Los que seguís estos artículos sobre mitologías ya os habéis hecho una idea sobre el comportamiento sentimental y sexual de buena parte de sus protagonistas. Especialmente los dioses olímpicos se dejan arrastrar y arrastran a los (y las) pobres mortales en sus aventuras que son muchas y de lo más variadas. Zeus no duda en convertirse en lo que haga falta con tal de enredar a la muchacha mitológica de turno y engendrar hijos a diestro y siniestro. Curiosamente el dios que, a priori debería haber llevado una vida sexual más excesiva es el que nos brinda una historia de fidelidad inasumible para cualquier ser olímpico que se precie de serlo. Os hablo de Dionisio.

Dionisio era hijo de Zeus y la mortal Sémele, nieto de Harmonía y bisnieto de Afrodita. Con ciertos antecedentes es normal que este dios (conocido como Baco por los romanos) se convirtiera en el más proclive a los excesos, el liberador de las inhibiciones. En sus acciones se servía de las drogas, el vino o inducía a la locura. La historia de Dionisio es complicada antes incluso de nacer. Zeus había seducido a Sémele que estaba embarazada. Hera... martirizada como siempre (una lástima que no existiese el divorcio olímpico porque se habría evitado muchos disgustos), se apareció ante Sémele, haciéndose pasar por una viejecita (como la bruja mala de Blancanieves) y la hizo dudar de la condición de Zeus. Sémele pidió a su amante que se revelara con toda su gloria y aunque él se resistió, termino cediendo. El despliegue de rayos, truenos y vientos provocó la muerte de la pobre Sémele carbonizada. Sin embargo el más grande de los dioses olímpicos rescató el feto de su hijo se lo injertó en el muslo de su pierna hasta que terminó de formarse. Cuando estuvo a punto lo extrajo y se lo entregó a Hermes, que a su vez lo puso al cuidado de la tía del niño (por parte materna) a la que ordenó que lo criaran como si fuera una niña, a fin de ocultar su existencia a Hera el tiempo que fuera posible. Sin embargo, Dionisio ejerció un poder maléfico sobre su tía y los que la rodeaban y terminó por enloquecer a media familia. Antes de que el asunto fuera a mayores, Hermes decidió recuperarlo y entregárselo a las Ninfas del bosque que lo dejaron hacer a su antojo. El dos veces nacido (eso significa Dionisio en griego) provocaba pasiones desbocadas.

No deja de tener gracia que la diosa más racional del olimpo fuera Afrodita y naciese de la cabeza de su padre, y el más desenfrenado y sexual naciese de la pierna del mismo. También es interesante saber que mientras que el culto a Atenea era eminentemente masculino, el de Dionisio tenía un gran número de seguidoras femeninas.

Dionisio exige a sus adoradores estar fuera de sí. No es un dios que cure, ni consuela, ni da riqueza, sólo promete una vida absolutamente extraordinaria. Es el dios con mayor capacidad de seducción de todo el Olimpo, es de la entrega y el abandono; de la pasión adictiva y del odio absoluto. Fascinante y atractivo para cualquiera que quiera acercarse a él. Tenía seguidores entre los centauros y los faunos. También los humanos lo adoraban, especialmente conocidas eran las ménades y las bacantes. Las primeras eran las ninfas que se encargaron de criarlo y que terminaron por convertirse en sus seguidoras fieles (y completamente enajenadas). Las bacantes eran mujeres que habían perdido la razón bajo la influencia de Dionisio y recorrían el mundo con él. No era posible adorarlo de forma constante a menos que quisieras enloquecer permanentemente y perder todo lo que tuvieras. Dionisio alejaba la parte racional de los humanos, necesitaba ser domesticado y amado de verdad de una forma que lo hiciera sentir pleno.

Es aquí donde entra Ariadna, hija de Minos y Pasifae, hermanastra del Minotauro, al que ayudó a matar. Ella se había enamorado de Teseo, hijo del rey de Atenas. Con este enamoramiento no tuvo nada que ver Dionisio, sino más bien Afrodita. Cuando supo que el muchacho iba a ser ofrecido como tributo a su bestial hermanastro (como en los Juegos del Hambre) no lo dudó, entregó al héroe un ovillo de lana que le ayudase a salir del laberinto una vez que hubiera terminado con la vida del Minotauro. Teseo ató el ovillo al inicio del laberinto se adentró en él y cumplió su misión: los tributos atenienses ofrecidos a Creta habían sido salvados. Ariadna lo esperaba a la salida. Los atenienses y la hermosa Ariadna se embarcaron en el barco que los había llevado a la isla y se dirigieron a su tierra, pero antes agujerearon todos los barcos cretenses para evitar que los siguieran. También lograron evitar al gigante Talos (una especie de Mazinger Z que había inventado Dédalo para que custodiase las fronteras de Creta). Parecía que el amor era pleno entre ellos y Ariadna no se arrepentía de su traición, Teseo la cuidaba y hacía sentir bien y así fue hasta que llegaron a Naxos y bajaron a buscar agua y provisiones. Allí Ariadna quedó dormida y Teseo la abandonó. Algunas leyendas dicen que ese abandono se produjo por orden divina; otros que porque Teseo en realidad estaba enamorado de otra mujer; también hay quien dice que se olvidó o que lo tacha de inconstante; incluso hay quien dice que el propio Dionisio provocó la situación.

Cuanto la cretense despertó sólo pudo ver cómo el barco partía y el corazón se le quedaba deshecho. No comprendía como podía sucederle eso ella que lo había dado todo, que se había entregado de esa manera. Ella que además estaba embarazada de Teseo. Permaneció en la playa un día tras otro, sintiendo la soledad, la nada, el abandono y sólo el sueño la salvaba. Fue uno de esos días cuando Dionisio llegó con su séquito (enloquecido) a la isla y se enamoró como no lo había hecho nunca. La observó mientras dormía y supo que no era él el objeto de sus sueños, que no lo amaba como hacían los demás, que no sentía esa necesidad de entregarse a él. Se tumbó a su lado y la beso, la besó varias veces con delicadeza, quería ser lo primero que Ariadna viese al despertar, quería sentir que lo amaba, pero la mujer no despertó. Dionisio se acomodó a su lado, en la playa, observando, durmiendo, sintiendo su calor, sin más. Pasó la noche y con la luz del alba la chica despertó, pero no estaba prendada de él. No se parecía a ninguna otra persona que hubiera conocido antes. Lo miró con serenidad y le habló de tú a tú, con afecto. Esa relación fue madurando hasta que Ariadna comprendió que lo amaba y él se sintió colmado, sabiendo que por fin una persona no perdía la cabeza por el mero influjo de su presencia, sino porque le gustaba como era. Dionisio continuó siendo salvaje, imprevisible, pero había una roca firme a la que se aferraba con fuerza: el amor de Ariadna.

Se fueron juntos de Naxos y la hizo su mujer, tuvieron varios hijos y él le fue fiel (todo lo fiel que puede ser un dios olímpico). Lo fue porque era la única que lo hacía feliz de pies a cabeza, porque no veía un dios, porque no enloquecía en su presencia, lo fue porque ella no tenía necesidad de él, sólo un amor incombustible y asentado. Dionisio regaló a su esposa una diadema obra Hefesto y después la colocó entre las estrellas. Hoy la conocemos como Corona Boreal. Logró que la mortal dejara de serlo y que olvidase al ingrato e inconstante Teseo a su lado. Lo que no debía ser muy complicado ya que Dionisio era un dios extremadamente atractivo.

El dios que exige locura en su entrega, se sumergió en una historia de amor entregado, sereno, sin excesos porque a todos nos sucede lo mismo: necesitamos amor y no adoración para transitar en nuestras vidas. Necesitamos un tipo de entrega que no subordine al ser amado a nuestra belleza, dinero o encanto. Necesitamos alguien que nos mire a los ojos con honestidad, sinceridad y un cariño infinito pero no que se subyugue a nuestros caprichos o encanto.