{Tres Oscar obtuvo la primera parte de El Padrino, seis la segunda y ninguno la tercera. Este dato puede resultar significativo de la clase de reacción que provocó esta especie de tour de force que fue El Padrino III (1990). Evidentemente, a Coppola no le salió como esperaba, al menos en lo que a respaldo de la crítica se refiere. Sin embargo, yo me declaro una admiradora de esta película; solamente por la dramática escena de la escalera del teatro de Palermo vale la pena esperar los minutos que hagan falta.
Nunca un silencio en el cine –en realidad, un auténtico vacío–, nunca el dolor por una muerte de un ser querido se filmó de una forma tan desgarradora como lo hace Coppola en esos escasos segundos. Al Pacino en la piel de un Michael Corleone maduro, a vueltas con la vida y cargando con la culpa de su propia existencia, estalla en un llanto mudo que sólo un actor como él, y un director como Coppola, podían convertir en un instante mítico.
Pero, desgraciadamente, El Padrino III no es sólo esta escena final. Mucha culpa de las terribles críticas sufridas por esta película la tuvo la actuación, cuando menos deprimente, de Sofía Coppola, la hija del director. Realmente, la mayoría de las discrepancias se han centrado en ello. Es cierto que desde el primer minuto uno lamenta profundamente la presencia de una insulsa actriz en un papel que podía haber estado tan lleno de fuerza. Pero tampoco es que su partenaire en el filme, un joven Andy García en el rol del temperamental Vincent, estuviera mucho mejor. La relación amorosa que establecen no despierta ninguna empatía por parte del público, y ello nos lleva a inhibirnos de un elemento vital en este guión. También se echa de menos la genial presencia de Robert Duvall, sustituido por un hijo sacerdote que en ningún momento nos recuerda al maravilloso personaje interpretado por su padre en la ficción y por un George Hamilton en el papel de abogado que resulta, como mucho, neutral.
Estos desatinos en la elección de actores no pueden hacernos olvidar que algunos de los intérpretes de esta tercera secuela estuvieron realmente sublimes. Es el caso, por encima de todos, de Diane Keaton. Se trata del regreso de la esposa pródiga, cuyos gestos denotan la tensión de quien ha sufrido a causa de saberse madre de los hijos de un asesino despiadado, pero que aún mantiene el recuerdo del enamoramiento del hombre honesto que una vez fue Michael Corleone. En las escenas interpretadas junto a Al Pacino es donde la película se hace realmente excepcional. La vuelta a Sicilia es la vuelta a los orígenes, son las preguntas sobre la primera esposa muerta, es el intento infructuoso de recuperar el tiempo perdido. En ninguna de las otras dos películas que forman parte de esta trilogía se logra un dramatismo introspectivo tan perfecto. Michael casi vuelve a ser humano, a pesar de todo. «We do have a bad history but I’m still here», dice Keaton. Y si esta escena hubiera sido el final de la película y con ello el de la saga, la crítica lo hubiera contado de otra manera.
En el fondo, Coppola lo que intenta es cerrar el círculo que abrió con El Padrino I. Don Vito termina muriendo en un jardín mientras juega despreocupado, casi infantil, con su nieto. Pero a diferencia del personaje interpretado por Marlon Brando, donde existía cierta nobleza en el comportamiento, en las acciones que nacen de la venganza por el asesinato de los seres queridos y en la defensa de quien alguna vez le tendió la mano, Michael Corleone muere en un jardín de aspecto muy parecido, pero completamente solo, abandonado. Don Vito no parece sentir el peso de la culpa en sus últimos instantes. Michael parece esperar la muerte como si fuera el único camino para acabar con tanto dolor y tanto remordimiento. La muerte de don Vito está también ahí, pero es un recuerdo borroso, porque el sentido, y he aquí el acierto, es completamente distinto.
Hay otras cosas que podríamos echar de menos en esta película. Una de ellas, la música de Nino Rota cuya inolvidable melodía no acompaña esta vez a los personajes; ni siquiera las notas de la Cavalleria Rusticana pueden hacernos olvidar. Por todo ello, y porque esta vez, más que nunca las comparaciones son odiosas, ver la tercera parte de El Padrino puede resultar decepcionante como ejercicio formal. Los tiempos retratados juegan también en contra de la trama, porque el halo cinematográfico que otorgaban los años en los que transcurren la vida de Don Vito o de Michael como nuevo padrino, nada tienen que ver con los ochenta en los que se desarrolla esta última parte. Y ya no es solo la complicada relación de los grupos mafiosos, es la familia la que toma el protagonismo.
El Padrino III fue para Coppola un reto personal. Cerrar el círculo de la familia Corleone, veinte años después de que Michael se hiciera cargo de ella, mezclar la tradicional lucha de bandas mafiosas con la reconciliación familiar, dejar fuera a Nino Rota y salir airoso del trance, era demasiado pedir, incluso para él. Pero sigo creyendo que El Padrino III es, en cualquier caso, con sus luces y sus sombras, el epílogo más perfecto de esta, más que mítica, mística saga.