El 5 de enero de 1952 el Theatre de Babylone de París acogió el estreno de Esperando a Godot, obra del dramaturgo, novelista, crítico y poeta irlandés Samuel Beckett. Un montaje que, para bien o para mal, no dejó a nadie indiferente. Por poner varios ejemplos, hubo espectadores que se quedaron dormidos en el primer acto, otros abuchearon al elenco, y unos pocos llegaron a insultar al director y a los productores antes de finalizar la función. Pese a todo, los críticos fueron bastante generosos, y la controvertida propuesta pronto se convirtió en todo un acontecimiento en la capital del Sena. Tres años más tarde, la obra de Beckett —quien la alumbró con casi cincuenta años— dio el salto a Londres, donde la mitad del público abandonó el recinto en el intermedio; y pese a que la crítica no le dio la espalda unánimemente, fue menos favorable que la francesa. Sin ir más lejos, un articulista británico señaló que el dramaturgo «debía dejar de tomar del pelo al público y escribir obras de verdad», y otro que la pieza era «otra de esas obras que intenta darle importancia a la superficialidad a través de la oscuridad». No obstante, también se escribieron alabanzas hacia Esperando a Godot; como aquella en la que un periodista admitía «que las reglas que habían gobernado el drama hasta entonces no eran lo suficientemente elásticas». Con el paso del tiempo, los aspectos positivos se elevaron sobre los negativos, el texto mutó en clásico, y Samuel Beckett se convirtió en uno de los autores más importantes del siglo XX y de la historia del teatro.

Hacia una ruptura de la lógica

¿Y qué cuenta exactamente Esperando a Godot? No es fácil responder a esta pregunta, ya que la obra no cuenta con la clásica estructura de presentación, nudo y desenlace. De hecho, pese a incluir a cinco personajes, no sucede nada especial, más allá de su discurso ingenioso, inconexo y aparentemente absurdo. Su primer acto nos presenta a Vladimir y Estragón, dos vagabundos en la línea del Gordo y el Flaco o los Hermanos Marx, que se hallan en la encrucijada de un camino, manteniendo una charla intrascendente mientras esperan a Godot. Al rato surge otra extraña pareja, Pozzo y Lucky, amo y criado, que se suman a la conversación. Por último, un quinto personaje interviene en la escena para decirles que aquel a quien esperan no llegará ese día, sino en la jornada siguiente. ¿Y qué ocurre al final de la obra? Eso es decisión del espectador, pues una de las características del teatro minimalista es dejar la puerta abierta a las múltiples interpretaciones. O lo que es lo mismo, a diferencia de la escena convencional, el Teatro del Absurdo —que es contrario a la lógica o la razón, según la RAE— rompe la lógica dramática haciendo desaparecer la coherencia en el diálogo, lo que da pie a situaciones cómicas que, paradójicamente, beben de la tragedia.

Una extraordinaria propuesta

Precedida de un gran éxito de crítica y público, la versión de Pentación de Esperando a Godot, que acaba de desembarcar en el Teatro Lope de Vega de Sevilla, cuenta con muchos puntos a su favor. Y ello al margen de su concepción dramatúrgica, que ya de por sí es excelente. Estos son un elenco atractivo, un director con recorrido y una producción más que notable; lo que permite adentrarse, con absoluta garantía, en el imaginario beckettiano. En el caso de los primeros, baste decir que Pepe Viyuela y Alberto Jiménez son las dos caras de una misma moneda; aquella que utiliza el humor como agradecido vehículo para enganchar al público. No hace falta presentarlos. Más allá de la dimensión gestual que aportan a Vladimir y Estragón —el juego no verbal es lo más sobresaliente de su trabajo—, consiguen que nos identifiquemos con el dilema de sus personajes, tanto en la forma como en el fondo. No les van a la zaga Fernando Albizu (como el amo Pozzo) y Juan Díaz (interpretando a Lucky, su criado). Ambos se incorporan a la fiesta con profesionalidad y rigor, aportando matices propios y ajenos, y componiendo un retrato deliciosamente ilógico y visceralmente humano —el aplauso a Díaz al finalizar su monólogo es la prueba de lo que decimos—. Jesús Lavi completa el reparto en el rol del Muchacho, y pese a no disponer de tantos minutos como sus compañeros, cumple de sobra como mensajero. Al frente de esta extraordinaria propuesta se halla el Premio de la Crítica Antonio Simón, formado en el Institut del Teatre de Barcelona y con una amplia experiencia el tema. Entre sus muchas aportaciones destaca la libertad concedida al reparto para dar lo mejor de sí mismos, el dominio de la pausa y el ritmo, y el refuerzo de la comicidad como guiño al público. En el apartado de producción —bien coordinada por un tótem como Jesús Cimarro—, hemos de subrayar la magnífica escenografía de Paco Azorín —el cruce de vías y el árbol son pura poesía metafísica—, y la iluminación medida, elegante y onírica de Pedro Yagüe. También es meritorio el trabajo de Ana Llena, cuyo diseño de vestuario nos hace volar hasta las primeras décadas del siglo XX, y el espacio sonoro de Lucas Ariel Vallejos, básico pero atinado, y en línea con el conjunto. Únicamente, si tuviésemos que ponerle un pero al montaje, este sería su duración, superior a las dos horas. Máxime al tratarse de un texto complejo que, en ciertas fases del montaje, produce distanciamiento con el público. Pero, aún siendo una función larga y poco convencional, merece la pena acercarse y disfrutarla sin prejuicios.