Leyendo hace poco el ensayo de Patricia Mayayo Historias de mujeres, historias de arte encontré un cuadro (en el libro aparece en blanco y negro, pero ya me encargué de buscarlo) titulado Sin nombre ni amigos (Nameless and Friendless). Su autora fue la pintora inglesa de la época victoriana Emily Mary Osborn (nacida en 1828 en Sussex). En el cuadro podéis ver a una joven viuda o huérfana (una mujer de clase media venida a menos), en compañía de un niño (no sabemos si su hijo o hermano, pero resulta evidente que es un pariente) que lleva un cuadro a la galería de un marchante de arte, que examina la obra con condescendencia. Dos clientes situados de a la izquierda miran de soslayo a la joven, mientras sostienen entre las manos un cuadro que representa a una bailarina. El asistente del marchante estira el cuello tratando de apreciar qué es lo que la muchacha ofrece. La pintura deja abierto el campo a las conjeturas, pues aunque sospechamos que es un cuadro pintado por ella, tal vez es alguna obra de la familia que se ve en la obligación de vender para ganar dinero. Ambas interpretaciones, la de ser pintora o no, son plausibles y dejan abierto el campo para reflexionar sobre la posición de la mujer en el siglo XIX.
La joven parece avergonzada, fija su mirada en el suelo de la tienda, mientras deja apoyado el paraguas sobre la mesa que gotea hasta formar un pequeño charco. El desamparo que transmite la pintora británica es evidente. Nos advierte de la difícil posición en la que se encuentra la mujer en la sociedad de la época.
El hecho de que los clientes tengan en su mano un cuadro que representa a una atractiva bailarina, mientras la mujer trata de vender el cuadro que imaginamos ella pintó, deja bien claro que no hay espacio para la mujer como sujeto activo en el arte, sino como objeto del mismo. La ciudad, la sociedad, es dominada por los hombres; las mujeres son un objeto que poseer y mirar. No hay espacio para pintoras, ni para viudas. Esa galería de arte no es lugar para mujeres, al menos para mujeres desfavorecidas. Y es que al contemplar la escena no queda espacio a la esperanza: no logrará vender el cuadro y si lo hace será por una cantidad ridícula y miserable. Ella no tiene nombre ni amigos, un niño es su único acompañante. No tiene nombre ni amigos, ni un hombre que hable por ella, nadie que haga valer sus derechos.
Ser una mujer en un mundo en el que se negaba o limitaba la enseñanza, se ocultaba el talento tras el anonimato o el nombre de un varón, era (es) muy complicado. La sutil mirada de la pintora inglesa, evidencia la difícil situación en la que quedaba la mujer sin un varón que la amparase. Enfrentarse a ese mundo sólo podía traer consecuencias nefastas para las valientes que se arriesgaron a hacerlo. Escritura, música, cine... en todos los ámbitos del arte la diferencia de consideración y salarial entre hombres y mujeres salta a la vista y es denunciada en numerosas ocasiones por las más valientes (o afortunadas). Cuando en alguna ocasión he leído un artículo sobre la diferencia de premios entre hombres y mujeres, siempre hay algún iluminado que denuncia que será que las mujeres no hacemos las cosas igual de bien que nuestros congéneres varones. Personalmente a los que hacen ese tipo de comentario los animo a irse al cuerno, con mucho cariño, eso sí. No voy a entrar en su juego porque es vano, estéril y lleno de prejuicios.
Cuadros como este en los que se ponía el foco en la angustia de la mujer, en su soledad han llevado a considerar a Mary Emily Osborn como una artista proto-feminista. Este cuadro es una evidente declaración de principios, y es que Osborn estaba ligada al círculo de Barbara Bodichon Langham Place (pedagoga, feminista y también pintora) y su campaña por los derechos de las mujeres.
Emily fue miembro de la Sociedad de Artistas Femeninas establecida en 1857 (el año en que se expuso por primera vez el cuadro). En 1859, suscribió una petición de las mujeres a la Real Academia de las Artes para abrir sus escuelas a las estudiantes, ya que hasta entonces se veían obligadas a aprender en academias privadas o con profesores. La propia Mary Emily Osborn lo hizo en la Academia Dickinson's. Las mujeres eran excluidas de las academias públicas de arte con las excusas más peregrinas: iban a entretener a los alumnos varones con sus encantadoras cabelleras y sus vanas ideas; podían sentirse azoradas con los desnudos... excusas hasta el infinito. Ya se sabe que cuando no hay voluntad de hacer algo, cualquier razonamiento, por estúpido que sea, puede parecer válido.
Por otro lado, las escuelas privadas tenían precios más elevados para las mujeres que para los varones, de forma que sólo aquellas que contaban con una familia adinerada podían costearse una formación decente. Y ni cuando terminaban su carrera tenían la posibilidad de incluirse en las organizaciones profesionales generales sino que debían ingresar en las de su propio sexo, la propia Osborn era miembro (tal y como he expuesto antes) de la Sociedad de Artistas Femeninas. El dominio masculino debía ser pleno, sin fisuras. Las mujeres no tenían cabida en un mundo de hombres, ni los hombres querían formar parte de un mundo en el que las mujeres fueran algo más que «ángeles del hogar». Las tareas a las que podían optar eran las propias de su sexo: sirvientas, enfermeras, damas de compañía...salir del corsé que se había impuesto a lo largo de miles de años era complejísimo y requería la reunión de circunstancias especiales: fortuna, familia, apoyo y suerte, mucha suerte.
Sin nombre y ni amigos no es el único en el que Emily pone el dedo en la llaga. La mujer infeliz, la mujer que sufre los prejuicios de la sociedad son retratadas también en La gobernanta (o tal vez debería llamar a la obra «La institutriz») en la que retrata la figura de una institutriz joven firme y severa que se está haciendo cargo de los cuatro hijos de una familia adinerada, que buscan refugio en su madres. No sabemos si es la primera vez que los niños y la mujer se encuentran, o es que han sido reprendidos por ella. El gesto de la madre no es precisamente amable, tal vez la mujer esté sobrepasada por las circunstancias o vaya a apoyar a los niños en su disputa con la institutriz. La joven que se gana el sustento cuidando de los niños aguanta con gesto serio la bronca que parece estar sufriendo a manos de su patrona, mientras que uno de los niños copia el gesto de su madre y otra sonríe maliciosa. No sé a vosotros, pero a mí me ha traído a la mente a esas pobres institutrices que poblaban algunos libros de las hermanas Brönte. Este cuadro fue adquirido por la reina Victoria y es que Emily, afortunadamente, sí tenía nombre y amigos. Estaba bien considerada y podía ganarse la vida haciendo aquello para lo que tenía talento.
Aunque Mary Emily Osborn también realizó cuadros de estampas eminentemente familiares, femeninas y paisajes, creo que en estas dos obras toma una postura clara sobre la posición de la mujer en la sociedad, la opresión y el hecho de ser relegadas a tareas de servidumbre o de no ver reconocido su talento en forma alguna.
He buscado más datos biográficos, pero sólo he conseguido saber que era la hija mayor de un reverendo que fue destinado a Londres y donde comenzó a formarse, que tuvo amigas ricas e influyentes y que entre su clientela se encontraba la propia reina Victoria. Tras la muerte de su madre, en la década de los sesenta dejó de pintar y sirvió como enfermera en la guerra franco-prusiana junto con una de sus hermanas. Nunca se casó y falleció con noventa y siete años, dejándonos en la pintura que hoy hemos desglosado, una de esas imágenes que tras una aparente delicadeza muestra con crudeza la posición de la mujer y su nulo poder social. Un desamparo frente al que muchas tuvieron que luchar durante más de un siglo y que a día de hoy aún requiere batalla.