El amor, Puccini y Robert Wilson

‘Turandot’ es la última ópera de Puccini y quedó sin terminar. La muerte llegó antes que el posible éxito. El compositor quiso hacer una cosa distinta a la que había realizado hasta ese momento. Aunque Puccini es Puccini y, además, se quiso dejar algún pelo en la gatera. El personaje Liù interpretado por una excelente Miren Urbieta-Vega, es el ejemplo

20 dic 2018 / 09:13 h - Actualizado: 20 dic 2018 / 09:26 h.
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  • La propuesta de Robert Wilson, director de escena de esta producción de ‘Turandot’, es valiente aunque arriesgada. No gustaría a todo tipo de espectador. / Fotografía de Javier del Real
    La propuesta de Robert Wilson, director de escena de esta producción de ‘Turandot’, es valiente aunque arriesgada. No gustaría a todo tipo de espectador. / Fotografía de Javier del Real

Al acabar la función, comentaba con un excelente amigo cómo los programas antiguos del Teatro Real de Madrid o del Gran Teatre delLiceu de Barcelona o del Teatro de la Maestranza de Sevilla, por ejemplo, se componían de distinta forma a la actual. Antes, al principio, con un tipo de letra más grande, aparecían los cantantes y los músicos; a continuación, en un tipo de letra más discreta, director de escena y poco más. Algunos de los que aparecen, hoy, con protagonismo, antes, ni estaban. Y esto, aunque parezca una cuestión más estética que otra cosa, lo que marca es una enorme diferencia entre lo que siempre fue la ópera y la senda que transita en la actualidad. ¿Cuándo la ópera dejó de ser un espectáculo en el que los cantantes y la música eran claros e indiscutibles protagonistas?

El amor, Puccini y Robert Wilson
Todo tipo de amor se repasa en el libreto de ‘Turandot’. / Fotografía de Javier del Real

Turandot, todo hay que decirlo, es una ópera que no acepta mal que le despojen de el artefacto estilístico que se impuso sobre el escenario desde que se estrenó el año 1926. Porque Turandot es, además de la última ópera de Giacomo Puccini, una meta a la que se quería llegar durante esos años en los que las vanguardias y una forma de entender el universo, alejada a marchas forzadas del realismo, se imponía. La propuesta del director de escena, Robert Wilson, es muy parecida a la que hace siempre en sus trabajos. Los cantantes se mueven lo justo y expresan como pueden lo que con una mayor libertad de movimientos conseguirían con facilidad. Excepto el trío formado por Ping, Pang y Pong (Joan Martín Royo, excelente como actor y a un nivel vocal muy alto; Vicenç Esteve y Juan Antonio Sanabria, más discretos aunque correctos en todos los ámbitos), sobre el escenario todo lo que tiene que ver con los cantantes está al servicio del concepto que Wilson impone. Simetrías absolutas, figurines por aquí y por allí, un tratamiento del color y de la luz extraordinario por su simbología y su exactitud, respectivamente; espacios reservados para la deidad que son, al menos, espectaculares... Mucho Wilson, pero poco Puccini. Mucho Wilson, pero poco expresar con el cuerpo. No hay que olvidar que, aunque esta ópera de Puccini era una llegada y una línea de salida, era, la fin y al cabo, una ópera de Puccini; es decir, la emotividad no falta en la partitura y se deja en el cajón del olvido en esta producción.

El amor, Puccini y Robert Wilson
Liù es el personaje que conserva lo que había sido la ópera de Puccini hasta que compuso ‘Turandot’. / Fotografía de Javier del Real

En líneas generales eso es así, pero sería injusto no decir que en el caso del personaje Liù, la cosa cambia. Qué bien maquillada, qué bien vestida y, sobre todo, que voz tan bonita, tan emocionante, la de Miren Urbieta-Vega. Hacía tiempo que no escuchaba un timbre tan emocionante sobre el escenario del Teatro Real de Madrid. La cantante, como todos los demás, movió solo las manos, solo la cabeza y dio unos pasitos para aquí y otros para allá, pero expresó en sus intervenciones todo lo que, sin duda, el compositor tenía en la cabeza cuando pensó en ese personaje. Por cierto, Liù es el último resquicio de la ópera que Puccini comenzaba a abandonar al componer Turandot.

Roberto Aronica defiende el papel de Calaf con solvencia. De menos a más, sin grandes alardes aunque sin problemas, Aronica sale ileso. Giorgi Kirof, muy justo de voz. Raúl Giménez, cumple. Oksana Dyka, descontrolada en los agudos, vacía de expresión, muy poco convincente. Habrá que pensar que este papel no es el mejor que puede interpretar, que no ha tenido el mejor de sus días o algo así.

El coro, estupendo. Como siempre aunque esta vez, con un protagonismo extraordinario para ser una ópera de Puccini, las voces lucen más y mejor.

Nicola Luisotti, director musical, hace un trabajo formidable. Sabe que la clave está en contar una historia fantástica, llena de matices, una historia que trata de hacer un repaso completo por lo que significa eso que conocemos como amor, y no se anda con rodeos. Muy bien, Luisotti. Enérgico al mismo tiempo que delicado, contundente.

Turandot es en sí misma una experiencia para el espectador. En esta ocasión lo es en mayor medida puesto que se ataca la obra desde una propuesta valiente que rebusca en la partitura lo nuevo para mostrarlo sin filtros. Gustará más o menos, pero no deja de ser interesante.