El paisaje alucinado

La pintura de Kim Dorland, de mensaje directo y sugerente, posee una alquimia plástica que nos reconcilia con la pintura paisajista. Construida desde la impresión inmediata, pero a través de una interpretación excesiva, su obra transporta al espectador hacia mundos familiares aunque cargados de misterio que ofrecen una visión salvaje y seductoramente romántica de los bosques canadienses.

25 jun 2016 / 12:25 h - Actualizado: 26 jun 2016 / 16:25 h.
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  • Dorland es un pintor excesivo, porque el exceso es quizás la ultima vía de honestidad que le queda al pintor en nuestro tiempo. / El Correo
    Dorland es un pintor excesivo, porque el exceso es quizás la ultima vía de honestidad que le queda al pintor en nuestro tiempo. / El Correo
  • Dorland otorga al paisaje un contenido aun más simbólico al convertirlo en un lugar al que pertenecemos sin pertenecer, que nos excluye y nos llama al mismo tiempo. El Correo
    Dorland otorga al paisaje un contenido aun más simbólico al convertirlo en un lugar al que pertenecemos sin pertenecer, que nos excluye y nos llama al mismo tiempo. El Correo

El impulso de la pintura, esa disciplina que tanto nos ha hipnotizado durante siglos, se ha visto revertido en drástica proporción desde el advenimiento de las nuevas tecnologías como forma lógica y consecuente de explicar el mundo y a las nuevas formas de vida que surgen en nuestro, aun incierto, siglo XXI. A la pintura le cuesta encontrar resquicios donde aún mostrarse importante y capaz, donde ir mas allá de una nostálgica recreación del pasado mitificado o del recurrente análisis de los propios elementos pictóricos que se repite cíclicamente desde los ya lejanos tiempos de la pintura-pintura. Uno de esos oasis en los que el medio pictórico aún encuentra su fortaleza es en el contacto directo con la naturaleza, una tradición que no entiende de modas al estar inscrita en lo perenne, lo (aún) no modificado, el espacio salvaje que nos define incluso en la distancia, aún en el contraste, a pesar del empeño destructor de nuestra civilización tecnológica, como seres que habitan un mundo que nos preexistía.

Kim Dorland (1974, Alberta) encuentra en la pintura una vía directa, tan mágica como en sus prehistóricos orígenes, de relacionarse con los bosques autóctonos de su, aún en gran medida, salvaje país. Una visión que no se concreta solo en sus intensos paisajes sino que condiciona incluso un acercamiento a los núcleos urbanos o sus inquietantes retratos, desfigurados en una intensa orgia matérica que une al retratado a la propia pintura. Aunque son sin lugar a dudas sus atmosféricos bosques las visiones que más nos acercan a un redescubrir mágico del entorno paisajístico, oscuro, enigmático e intensamente plástico.

No se trata nunca, sin embargo, de una mirada sobre la naturaleza desnuda, en estado primario, y las sensaciones que pueda provocar sobre artista o espectador. En Dorland la presencia humana siempre es palpable, a veces indirectamente a través de los mensajes, los códigos, las firmas y las historias de amor, que atestiguan una presencia grabada en la corteza de los arboles, o de algún objeto solitario (un cartel o un vehículo abandonado a su suerte), como elemento descontextualizado que invade un espacio del que acaba formando parte. A menudo, el artista nos muestra una presencia humana más directa con el deambular noctámbulo de quienes abandonan sus acomodadas urbanizaciones para sumergirse en el frondoso follaje de la naturaleza. Estos retratos de jóvenes que semejan zombis o alienígenas perdidos, aunque obnubilados, en el inquietante y denso entorno, imprimen en nuestra consciencia una mirada alucinada que el artista exclama con un expresionista y estridente uso del color y una materia tan abusiva que en ocasiones puede dar forma tridimensional al lienzo, otorgando al paisaje un contenido aun más simbólico al convertirlo en un lugar al que pertenecemos sin pertenecer, que nos excluye y nos llama al mismo tiempo. Frondosos bosques que nuestra presencia enturbia a la vez que les proporciona sentido como espectadores (y actores) de lo desconocido.

Intuimos pinceladas oníricas, una presencia mágica e incluso una cualidad metafísica en la mirada de Donner y su facilidad para recrearse en cualquier sensación (una fogata, una tienda de campaña, una travesía en canoa o la propia actuación del paisajista frente a su lienzo), para construir una amplia narración a partir de ella, porque sus cuadros, aun en la pasiva acción que muestran, siempre nos conducen a una narrativa (y de ahí quizás la tan importante presencia humana), que se mueve imprecisamente entre un filtro cinematográfico en la percepción y un acto intimo de comunión del artista con su entorno, y que logra manifestarse tanto en el amanecer de la vida, a través de una luz excesiva que se cuela como explosiones entre ramas y follaje, arrasando formas y el lienzo mismo; o en el misterio nocturno, bajo interminables cielos estrellados, animales que se iluminan en la oscuridad, lagos negros donde nadan jóvenes Ofelias que intuimos en peligro, e incluso inquietantes figuras que bien podrían ser asesinos en serie, un componente de mito popular que enraíza al bosque con sus representaciones más inconscientemente asumidas, que el autor reconoce como portadoras de tanto sentido en nuestro imaginario como el propio entorno real y que también se concretan en imágenes de animales imperecederos, como el alce o el buey almizclero, o en sus expresionistas imágenes del Sasquatch, personaje mítico por excelencia de los bosques norteamericanos.

Kim Dorland es un pintor excesivo, porque el exceso es quizás la ultima vía de honestidad que le queda al pintor en nuestro tiempo de dominio tecnológico, su color es excesivo, también su materia y, sobretodo, su acercamiento al entorno es excesivo. Con él nos sumergimos en oscuridad negra y pastosa, o en una luz que arde hasta quemar las retinas, cada elemento es presentado para golpear nuestra conciencia con imágenes familiares y desconocidas al mismo tiempo, con la recreación de un mundo que, en nuestra deserción, cada vez encontramos mas irreal, aunque lo sigamos sintiendo tan íntimamente acogedor como el útero materno.