El extraño caso del asesino de ciudades

04 may 2019 / 23:18 h - Actualizado: 05 may 2019 / 21:09 h.
"Literatura - Aladar"
  • ‘La prolongación de una maldad sin límites que creíamos muerta y enterrada’. / El Correo
    ‘La prolongación de una maldad sin límites que creíamos muerta y enterrada’. / El Correo

Llegó a la ciudad hace muchos años. Nadie supo nunca desde qué lugar. Y aun muerto tenía la misma cara de mamón. Todos terminamos pensando que era eso y no otra cosa. Por avaricioso, por cruel, por tener más que nadie. La bala le había entrado por la sien derecha. El orificio de salida se podía ver en el pómulo izquierdo. Negruzco. Pero la cara de mamón no la había perdido. Mirara el que mirara era lo mismo. Un rostro desfigurado por una muerte inesperada e improbable, seco.

Un cadáver, una fortuna para repartir. Un miserable menos en la ciudad. Lo celebramos sin intentar ocultar nuestra alegría.

Cuando le enterraron el cementerio estaba desierto. Junto al ataúd el sacerdote leyendo un pequeño libro lleno de oraciones, el agente comercial de la compañía funeraria que no dejaba de mirar hacia los lados y una mujer vestida de rojo, desconocida. Desde el pequeño sombrero con velo hasta los zapatos, incluidas las medias de red. El resto nos escondíamos detrás de la tapia del cementerio o de algún mausoleo alejado. Queríamos estar seguros de que era el final.

El testamento se hizo público mucho después. Mientras, los parques se fueron secando, los empleados de la fábrica dejaron de hacer su trabajo y algunos se despidieron, nadie continuó con su vida pasada. Nos sabíamos herederos universales. Era cuestión de tiempo.

El notario alquiló un equipo de megafonía para que todos pudiéramos escuchar con claridad. La plaza estaba hasta los topes. Sin embargo, el silencio era absoluto. Comenzó a leer. Se declaraba heredero único al convento de las Hermanas Clarisas. Sólo en caso de muerte por asesinato la fortuna pasaría a manos de la persona que encontrara y delatara al homicida. La superiora del convento dio las gracias a Dios puesto que después de tanto tiempo era imposible que se resolviera el caso. Pero las voces se oyeron desde cualquier punto posible. Lo buscaríamos el tiempo que hiciera falta.

Pasaron unas pocas horas. La comisaría se llenó. Todos teníamos un sospechoso, una delación que llevaría hasta el asesino aunque fueron muchos los que corrieron hasta allí para acusar al prestamista. Decían estar seguros de que ese sinvergüenza era el culpable. Los que no sabíamos nada nos unimos a su denuncia. Al menos habríamos sacado algo en claro de todo aquello y, al fin y al cabo, ese tipo era un indeseable. Uniendo las fuerzas todos ganábamos.

Fue entonces cuando apareció la mujer vestida de rojo. Caminaba con el brazo derecho estirado hacia delante, agarrando una bolsa de plástico transparente. Un revolver dentro. Llegó hasta el mostrador en el que un policía había escuchado docenas de teorías delirantes. Entregó la bolsa. Soy la hija del muerto. Maté a mi padre con esto. Fue un accidente. Quiero ingresar en prisión para que esta gentuza no acabe conmigo. Y la herencia.

Una hija desconocida para todos nosotros. La prolongación de una maldad sin límites que creíamos muerta y enterrada.

Corrimos a recuperar nuestros puestos de trabajo, quisimos construir nuestra rutina anterior, pero ya era tarde. Los que consiguieron un empleo tuvieron que trabajar por un sueldo ridículo, los préstamos se devolvieron íntegramente con un interés que rozaba el disparate, muchos escaparon de la ciudad perseguidos por aquellos a los que habían acusado de asesinato por envidia o para poder mantener un romance hasta ese momento secreto con sus esposas o con sus maridos.

Aquel mamón había logrado que el mundo se viniera abajo.

La mujer cumplió seis años por homicidio involuntario, tenencia ilícita de armas y alguna otra cosa que hemos olvidado. Nunca supimos qué fue de ella después de quedar en libertad.

Aquel mamón acabó con una ciudad llena de buena gente gracias a su avaricia, a su odio. Ojalá se pudra en el infierno.