionando y lesionando vena safena interna. Se practica ligadura de safena, reparación muscular". Fue traslado al Hospital Viamed Santa Ángela de la Cruz. El pronóstico es grave.
Se notaba un ambiente distinto desde la Punta del Diamante hasta la Puerta del Arenal, calle de la Mar abajo. No era para menos. La plaza de la Maestranza había recuperado el rumbo y el pulso de los días grandes. Morante estaba en el cartel; también Talavante y Manzanares. Pero la gran noticia es que Sevilla, definitivamente, se parecía a sí misma. Esa electricidad ambiental se trasladó a los tendidos. A los conatos de pelea y las dificultades para alcanzar los respectivos escaños se sumó la creciente parsimonia de los previos del espectáculo que demoró la salida del primero de la tarde casi un cuarto de hora.
El público había sacado a saludar a Morante sin que faltaran algunas protestas entre el público menos olvidadizo. Aún tenía que salir el toro para sentenciar el signo de un espectáculo en el que al final, como en botica, hubo de todo. El primero de la tarde, un castañito albardado que cantó sus pocas pilas desde que pisó el ruedo, permitió al diestro cigarrero esbozar un puñado de verónicas en el aire de los toreros de la Edad de Plata. Morante es un apasionado de la historia del toreo. Y se nota. Esa capacidad de estudio, asimilación y actualización de los viejos moldes es uno de sus mejores legados pero ese primero ya estaba pidiendo la cuenta después de pasar por los caballos y un segundo tercio de auténtico trámite.
Morante echó pelillos a la mar con su brindis a la parroquia. Pero tuvo pocos mimbres para armar el cesto. Apuntes entre las rayas; toreo de cintura y acompañamiento; intentos por la izquierda... no podía ser.
El cante definitivo llegó con el cuarto, al que cuajó un excelente quite que remató con una media sin época. Pero la corrida iba a vivir su cruz. Habían tocado a banderillas y el veterano Lili andaba enfrascado en un largo parlamento con Carretero para que le colocara el toro en el terreno de su elección. Cuando arrancó a cuartear ya estaba vendido. Le prendió por la entrepierna a la salida de un embroque no llego a serlo y le zarandeó como un trapo. Llevaba una fea cornada que, afortunadamente, no pasó a mayores.
Pero la función debía continuar y Morante tomó los trastos del oficio, dispuesto a dar lo mejor de sí mismo. El toro apenas se movió de los terrenos del 2. Hubo suavidad inicial en las formas del diestro cigarrero, que fue comprobando que el toro, exigente, podía prestar cierto fondo si se le hacían las cosas en tiempo y forma. Pero había que apostar; cruzarse en cada muletazo; jugar toda la partida en el terreno del animal sin perderle la cara para exprimir su esencia.
Así lo hizo Morante, que ofició un trasteo de denso contenido, belleza en las formas y brillantez en el planteamiento que tuvo la virtud primordial de ir a más. La faena de Morante, gota a gota, estaba calando en el público, que vibró de verdad con el preciosismo de los naturales y el enfado arrebatado materializado en molinetes, recortes y ayudados. El pasodoble eterno Suspiros de España –no podía ser otro– puso el mejor envoltorio sonoro a ese momento crepuscular que nos trasladó a la Sevilla recreada del Regionalismo. Pero el tiempo impuso su dictadura –¿verdad Ramón Serrera?– y ya había sonado un aviso mientras se perfilaba en la mismísima puerta de chiqueros.
La espada se encasquilló definitivamente. Sonó el segundo aviso y el descabelló no logró arreglar el desaguisado. El tercer recado obligó a Morante a retirarse al burladero de matadores mientras Lebrija, magistral, despenaba al bicho en la tronera del burladero sin que pudiera dar un paso o seguir a los bueyes. La mayoría del público sacó a Morante a saludar. Una vez más no iban a faltar algunas protestas. Con o sin avisos ya se le espera para su próxima cita.
Pero la larguísima tarde no iba a estar exenta de otros argumentos felices como la constatación del excelente momento profesional y artístico que atraviesa Talavante, que se echó la tarde a la espalda desde que salió a quitar con el capote a la espalda en el segundo de la tarde, que correspondía al más desdibujado Manzanares que se ha visto en Sevilla. Al sobrero que hizo tercero lo recibió con el sevillanísimo cartucho de pescao. La faena, siempre a más, sumó capacidad de improvisación, imaginación, sentido del ritmo, capacidad de colocación... Talavante está en vena y se le nota. Encuentra toro en todas partes y es capaz de ligar un pase de las flores a una excelente tanda diestra; una arrucina a otras diabluras hasta inventarse un toro que habría sido muy distinto en otras manos. Alargó la faena hasta convencerse que había apurado hasta la última posibilidad de lucimiento. La estocada certificó una oreja que tiene peso específico.
Esa ecuación de sitio y sentido de la escena se iba a mantener en su actuación con el ejemplar que cerraba la tarde, al que toreó mucho mejor de lo que merecían sus bruscas embestidas hasta meterlo en la canasta a base de exponer, de no aburrirse de mantenerse en la cara, de buscarle todas las vueltas posibles para hacerle ir por donde no quería sin abandonar su proverbial sentido de la improvisación. La espada escamoteó un nuevo trofeo.
Sólo quedaba Manzanares, que cubrió su peor tarde en la plaza de la Maestranza teniendo a favor el lote con mayores posibilidades. El alicantino se mostró siempre precavido, tirando líneas, sin decidirse a meterse de verdad con sus enemigos, en especial con un segundo de excelente humillación y fondo de clase al que habría cuajado de cabo a rabo en sus mejores tiempos. Tampoco pudo ser con el quinto, que acabó rajándose. ~