EL RESPLANDOR DEL MECHERO EN EL CUARTO OSCURO. Carlos Sanrune

Esta es la memoria de una época que se amortece. Una memoria íntima, pero colectiva.

No una relación de grandes momentos históricos, ni de sus figuras memorables, sino el recordatorio de unas noches, unos momentos fugaces; de un deseo, una mirada, un encuentro casual, en el que las últimas generaciones pretecnológicas se van a sentir reconocidas, porque trata un denominador común y su exorcismo.

Como trasfondo están los asuntos que marcaron dos décadas: la aparición del sida, la salida del armario de toda una parte de la sociedad, las drogas, el cine quinqui, los chaperos, los cuartos oscuros... Esos son los resplandores que iluminan los recorridos de los cuentos. Una crónica de los ambientes homosexuales de los años 80 y 90.

El título, altamente representativo, poético, no nos deja indiferentes. Nos recuerda esa cualidad de lo efímero que ya había enunciado el escritor tangerino Ángel Vázquez en la cabecera de su premiada novela Se enciende y se apaga una luz.

La edición, su papel satinado, las siluetas de jóvenes desnudos que nos hacen pensar en los de Cocteau, viran sin embargo en este libro al trazo blanco sobre fondo negro. Son esos reflejos que se prenden en la mirada con cada fogonazo. Flashes. Negativos referenciales de la obra del escritor y artista francés.

Las metáforas con las que construir esas historias son: la oscuridad, aquello que se oculta; los desencuentros, el humo de los pitillos, una ciudad que ya no existe y que sin embargo nos sigue bajo las calles que pisamos y los locales donde entramos.

Los temas son tan variados como convergentes y se suceden como los relatos: el desasosiego, la transgresión, la caducidad, la idealización del deseo o del amor. Fuegos fatuos de la noche madrileña en una era pre-orgullo, representados maravillosamente en la ironía siniestra, carnavalesca, del Sábado noche.

Está la violencia, que se deja ver, aunque sea sesgadamente, en casi todos los relatos, como no podía ser de otra manera cuando se habla de las sombras, de la marginalidad, de unos oprimidos. La adolescencia también está presente, en general. Están la persistencia y el desvanecimiento de la memoria emocional en El erasta enajenado. El accidente trabaja sobre la ausencia y la fugacidad. La muerte está presente en muchos, como en el mencionado o en El amor callado.

La colección termina con un hermoso poema épico, festivo, reivindicativo: Los chicos de la banda.

Nos encontramos ante un trabajo realista, un poco a la manera de Balzac, pero cerrada la mirada de Carlos Sanrune sobre un microcosmos. Es “comedia” por lo que tiene de bajada a los infiernos de la oscuridad. Más humanística que humana en la búsqueda de una sanación espiritual en ausencia de dios: es la ternura, que impregna los recuerdos e ilumina los cuentos con la luz de la juventud.

Lo más destacado de este resplandor es que por mucho que cambien los escenarios y la manera de relacionarse, los sentimientos, los deseos, los miedos y las emociones siempre serán las mismas.

Carlos Sanrune es editor, además de dibujante y escritor. Está empeñado en rescatar muchas obras de la literatura homosexual que permanecían inéditas en español o perdidas. Su proyecto editorial recoge el nombre de una novela emblemática, Amistades Particulares.

ALGÚN DEMONIO. Alejandro Hernández

La Habana es excesiva y letal. Esta es una narración trepidante, convertida en una crónica de la ciudad y de los que la habitan, encontrándose y desencontrándose. Vidas que confluyen en los bloques del barrio periférico de Alamar.

Dice una tal Odalys, que “los demonios se esconden detrás de la cabeza y tardan años en desaparecer” ¡Si desaparecen! En su caso conducen al alcoholismo.

Uno de los aciertos de la novela es una onmisciencia apoyada en los personajes, que asumimos plenamente, sin que nos choque en ningún momento, entreverada de diálogos. El narrador es sincero y por eso mismo funciona, no tenemos que buscar nada por detrás de esa voz. Alejandro Hernández no se centra en la marginalidad, como hace por ejemplo Pedro Juan Gutiérrez, busca su fuerza en ciudadanos comunes -que siendo cubanos lo son poco- que luchan por sacar adelante sus vidas de amores y desamores, cotidianos problemas, descargas emocionales y fantasmas lúbricos. Seres anónimos.

De la misma manera que la realidad supera a la ficción, el realismo socialista desborda cualquier fantasía liberal. Pueblan el libro buscavidas, dementes seniles, comemierdas, empleadas, militares, depredadores sexuales, bailongas, en una jungla de ruinas tropicales que es un microcosmos del mundo, o así debemos entenderla.

Historias de la emigración, guerras perdidas, intuiciones, mujeres insatisfechas, disfrutones, todos tan poco extravagantes que nos podemos sentir identificados con cada uno de ellos y con sus problemas.

La narración va encadenando unas historias con otras, saltando de personaje en personaje, manteniendo algunas líneas comunes, pero avanzando hasta que esos actores vuelven para continuar mostrando sus existencias, para que nosotros reflexionemos sobre las nuestras.

Algún demonio habla sobre las relaciones humanas, lo que somos capaces de hacer unos por otros, o de hacernos los unos a los otros, sobre el bien y sobre el mal. Sobre la empatía o su ausencia. Sobre la persistencia de nuestros demonios particulares, que quizá solamente una vecina como Paquita, psicóloga y liberal podría aventar. O la literatura. O nadie.

La sociedad de la isla caribeña con su hecho diferencial, hace el efecto de una lente de aumento sobre las emociones.

El libro comienza con una descarga de adrenalina para fijar nuestra atención. No trata de eso.

VARADOS EN RÍO. Javier Montes

Un encuentro afortunado.

Javier Montes construye un todo coherente en torno a una ciudad. Tiene algo de libro de viajes, y de libro de viajeros y para viajeros, es un ensayo sobre la literatura y los mecanismos con los que se genera. Es también una novela porque hay partes, que aunque fueran reales, se adentran en la ficción, o se cuentan como ficción, con la misma tensión dramática, creación de personajes, lagunas de memoria y suspense. Varados en Río es también un apunte biográfico del autor, una reflexión, y un recuerdo.

Todos los ingredientes muy bien mezclados, sin agitar.

El libro nos abre a imprevistos descubrimientos y felices hallazgos en lo literario y lo viajero.

Bascula sobre cuatro personas que quedaron, de una u otra forma, atrapadas en una ciudad, Río de Janeiro, por conveniencia, amor, exilio, o frustración: Rosa Chacel, Manuel Puig, Stefan Zweig y Elizabeth Bishop, sobre cuyas huellas quiso marchar el escritor. El caso es que cada zona se va mimetizando con las obras y con las andanzas de cada uno de los retratados, y va adquiriendo un tono diferente, creando una especie de patchwork. Poético, descorazonado, chisporroteante, o infeliz.

Montes escribe con la pasión de los descubridores, un verdadero ardor de lector, y de viajero. Seguramente esto se reconozca con facilidad en las facetas extremadas que elige para presentarnos a sus personajes. Maneja un finísimo sentido del humor. Aporta anécdotas y detalles –y objetos porque es un fetichista- sin excederse en otras cosas que bien podremos encontrar en obras especializadas, pero saca a relucir, por aquí y por allá, críticas, recensiones y artículos que sazonan su composición.

El trabajo muy personal de un buscador de tesoros del que querremos leer muchas más cosas después de esto.

WINESBURG, OHIO. Sherwood Andreson

La disección de la vida en una pequeña y provinciana ciudad del Medio Oeste, en la era en la que se inicia la industrialización y la sociedad norteamericana se modifica, termina convirtiéndose en un fresco sobre la frustración, la falta de esperanza, la tristeza, y el desánimo que se ciernen sobre personajes que han perdido de vista -o que desconocen- el sentido de la vida. Lejanos a las expectativas que venden las religiones, siempre a largo plazo, impregnados no obstante de la predestinación y la rigidez de la moral protestante, desvanecidos los valores de ese ámbito rural en donde todo estaba establecido para siempre, los actores de Anderson quieren ser libres, y no saben cómo hacerlo. El símbolo son las líneas férreas que atraviesan la campiña y el poblacho, perdiéndose en las llanuras, al final de esas vías están las grandes ciudades, como Nueva York, donde se está creando un mundo nuevo, licencioso, pecaminoso e inquietante, pero rico en sensaciones y libérrimo, anónimo también, donde todo parece ser posible, o al menos uno se entretendrá esperando al amor y a la muerte en una hiperactividad neobabilónica, en vez de ver venir a la segunda, y comprobar como nunca llega el primero –tal y como cada uno lo hubiera querido- y las existencias se desvanecen en la nada.

La estructura es fundacional, relatos cortos sobre un entorno físico y emocional que no varía y donde los personajes su cruzan y se vuelven a cruzar. Uno de ellos es un reportero del periódico local y viene a hacer el efecto de un narrador, aunque no sea su voz la que relata, sospechamos que ha de ser la suya y que se ha separado con un artificio para autoanalizarse, junto con el resto de conciudadanos. De cada uno de estos se establece el mapa emocional y el retrato psicológico.

Algunos cuentos son terribles, como “Las manos”. El resto hurga en las heridas de la familia, en la atracción, en desencuentros y vidas devastadas, destrozadas por un silencio, un abandono, o un acto irreflexivo, en una población donde todos juzgan a todos desde detrás de las persianas de sus establecimientos o los visillos de sus casas. Aparece el fanatismo, “La fuerza de dios”, pero no solo en la religión sino también en cierto idealismo primario. Podemos ver a Winesburg, Ohio, como un trasunto de la sociedad americana: un grupo de colonos que después de conquistar el territorio y establecer sus ideas, tras enfrentarse en una guerra civil, se encuentran con las manos vacías de sueños con los que construir un futuro que solo desencadenarán las fuerzas del capitalismo.

Sherwood Anderson ha sido modelo para otros grandes escritores posteriores que han intentado apresar el “espíritu americano”.

La lectura deja un regusto triste porque no hay alegrías, o duran un instante, una sensación de soledad, y una explicación a lo que ocurrirá después en los relatos de Faulkner, de Hemingway, o de Miller.