José María Sert y la epopeya del pueblo vasco

Hurtados a la vista del público durante los últimos años debido a su restauración, que se llevó a cabo en el marco de la ampliación del Museo de San Telmo, los lienzos de José María Sert vuelven a asombrar al visitante. Los imponentes retablos están acometidos como una obra global en la que se entrelazan lo narrativo y lo plástico, componiendo una obra de arte monumental. Es uno de los tesoros escondidos de la capital donostiarra

27 nov 2020 / 12:15 h - Actualizado: 30 nov 2020 / 12:07 h.
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  • ‘El altar de la raza’. / José María Sert
    ‘El altar de la raza’. / José María Sert

En 1930 el Ayuntamiento de San Sebastián encargó a José María Sert, por recomendación del pintor Ignacio Zuloaga, once lienzos para la iglesia del convento de San Telmo, un edificio renacentista que la corporación municipal había adquirido veinte años antes con la voluntad de convertirlo en un museo. Desde el inicio mismo del proyecto, nace la idea de consagrar las pinturas a Guipúzcoa mediante la representación de los avatares del Pueblo Vasco. La idea se definió con las propuestas del secretario del Palacio del Mar, Sebastián Gómez Izaguirre, que pergeñó unos temas que el catalán aceptó e hizo suyos inmediatamente, desarrollándolos en su grandilocuente estilo habitual, en sepia, sobre carnaciones de oro enmarcadas por cortinajes purpúreos. Los grandes retablos son de una expresividad emotiva y heroica y dejan anonadado al visitante que se adentra a descifrar los temas sobre los que bascula el proyecto iconográfico.

El maestro potencia los lienzos con unos recursos muy personales entre los que destaca la extravagancia de las composiciones, cada una de ellas adecuada al tema y al espacio en el que se situarán a la manera de una escenografía. Los personajes están habitualmente en escorzo, subidos miradores y en andamios como los equilibristas que tanto le gustaban, sus posturas se fuerzan al límite demostrando sacrificio y vigor. Las ideas compositivas vienen tomadas de la reinterpretación de las obras de otros grandes muralistas de los que hay destellos, como Goya, concretamente de sus ‘Pinturas negras’, Rubens o el Miguel Ángel de la Capilla Sixtina. Las pinturas se levantaban sobre bocetos previos y eran un trabajo colectivo del taller del pintor que hacía emerger sus imágenes con sombras sobre la pátina metálica. El resultado es esa factura lujosa y elegante que encantaba a los millonarios.

José María Sert y la epopeya del pueblo vasco
‘Pueblo de leyendas’. / José María Sert

En la nave del antiguo templo las pinturas adquieren una cualidad mística y religiosa que se concreta en la composición de la cabecera, donde San Telmo, protector de los hombres de mar es representado como salvador de los marineros de un naufragio en el medio de un temporal que amenaza con arrancar desde sus raíces el árbol en el que está aferrado, es una metáfora para «El altar de la raza»; dominando este grupo se encuentra San Sebastián, patrono de la ciudad mientras es asaeteado. En este gran lienzo, el mayor de todos, se pueden ver los elementos primordiales que significan al Pueblo Vasco, la piedra, la madera y el mar; porque el tema principal de casi toda la obra de José María Sert es el de las fuerzas de la naturaleza opuestas a las de los seres vivos -hombres y bestias- en confluencia con el afán de trascendencia de la raza humana. Un mundo propio, épico y tumultuoso, que representa las distintas facetas sobre las que se conforma el orgulloso espíritu guipuzcoano.

Aquí encontramos la aventura singular de la circunnavegación del globo representada en uno de sus momentos dramáticos, son las naves de Juan Sebastián Elcano, natural de Guetaria, enfrentándose a una de tantas tempestades que tuvo que afrontar en un viaje que es casi legendario. Allá vemos a los negros de Venezuela mientras ofrecen las jícaras de chocolate a los comerciantes de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, significan la presencia de lo exótico y hacen mención a la mercadería de las materias primas que hizo prosperar a la burguesía vasca en ambas orillas del Atlántico. Enfrente de este lienzo, Alfonso VIII, rey de Castilla, está jurando los fueros mientras los eclesiásticos se amontonan en una pirámide de vestiduras suntuosas, y recordamos que cuando se pintó la República acababa de consentir la autonomía vasca y el asunto era de gran actualidad y tenía unas connotaciones históricas que la anclaban a un pasado idealizado. Vemos en un gran cuadro los desmesurados astilleros de la bahía de Pasajes en la efervescencia de su gloria que se extendió por los siglos XVI y XVII, cuando se construyeron aquí, entre otros, los navíos de la Armada Invencible. Acullá, en lo abrupto de una esquina, una multitud de hombres arrastra una ballena sobre la rampa del puerto mientras que otros descargan los cestos repletos de pescado. Así es como el artista concibió a los hombres guipuzcoanos, «Pueblo de marinos, de comerciantes, de fueros, de pescadores». Uniendo lo legendario con lo cotidiano, la espiritual y lo tangible. «El Árbol de Guernica» que encontramos en un panel alargado, sobrevolado por una alegoría de la libertad, representa a todos los robles centenarios sobre los que se reunían las juntas de ancianos desde tiempos inmemoriales; encontramos así el único tema de todos que no es genuinamente provincial.

José María Sert y la epopeya del pueblo vasco
‘Pueblo de navegantes’. / José María Sert

Sobre los arcos de la nave principal el visitante penetra en las fuerzas oscuras, prodigiosas y telúricas. En «Pueblo de santos», san Ignacio de Loyola redacta la regla de la orden recibiéndola del mismo Cristo crucificado. «Pueblo de leyendas» es un aquelarre en el momento maléfico de la personificación de Satán. Contemplamos siguiendo la secuencia a un «Pueblo de herreros» con los artesanos laborando en el fragor de las fundiciones; y de sabios, porque ahí se constituyó una de las primeras instituciones científicas de la ilustración en la península, la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, del marqués de Peñaflorida y los caballeros de Azcoitia. En esos lienzos hay alquimistas vertiendo las pociones de un matraz, multitudes silentes con hachones encendidos, libros mágicos y gigantescos, brujas e iluminados. Se diría que el pintor después de haber terminado su obra hubiera soplado sobre ella y hubiera insuflado vida sobre los casi ochocientos metros cuadrados de lienzos encolados a la pared.

José María Sert y la epopeya del pueblo vasco
‘Pueblo de comerciantes’. / José María Sert

El trabajo de José María Sert se prolongó a lo largo de dos años en su estudio de París mientras lo compaginaba con los éxtasis y los milagros que pintó para la capilla del duque de Alba, con la decoración de temas orientales del comedor del barón Becker en Bruselas, con el aderezo del salón noble del Waldorf Astoria de Nueva York. Su proceso se acercaba mucho a esa industriosidad que reconocemos en sus cuadros, porque el pintor catalán nunca fue partidario del fresco, dados los problemas de conservación que había comprobado en sus visitas a Italia, y trabajaba sobre grandes lienzos que se pegaban a los muros una vez terminados y se retocaban in situ. Basaba sus composiciones en fotografías, sometía a sus modelos humanos a sesiones de trabajo extenuantes colgados de arneses y poleas hasta encontrar el estudio anatómico deseado. Utilizaba maniquíes de madera para analizar los volúmenes. Las pinturas se manejaban mediante grandes estructuras y el propio Sert daba su toque definitivo muchas veces con las manos, con los pulgares envueltos en telas que hacían el efecto de tampones. Las pinturas de San Telmo son un trabajo de taller admirable donde los artesanos superponían los barnices a las películas de color, estas iban sobre aleaciones de oro y plata asentadas sobre una capa que se colocaba tras la imprimación de blanco de cinc y colorante orgánico. Han sufrido dos minuciosas restauraciones en las últimas décadas que les han hecho recuperar su esplendor original, el mismo brillo que tuvieron cuando la corporación municipal las recibió en 1932, acompañadas de los «Tapices del Apocalipsis» cedidos por el Patrimonio de Estado, mientras se escuchaba el «Retrato de Maese Pedro» dirigido por su propio compositor, Manuel de Falla, gran amigo del pintor, acompañado por el Orfeón Donostiarra.

UNA ACERTADA PROPUESTA

La ampliación del Museo de San Telmo, proyectada por los arquitectos Nieto y Sobejano, crea un muro de contención contra el monte Urgull al mismo tiempo que facilita el acceso a los recintos actuando como un distribuidor, creando una zona de recepción y de acogida. La superficie de la fachada es orgánica, de piedra volcánica calada con una puntilla de círculos diminutos que van siendo colonizados por la vegetación silvestre, reintegrando de nuevo la construcción en la naturaleza, recuperando el equilibrio anterior, al mismo tiempo que aísla y categoriza el edificio renacentista. Es una solución adecuada, proporcionada.

José María Sert y la epopeya del pueblo vasco

Desde el Paseo Nuevo se escalonan los volúmenes del palacete de la Sociedad Fotográfica, frente al mar; la institución cultural de San Telmo, y la nave románica de la iglesia de San Vicente. En el acceso al monte se crea una atalaya y un mirador sobre la plaza. Se ha conseguido con esta obra sellar las eternas humedades que se filtraban del monte sobre el que el convento se apoyaba. Porque las intervenciones en la Bella Easo suelen ser así, operaciones de microcirugía estética -y por lo tanto prudentes y comedidas- para no destacar en una ciudad que es hermosa por su situación, sin duda, pero también por vocación y por derecho.