«Fahrenheit 451»: El millón de incendios

«¿Son los libros una pasión inútil? ¿Son los libros un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa?»

10 jun 2020 / 12:40 h - Actualizado: 10 jun 2020 / 12:55 h.
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  • La belleza visual del filme más que truffoniana, se acerca al estilema de Kubrick. / El Correo
    La belleza visual del filme más que truffoniana, se acerca al estilema de Kubrick. / El Correo

El gran director parisino François Truffaut, portaestandarte de la Nouvelle Vague, se distancia de su cine de autor sin su adorado Jean-Pierre Léaud y sus historias amatorias urbanas de «hombres débiles» y mujeres controladoras, para realizar en 1966 una genial interpretación de la extraordinaria novela distópica de ciencia-ficción, Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury; quien tras ver la película, calificó de «cautivadora» y «fiel», a pesar de la ausencia de personajes como el Sabueso Mecánico o Faber.

«Fahrenheit 451»: El millón de incendios

Asistimos a una sociedad totalitaria donde ser intelectual es insultante y donde los bomberos en lugar de apagar incendios los provocan, porque su fin es quemar todos los libros que existen, ya que hacen sentir mal a la gente, abriéndoles brechas entre la realidad y el deseo y haciendo que los que hayan leído a Aristóteles se sientan superiores. Ése es el trabajo del personaje principal, Montag, cuyo papel -primero para Paul Newman y después, descartado, para Terence Stamp (miedoso de ser menos protagonista que Julie Christie)-, acaba en manos del despreciado Oskar Werner, que tantos problemas causara al cineasta. No se enamoró de su protagonista, como le sucedía a Bergman. Montag, casado con una rubia gélida como Catherine Deneuve, Linda, es feliz hasta que aparece Clarisse. Como Truffaut decía que «para la mayoría de los hombres esposa y amante son una misma cosa», ambas fueron encarnadas por Julie, que rodaba Dr. Zhivago y que suplió a Seberg y Jane Fonda. Por su parte, Clarisse, quien pregunta a Montag si es feliz, y la inquietante vieja que decide arder con su biblioteca, son quienes siembran la semilla del árbol de la ciencia: Montag ya esconde libros y los lee, mientras su capitán le llena de las mayores execraciones contra los libros. Linda delata a Montag, quien obligado a incendiar su propia casa, dirige el lanzallamas hacia el antagonista del conocimiento (escena que no quiso hacer Oskar e hizo un doble). Finalmente, Montag huye junto a «los hombres libro», visión onírica de paseantes que rumian el libro que son y apasionante concepto de la vuelta a la primitiva oralidad homérica: «Yo soy La República de Platón, yo soy Crónicas Marcianas de Ray Bradbury». Si en la novela la fascinación por la Biblia llega a convertir a Montag en el Eclesiastés, en el filme ni siquiera se menciona.

Esta revisión del mito de Fausto, con un carpe diem en el que «las flores tratan de vivir de flores», es una parodia de parodias de redundancia portentosa y ausente en la novela, en el que como matrioskas soviéticas, Truffaut hace un filme donde se quieren hacer desaparecer los libros a partir de un libro de Bradbury, que a su vez tiene el mismo fin; doble condena que conduce a la fina ironía de hacer la más bella loa de la literatura. Pero hay mucho más, pues la primera obra sentenciada a las llamas es Don Quijote, en cuyo capítulo 6 se hace una hoguera con los libros de caballería causantes de la locura «cuerda» de Alonso Quijano. Y además, Beatty coge Mi lucha de Hitler, siendo uno de los rituales nazis la quema de libros. Por tanto, toda una orquesta de aniquilación de la razón mediante el exterminio de los libros.

«Fahrenheit 451»: El millón de incendios

La belleza visual del filme más que truffoniana, se acerca al estilema de Kubrick en 2001: Una odisea del espacio, La naranja mecánica, La chaqueta metálica o incluso El resplandor (piénsese en el pasillo del colegio o los gemelos que son 1ª y 2ª parte de las Memorias de Saint-Simon). La acción en un futuro indeterminado posee una estética imaginaria -también muy Mi tío de Jacques Tati-, combinada con el metro aéreo de Seattle, un estilo clásico un poco Louis y sesentero; sin la nocturnidad de la novela, metáfora de la desilustración, y optando por una luz aséptica con personajes desdibujados sin la penetración propia de Truffaut, mientras suena «una banda sonora dramática tradicional» compuesta a partir del rojo del filme por el Hermann de Ciudadano Kane.

Un efecto de extrañamiento sensualista de la película y ausente en la novela es que las personas se tocan a sí mismas, a falta de la función catártica y afectivo-narcisista de «espejos» que desempeñan los libros, donde nos contemplamos a nosotros mismos: «Recuerda, César, que eres mortal». Además, la carencia de memoria en un mundo no escrito conlleva la orfandad de raíces de Erich Fromm.

Los libros son heridas y «una hora filosófica es una hora de melancolía», por más que Thomas Warton dedicara un libro a los placeres de la melancolía o Borges dijera que los libros existen para hacernos felices. Han de desaparecer porches y mecedoras, pero aún así los Guardianes de la Felicidad se queman las alas con su caja de cerillas «Garantizado: un millón de incendios». Borges decía: «amamos lo que no conocemos (...) el recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote». Somos acumulación de diferencias e imaginaciones.

«Fahrenheit 451»: El millón de incendios