Andrei Rublev

Andrei Rublev es la película de Tarkovski en la que nos adentramos en el viaje del artista, en la búsqueda de eso que solo unos pocos pueden alcanzar. Símbolos, violencia, espiritualidad, poder y cine de gran calidad.

15 ene 2016 / 13:26 h - Actualizado: 25 ene 2016 / 11:26 h.
"Cine - Aladar","Andréi Tarkovski"
  • Imagen de Andrei Rublev. / El Correo
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    Imagen de Andrei Rublev. / El Correo
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    Imagen de Andrei Rublev. / El Correo

¿Qué compromiso adquiere un artista con el resto de las personas, con él mismo o con el propio arte? ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Qué relación tiene el arte con el poder? ¿Es el arte un sueño que pueda el hombre realizar? Estas son algunas de las cuestiones que plantea Andrei Tarkovski en su segunda película, Andrei Rublev, rodada en blanco y negro (salvo los últimos planos detalle que se centran en la obra del artista) y dividida en prólogo, ocho episodios y epílogo.

Tarkovski deja claras sus intenciones; intenciones que serían un continuo en toda su cinematografía. Ya estaba casi todo apuntado en La infancia de Iván aunque en Andrei Rublev su poética, su mirada, sus obsesiones, sus fantasmas, lo imprescindible, estallan y quedan estampadas en cada escena.

Esta vez, el director, indaga en el papel que tiene el arte ubicado en el mundo que vivimos, en el papel del artista como artífice y en sus relaciones con el entorno; en lo que representa el poder civil y religioso para el creador; en la lucha interna que vive alguien que trata de elevarse creando obras de arte. Por supuesto, la película avanza sobre la venganza, la traición, la duda, la guerra, la envidia, los clérigos, los príncipes; sobre todo lo que marcaba un momento histórico turbio, difícil, oculto bajo el manto de un dios guerrero y vengativo con corresponsales que se tomaban las cosas muy en serio. Muchos vehículos sobre los que marchar hacia un único tema: el arte y el artista.

Andrei Rublev comienza con un prólogo estupendo y extraño que sirve para anunciar al espectador lo que se va a encontrar más adelante. Un hombre se eleva un su globo aerostático (casero, inseguro, condenado de antemano al fracaso), para caer poco después. El hombre ha podido mirar desde las alturas un mundo violento, un mundo contrario a lo que hace y que trata de evitar su hazaña. Cae y pierde la vida (tal vez, el precio que toca pagar si alguien quiere ser artista). Cuando el hombre cae, Tarkovski nos muestra un caballo que, también, ha caído y trata de levantarse. El caballo suele estar vinculado con la razón. Lo que fue un sueño cumplido (la cámara subjetiva de ese personaje nos ha enseñado lo que ve y deja entrever las sensaciones del tripulante) se convierte en razón arrastrada, inválida una vez que esa mirada desaparece para siempre. Razón y espíritu. Sin una cosa no funciona la otra. El hombre es sus sueños, los sueños son sólo del hombre. Son la misma cosa.

A partir de aquí, asistimos al viaje de Rublev; un viaje que consiste en la vida entera. Pero no siempre veremos el universo desde su punto de vista. Tarkovski lo llega a dejar fuera del relato o como mero observador (por ejemplo, en el capítulo de la fundición de la campana). Los personajes de Tarkovski se dibujan, siempre, desde el entorno y su relación con ellos; nunca desde sí mismos. Rublev deja el monasterio para encontrarse con la crueldad, con la injusticia, con el dolor, con un poder opresivo y fuera de control, con la imposibilidad de entender por parte de los hombres y mujeres puesto que les falta el arte y lo que tienen a su alcance está creado desde el miedo a Dios y el odio a otras personas. El relato es fascinante y cada episodio se adentra en un aspecto distinto. Es verdad que el de la fundición de la campana es especialmente impresionante, pero el resto se encuentran a un nivel altísimo. Es, también, especialmente atractiva la evolución que sufre el personaje con respecto a su fe en Dios. Perdida esa fe, el personaje la pierde en sí mismo. Y esa evolución marcha a contracorriente del reconocimiento del artista por parte de los demás.

La película está salpicada de detalles y guiños. Los hombres que luchan en el barro (episodio del juglar) recuerdan mucho al cuadro de Goya Muerte a garrotazos; la ambigüedad propia del cine de Tarkovski aparece con escenas en las que no sabemos si el personaje que vemos es un hombre vivo o un fantasma, si el personaje hace una cosa o sólo la desea (Rublev en la fiesta de campesinos). Todo es símbolo, todo es interpretable. Pero, sobre todo, cada escena de la película se disfruta al cien por cien. Tan sólo hay que mirar con atención la forma de presentar la pasión de Cristo en un paisaje nevado para saber que el cine Tarkovski está más allá (mucho más) del cine comercial. Esa tierra que parece sangrar es impagable.

La puesta en escena en general y los escenarios en particular, son portentosos (el director artístico fue Yevgeni Chernyayev), el vestuario un espectáculo de detalles, la peluquería y el maquillaje fantásticos. Con todo ello se logra recrear un momento histórico como pocas veces se ha logrado. Por otra parte, los actores y actrices están perfectamente dirigidos y logran entre todos una altura interpretativa fascinante.

Miren la pantalla con atención; intenten disfrutar y dejar que las imágenes, los sonidos y toda la simbología hagan su trabajo.