Leer Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2004) con diecisiete años supone un antes y un después en la visión que un adolescente pueda tener sobre la literatura de vampiros. Leer la novela del sueco John Ajvide Lindqvist con más edad, resulta ser una experiencia interesante, tal vez un poco inquietante. Como toda historia de vampiros que se precie, estos se alimentan de sangre. Y también les daña la luz del sol. Pero hasta ahí los convencionalismos, o los rasgos propios del imaginario colectivo sobre estos seres. Porque en esta historia todo lo demás es un mundo nuevo. Tan nuevo, que parece el nuestro. Y eso es algo logrado de manera sobresaliente en su adaptación para la gran pantalla.
No fue una película rodada para reventar taquillas, ni para cosechar una infinidad de galardones. Aunque alguno se llevó y, aplausos, también. Pocas ideas pueden abrir un debate tal: ¿estamos ante una historia de amor, o ante una historia de horror? No han sido pocos los que se han enzarzado en una pelea dialéctica defendiendo lo uno o lo otro. Así que para no descontentar a nadie, lo más sensato será decir que Déjame entrar es una historia de amor y horror. Entre dos niños.
Oskar tiene doce años, es un chico retraído y solitario. Vive solo con su madre en un barrio donde la vida parece ser una cosa sin demasiada importancia. Sufre acoso escolar, que acepta en silencio. Aunque cuando nadie lo mira, se recrea en las venganzas que cometería contra aquellos que lo maltratan. Eso cambia, ya que una tarde una niña lo descubre en una de sus turbias ensoñaciones. Ella es Eli, la nueva vecina. Acaba de mudarse con su padre, o con un hombre que al menos parece tratar de cumplir ese rol.
Entre los dos niños surge una relación de amistad donde Oskar se ve atrapado por la seguridad que su nueva amiga le transmite. Sin embargo, Eli hace cosas raras. Aparece por las noches en el marco de su ventana, pidiéndole permiso para entrar y dormir junto a él. Al mismo tiempo, algunos sucesos escabrosos comienzan a plagar la tranquila zona.
Déjame entrar habla del acoso escolar, de la dependencia, de las relaciones de amistad y amor a través de una mirada infantil. Y lo hace convirtiendo a uno de los dos protagonistas en vampiro. Pero apenas importa si Eli tiene colmillos, si puede volar o no, si sus costumbres son radicalmente diferentes a las de los seres humanos. Importa el vínculo que une a los dos niños, los dos marginados por diferentes motivos. Cómo uno da al otro algo que no tenía, algo que todo niño necesita para seguir adelante.
Por supuesto, en una película donde el maltrato es un hecho recurrente y la necesidad de alimentarse de sangre humana es otro, las cosas no pueden lucir de una manera romántica y sutil. No obstante, no se trata de una película estrictamente de género. La sangre o los sustos no forman parte del menú principal (aunque puede que sí del segundo plato...). Quizá lo más terrorífico sea el ambiente construido para retratar el barrio donde los niños viven, la comunidad, el colegio... Todo aquello que conforma a una sociedad, cosas que podemos reconocer y ante las que a veces sentimos la necesidad de torcer la cabeza, de mirar hacia otro lado.
Envuelta en una maravillosa banda sonora, Déjame entrar cuenta mucho con poco. Consigue que queramos a un niño tan cerrado en sí mismo como Oskar, o a una niña tan peligrosa como Eli. Consigue que los queramos a los dos, juntos. Y el mérito está en la relación que se afianza entre ambos personajes, en cómo se arropan el uno al otro en mitad de un mundo que parece rechazarlos. A través de esa edad donde la inocencia es todavía protagonista principal, la justicia puede contemplarse de una manera distinta a la adulta. La venganza, la reafirmación, son conceptos que sí alcanzan un clímax terrorífico en la película, aunque el director en realidad no esté extralimitándose a la hora de aprovechar los recursos del género de terror.
Con respecto a la novela, algunas cosas se quedan en el tintero. Hay una particularmente curiosa, que aparece muy sutilmente reflejada en la película, pero ante la que el espectador que no haya leído anteriormente el libro no sacará ninguna conclusión. En la historia original, Eli era (o había sido en algún momento de su vida) un niño, castrado cientos de años atrás. Porque, claro, la edad de los vampiros no transcurre igual que la de los humanos. En la adaptación al cine esta idea no se abandona, puesto que en dos momentos determinados de la película Eli le dice a Oskar que ella no es una niña (ante lo que el público puede pensar que está haciendo referencia a que es un vampiro). Y, hacia el tramo final, existe una escena en la que Oskar ve a hurtadillas a Eli cambiándose de ropa, y echando una fugaz visual a sus partes íntimas. La imagen es tan rápida que lo que parece verse es una incisión extraña, pero insuficiente para que cualquiera saque alguna conclusión acertada.
En todo caso, estamos ante una historia de vampiros donde lo que importa no es esto, sino el amor que un ser especial comparte con un ser humano, también especial. Con un niño. Y contar tan bien algo así en un tono lúgubre pero intenso, es digno de que el espectador se deje absorber la sangre.