Daniel Barenboim**
Teatro de la Maestranza. 18 de agosto.. Programa: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791): Sinfonía nº 39 en mi bemol mayor, K. 543. Sinfonía nº 40 en sol menor, K. 550. Sinfonía nº 41 en do mayor, K. 551. Júpiter. Intérpretes: Orquesta West-Eastern Divan. Daniel Barenboim, director. La sala de conciertos como máximo símbolo del acto social. La tradicional cita estival de Daniel Barenboim y su West-Eastern Divan Orchestra en el Maestranza fue anoche, ante todo, un gran evento sociopolítico que evidenció que, cuando hay voluntad institucional y entradas para regalar, un coliseo como el sevillano puede hasta quedarse pequeño. Con el ex presidente Felipe González presente en el patio de butacas, Barenboim, tan parco en gestos directoriales como en detalles con la ciudad que acoge desde hace 14 años su Fundación pacifista, agradeció al final del concierto el hospedaje: «Esta no es una ciudad más para nosotros, porque la llevamos en el corazón». Pues bueno. De alguna forma, la idea de poner a tocar juntos a palestinos, israelíes y andaluces viene a ejemplificar bien eso tan hermoso teóricamente, como abstracto en la práctica, que los socialistas dieron en llamar Alianza de Civilizaciones.
La Orquesta del Diván ya no es una agrupación juvenil. Sus músicos han crecido y hoy ocupan notables puestos en orquestas mucho más relevantes que esta. Tiene un sonido que, sin ser propio, sí evidencia rasgos de claridad en la exposición instrumental, densidad centroeuropea en la cuerda y un fraseo elegante. Son excelentes músicos a las órdenes del director probablemente más sobrevalorado de la historia de la música.
Para Andalucía Barenboim tiende a reservar los programas más monocordes y conservadores de cuantos plantea anualmente. Suponemos que considera que aquí mejor no jugársela e ir a lo seguro. Así, anoche despachó tres sinfonías de Mozart, las tres más grandes, sí, una detrás de otra. Recientemente el director confesó en una entrevista al diario argentino Clarín que sentía que cuando dirigía una de estas obras, le faltaban las otras. Por eso ha juntado las tres, las 39, la 40 y la Júpiteraunque, a la postre, el tono que imprime a cada una de ellas es tan monocromo que cuesta distinguir qué quiere subrayar en realidad de cada una de ellas.
El ataque de la 39 fue lapidario, ceremonial, ¿eclesiástico? La fluidez mozartiana no la atisbamos; todo suena elegante, impostadamente dramático. Barenboim tiene un singular sentido de la belleza, y solo parece encontrarla ralentizando los tiempos, ahondando en los aspectos más severos y hondos de la partitura, aun cuando al hacer esto se acaba muchas veces desvirtuando el sentido original de la obra. Puede que Mozart sea uno de los compositores que peor le sientan a Barenboim, o puede que este, quizás, solo quiera hacer su música. «Suena a Wagner», escuché decir a alguien del público. Poco más que añadir a eso; una crítica sabia.
En la 40 y en la 41 más de lo anterior. La Orquesta del Diván arrastraba a Mozart de forma excelsa, como quien paladeara un delicioso pastel de merengue. Bravo por esos músicos entregados. Es una suerte que los sevillanos puedan contemplar cada año a un director de la talla de Barenboim, alguien que pasará a la historia de la música. Su compromiso político merece tal consideración.