«El hombre de acero»: La tragedia contemporánea

Como ya dijo Aristóteles ‘el inevitable final del héroe trágico es una caída y rendición ante la vida misma’. ‘El hombre de acero’ nos deja percibir las dudas, la tragedia, la muerte brutal, todo lo que no es propio de un héroe aunque viva rodeado por ello

13 nov 2020 / 11:50 h - Actualizado: 13 nov 2020 / 12:04 h.
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«El hombre de acero» marca un punto final en el devenir del héroe divino hacia la tragedia. En el último film de Zack Snyder observamos como Superman ha sido transfigurado desde un personaje que lo puede todo y es símbolo de perfección, hasta otro repleto de dudas existenciales, mucho más hombre que súper, cuya historia narra el drama existencial de un ser excepcional que no consigue serlo; primero por la influencia de un restrictivo padre adoptivo y, más tarde, por las propias limitaciones autoimpuestas psíquicamente bajo la figura de ese superyó paterno y el recuerdo traumático de su sacrificio. La tragedia tiende a la catástrofe y la catástrofe se instaura en «El hombre de acero» como un derrumbe interior que tiene su proyección física en la inusitada violencia y destrucción de su parte final; completando un ciclo que aleja al héroe de su condición mítica para instaurarse en el realismo sucio y descreído de la posmodernidad, obligándole incluso a cometer el acto más violento de todos, y que no es mas que una catarsis que lo lleva a posicionarse rotundamente en el mundo por el único camino que las sociedades actuales, especialmente la norteamericana, parecen creer posible.

«El hombre de acero»: La tragedia contemporánea

En la tragedia clásica de Aristóteles o Sófocles los actos realmente horribles eran vividos por el público tan solo en su imaginación, eran actos narrados fuera del escenario con una mera descripción. En su tramo final, «El hombre de acero» se sitúa mas cerca de la tragedia romana de Séneca, que, dentro de una sociedad conquistadora, habituada al conflicto y deshumanizada, mostraba en escena incluso los más sangrientos episodios. En este nuevo film el objetivo de Superman no es, como siempre ha sido, defender la justicia y la verdad, sino un genealógico y destructivo deseo de venganza también propio del género trágico y que por primera vez (con la acusada influencia de los últimos éxitos de su productor Cristopher Nolan con los que comparte también guionista y las deslumbrantes piezas orquestales de Hans Zimmer) lo emparenta a quien siempre fue su opuesto, Batman, cuya actividad vigilante se basa en un narcisista deseo de venganza por la muerte de sus padres que proyecta en toda la sociedad corrupta de Gotham. Los héroes oscuros como Batman son siempre representaciones del mundo interior, y este nuevo Clark Kent es eso, duda metafísica completamente alejada de su concepción como idea absoluta de bien que le otorgaba un carácter más simbólico que reflexivo. Si tradicionalmente podíamos identificar a Superman con la cara visible y amable de los Estados Unidos, con la idea que tienen de sí mismos como salvadores de la ciudadanía mundial; y a Batman como la cara oculta, aquello que verdaderamente son, los métodos furtivos que mantienen en pie un pretendido y conveniente orden social; la última cinta de Zack Snyder borra esa dicotomía, mostrando una nueva concepción de conflicto global contra el terror vivido desde una perspectiva intima que quizás los demás países no podemos comprender.

«Superman returns» nos transmitía el ocaso del espíritu idealizado de una nación herida de gravedad tras el 11 S a través de la desubicación de uno de sus máximos símbolos, «El hombre de acero» (y la trilogía sobre Batman de Nolan) narra lo que ocurre (ocurrió) después, el levantamiento violento contra el agresor, contra el terrorismo interno e irracional (el Joker) que intenta desestabilizar el orden establecido, o contra la amenaza externa y sus armas de destrucción masiva e ideológicas encarnadas en los kryptonianos liderados por Zod, que son mostrados bajo el fanatismo de la idea preconcebida, de una programación (en esta ocasión genética) que les obliga a actuar en sentido único y que nos recuerda irremediablemente al fundamentalismo islámico y nuestro miedo ante su hipotética intención de transfigurar (terraformar) nuestro mundo. El resultado del film conduce a un uso justificado de una extrema violencia por parte de los héroes para mantener el statu quo neoliberal imperante, y vuelve inapropiadas sus continuas y explícitas referencias a Cristo y los evangelios. Si en «Returns» veíamos a un héroe caído flotar en la ingravidez con los brazos en cruz, aquí ese gesto se vuelve inexplicablemente voluntario y forzado; si en «The movie» las referencias religiosas eran sutiles y se inscribían en la propia historia germinal del hombre de acero, aquí son demasiado evidentes, como si la única forma de acercar a este héroe a su antigua analogía cristiana fuese el forzado inserto (la cámara nos mostrará incluso su rostro sobre una cristalera con la figura de Jesús tras él), una forma abrupta, casi desesperada, de intentar mantener un parentesco que este nuevo Superman ya no admite.

«El hombre de acero»: La tragedia contemporánea

Es esta perspectiva la que convierte «El hombre de acero» en una tragedia en el sentido clásico: «En su poética Aristóteles argumentaba que, en la tragedia, un personaje determinado tiende hacia algún descubrimiento tan desafortunado como irreversible (...) El inevitable final del héroe trágico es una caída y rendición ante la vida misma». La aceptación de la violencia como única forma de acabar con las amenazas del mundo y, sobretodo, el crujir del cuello de Zod bajo las manos de Superman, es esta rendición. El héroe completa el trayecto que lo lleva a superar su crisis a través de la autoafirmación violenta, marcando el final de un viaje más largo: el de un ciclo vital como ideal de perfección, como héroe divino. Ahora humano, demasiado humano. «Superman the movie» terminaba con una resurrección milagrosa, «El hombre de acero» con un homicidio, y en este devenir cabe preguntarse si no asistimos al ocaso de la que es probablemente la última ingenua idea que el mundo había tomado como propia o si quizás el símbolo logré trascender, una vez mas, los deseos autodestructivos del homo sapiens para volver a significar lo que siempre fue, nuestro natural deseo de mirar arriba, arriba en el cielo.