Audrey

Si una actriz ha enamorado a miles de hombres de todo el mundo, esa ha sido, sin duda, Audrey Hepburn. Elegante, bellísima, de buen carácter, nunca quiso subirse al pedestal de la sofisticación. Al contrario, dedicó buena parte de sus últimos años a trabajar buscando mejorar la calidad de vida de los niños del mundo colaborando con Unicef. Directores de cine, diseñadores, espectadores... todos cayeron a sus pies sin remedio

21 dic 2015 / 19:32 h - Actualizado: 21 dic 2015 / 19:34 h.
"Cine - Aladar"
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En pleno auge de la moda pin-up y de mujeres despampanantes luciendo escotados vestidos, una princesa díscola decidió bajarse de los tacones, calzarse unas bailarinas y salir a dar una vuelta en Vespa por Roma. Mientras Marilyn cantaba que los diamantes son los mejores amigos de las chicas, había una que desayunaba un croissant frente al escaparate de Tiffany´s. Audrey no era rubia, no era demasiado alta, no era una mujer con curvas, más bien todo lo contrario; llamaba la atención por su aspecto frágil. De familia relativamente acomodada, nació en Bélgica, aunque se crió entre Holanda e Inglaterra. Estudió baile e iba camino de ser una gran bailarina, pero, como consecuencia de las hambrunas de la Segunda Guerra Mundial en Europa, su físico quedó mermado y, pronto, supo que nunca podría llegar a ser primera bailarina, así que encauzó su carrera hacia la actuación. Jamás abandonó su pasión por la danza, quizá por eso tenía ese porte y esa forma ligera de moverse.

Tras varias películas en Europa, se dio a conocer con Vacaciones en Roma. Este papel estaba pensado para la ya consagrada Liz Taylor, pero William Wyler, el director, contrató a Audrey tras una prueba de cámara en la que ella ni siquiera sabía que la estaban grabando. El equipo se rindió ante ella, apenas conocida entonces, pero totalmente encantadora, divertida y con un curioso toque de introversión. Audrey consiguió ganar el Óscar a la mejor actriz a la vez que nacía un nuevo mito. Nada tenía que ver con las actrices de Hollywood del momento; Audrey era sencilla, pero exhalaba elegancia, algo innato en ella como el respirar.

Audrey gustaba tanto que consiguió para ella varios papeles protagonistas que en un principio estaban pensados para otras actrices, como en My fair Lady, que hubiera sido para Julie Andrews, o en Desayuno con diamantes, papel que rechazó Marilyn Monroe porque se quería alejar de la imagen de chica alocada y que ahora no comprenderíamos en la piel de otra que no fuera Audrey.

Nunca quiso ser icono de moda, esa condición le daba pudor y vergüenza. A pesar de ello, no pudo evitar pasar a la historia como referente de estilo y elegancia. Aún hoy, más de veinte años después de su muerte, es uno de los estilos más imitados y envidiados. Quizá se adelantó 50 años en lo que moda se refiere. O quizá fue la creadora de un estilo atemporal, cómodo y favorecedor.

Al contrario que las grandes divas de su época, para Audrey se cumplía el precepto menos es más; nunca se le vio hacer ostentación ni de joyas, ni de vestuario; ni, incluso, de maquillaje. Sus complementos más conocidos serían unas sencillas perlas, que le gustaba lucir en un par de vueltas en el cuello o en la muñeca, y las enormes gafas negras de sol, a las que pondrían su nombre. Por lo demás, usaba colores neutros, camel, blanco y negro, que solía combinar entre ellos. Famosos fueron también sus looks con pantalones pitillo capri, blusas con cuello barco o jerseys cisne y bufandas o pañuelos anudados al cuello. Le encantaban los vestidos de corte recto, los trajes de chaqueta, especialmente los de pantalón, las gabardinas y todo tipo de accesorios para llevar en la cabeza.

Muchas mujeres, tanto de entonces como de hoy, han intentado parecerse a ella. Y no sólo ha sido imitada en la ropa, sino también en sus peinados e incluso en la forma de sus cejas. Pero si existe una prenda mítica en el vestuario de Audrey, ese es el vestido negro sin mangas. Sin duda la imagen que todos tenemos de ella es con su vestido negro de largo hasta la rodilla, ajustado pero no ceñido, el auténtico petite robe noir, que diría Coco Chanel, que Audrey sola supo elevar a la categoría de elegancia e icono. Qué mujer no tiene hoy en día en su fondo de armario un par de vestidos negros.

En nuestra retina está grabada la imagen de otro vestido negro, el que lució como nadie en Desayuno con diamantes, diseñado por el genial Givenchy y quizá la prenda más conocida del cine mundial. Incluso Warhol retrató a la actriz en una de sus series con el vestido y el cigarro con boquilla en la mano, hablamos del pop más elegante e icónico del siglo XX. El vestido es una obra de arte, maravilloso, seguramente porque conserva lo mejor de Audrey, y se puede ver en la colección permanente del Museo del Traje de Madrid. Y es que no se puede hablar del uno sin el otro; Audrey y Givenchy formarían un tándem muy bien avenido del que los dos salieron muy beneficiados. Aunque dicen que no todo empezó igual de bien: la primera vez que Audrey visitó el atelier de Givenchy fue para la prueba de vestuario de la película Sabrina, pero el diseñador pensó que quien iba a verle era otra Hepburn, Katharine, así que, decepcionado, rechazó vestirla. Después de pensarlo mejor, accedió y Audrey no sólo se llevó toda la colección para la película, sino que entre ellos se fraguó una gran amistad que duraría toda la vida. Ella se convirtió en la musa del diseñador, la vestía tanto dentro como fuera de los sets de rodaje. Audrey decía de Givenchy que sus vestidos eran protecciones contra el mal. Y él... él llegó a crear un perfume para ella, L´Interdit.

Audrey siempre desprendió ese halo de glamour acompañado por su sencillez y naturalidad, un estilo propio completamente chic. Quizá parte de su secreto se guardaba en su personalidad. Nunca se olvidó de dónde vino, incluso cuando ya era una estrella siempre reconoció su pasado de penurias durante la Segunda Guerra Mundial. Nunca fue una diva, aunque razones no le hubieran faltado para serlo, y hablaba sin tapujos de sus inicios como corista en un teatro de Londres. Todo esto hacía de ella una persona encantadoramente normal, accesible, podría ser la amiga de cualquiera, vivía su intimidad sin grandes escándalos, era discreta.

Se fue apartando de la vida pública poco a poco, espaciando sus películas, para dedicarse por completo a labores humanitarias con Unicef, porque jamás olvidó lo que es vivir en una situación extrema. Tenía una personalidad arrebatadora según cuentan los que la conocieron, y esa es una característica indispensable para ser una persona elegante, no la belleza física, porque, según sus propias palabras «la elegancia es la única belleza que no se desvanece».