Parte Irene Vallejo Vallejo de la voluntad de querer escribir una novela, y le sale un ensayo, pero de enorme calidad en todos los sentidos. Acostumbrados como estamos a que el autor sea el protagonista de todos los procesos creativos que tienen que ver con el libro desde la Biblioteca de Alejandría a los cánones de lectura actuales (sin los que muchos no sabríamos qué elegir) y siendo esta sólo una verdad a medias, Vallejo afila su estilete filológico y nos aporta un texto mágico en cuanto a descubrimientos lejanos y cercanos en el tiempo, que renueva el lenguaje y a la vez parte de la indubitable realidad grecolatina para definirse, algo que hizo desde la poesía la venezolana Laura Cracco, pero contando la que nos ocupa con una mayor cantidad de recursos, entre ellos los académicos, de los que esta última autora se desmembra por enfermedad.
Ya en el prólogo se parte o se afina la frase de Marguerite Duras (»Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos») para realizar un discurso paralelo entre sus lecturas del siglo XX y XXI con la de estos inacabables clásicos, a quienes se trata de explicar desde un amor profundo a su obra, ciertos aspectos en los que, muchas veces más para mal que para bien, hemos cambiado. Por ejemplo, la autora contempla el hecho de que el filósofo posterior (siglo XVII), Baltasar Gracián, lo fue no en tanto en cuanto pronunció la frase conocida por todos (»Lo bueno si breve, dos veces bueno»), sino porque allá en los años 70 del pasado siglo, ciertos ejecutivos empresariales decidieron convertirlo en tendencia literaria. O el hecho de que Aristóteles predicara antes que diera trigo, por sus hoy admiradas teorías sobre el punto medio. O que Platón ya tuviera en cuenta en su mito de la caverna, toda una serie de pensamientos (aplicables en «La república» y «El banquete») sobre el cristianismo que ya en la Edad Media y a través del estudio de obras como «El nombre de la rosa» de Umberto Eco, parecían por entonces estar más que presentes.
De la contemporaneidad aparecen análisis que nos resultan correctos, pero que Vallejo sabe que son fruto de los tiempos y los cánones (ese instrumento del que aborrece, pero que se hace, dada la masiva publicación de manuscritos actual, necesario) de alguna manera impuestos, siendo sólo la Historia o posteridad (ese argumento con el que tantos miles de millones profanan tantos kilos de papel) la que es capaz de juzgar los futuribles tiempos con los actuales.
Sin embargo, para entender el hoy, ya se ha escrito por ejemplo la obra «Fahrenheit 451» de Ray Bradbury; incluso se ha realizado una película sobre esta maravillosa novela. Este ejemplo que enlaza con muchos otros (¿sabían por cierto que «El arte de amar» de Ovidio tiene una réplica casi exacta en el título homónimo de Eric Fromm) hace que aprendamos literatura a la vez que disfrutamos de ella; la autora sabe llevarnos muy bien de la mano a los lectores y nos hace descubrir verdades como la siguiente: en 2009, plena la era del Kindle (modelo de lector electrónico sofisticado), su fabricante Amazon optó por defenestrar de su catálogo la obra «1984» de George Orwell, y lo hizo de un modo silencioso, sin que apenas nadie protestase. Desde estos mimbres es desde donde merece hacerse patente una queja a la libertad de pensamiento por tantas generaciones adquirida.
Y es que las personas más importantes que hacen posible los libros, como veníamos diciendo, no son los autores (o al menos no sólo) también deberían aparecer en esa nómina narradores orales, escribas, iluminadores, traductores, vendedores ambulantes, sabios, espías...