«Juana de Arco en la hoguera»: Más allá de todo

Dura, conmovedora, vibrante, repleta de emociones y preciosa es la propuesta del Teatro real de Madrid que se representa estos días. Una excusa perfecta para viajar a Madrid y disfrutar de un espectáculo estupendo

12 jun 2022 / 08:53 h - Actualizado: 12 jun 2022 / 09:21 h.
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  • Plano general del Coro Titular del Teatro Real y actores rodeando a Marion Cotillard (Juana de Arco). / Todas las fotografías: Javier del Real
    Plano general del Coro Titular del Teatro Real y actores rodeando a Marion Cotillard (Juana de Arco). / Todas las fotografías: Javier del Real

Que la realidad es dual y simbólica es algo que el ser humano sabe desde hace siglos, seguramente, desde el principio de los tiempos. Otra cosa bien distinta es que eso se tenga olvidado, ignorado o se cambie por ideas modernas que funcionan quince minutos y desaparecen dejando cierto desconcierto entre el personal. Que el mundo es algo dual y simbólico es una verdad inmutable que no puede cambiarse por cualquier pamplina o cualquier ocurrencia de alguien que aparece en la televisión un par de veces. Y es sobre esta idea sobre la que reposa la coproducción del Teatro Real de Madrid con la Oper Frankfurt que se representa estos días, «Juana de Arco en la hoguera».

«Juana de Arco en la hoguera»: Más allá de todo

El director de escena, Àlex Ollé (La Fura dels Baus) nos coloca ante una mente confusa, aterrada, descolocada; ante el pensamiento de una joven (Juana de Arco) que muere en la hoguera irremediablemente desde antes de nacer, muere por ser reflejo de la bondad y muere por colocarse frente a un mundo armado hasta los dientes (con ideas superfluas y vagas, con maldad, con un Dios justiciero y, también, con artefactos de guerra), un mundo que se defiende de sí mismo.

Luz y oscuridad, vida y muerte, paz y guerra, amor y odio... Dualidad porque no es una cosa o la otra; es una cosa y la otra. Símbolo porque en la realidad la esencia de cada cosa –ya sea material como inmaterial- está más allá de lo que podemos ver o tocar o intuir.

Ollè nos muestra en las alturas (divide la caja escénica en dos zonas) lo sagrado, lo puro, lo que brilla, todo aquello que se opone a lo que vemos abajo: inmundicia, mugre violencia, injusticia, fuego, muerte. Los religiosos son cerdos, los escribanos asnos, los soldados niños condenados a morir sin que lo sepan y sin razón. Los distintos cuadros que se dibujan incomodan antes o después, hacen que el público se remueva en sus butacas, porque esa estética gris y distópica no gusta (recuerda mucho a lo que vimos en «Mad Max»), recuerda que nuestra parte más oscura está ahí, esperando pacientemente. Ollè, buscando efectos demoledores, hace que los solistas (en su gran mayoría) luzcan prótesis representando el pene de cada uno para dejar bien clarito que el mundo se ordena alrededor de lo masculino, de lo peor de las esencias de la masculinidad. A ellas, les viste con unas bragas que simulan una sexualidad exagerada, fea, casi cómica, con la que competir con el hombre.

«Juana de Arco en la hoguera»: Más allá de todo

Hay que señalar que, a pesar del enorme tránsito de personas por todo el escenario, la sensación de orden es absoluta. Y hay que señalar, también, que Ollé maneja los elementos que tiene sobre el escenario para montar y desmontar las escenas a ojos del espectador. Es posible que no sea una idea perfecta, pero cumple y alivia las dificultades que encierra esta obra. En definitiva, la puesta en escena es inteligente, arriesgada y brutal. Los espectadores más anclados a lo clásico no terminaron de encajar lo que veían. La gran mayoría sí. Porque por aquí estuvo Gerard Mortier y enseñó, a casi todos, nuevos códigos que se afianzaron con el tiempo.

El prólogo que nos ofrecen es una cantata sobre el poema «La doncella bienaventurada» de Dante Gabriel Rossetti con música de Claude Debussy. Una joya que da paso a lo que Honegger llamó oratorio dramático en 11 escenas. El libreto de «Jeanne D’Arc au bûcher» («Juana de Arco en la hoguera»), firmado por Paul Claudel, es bastante ñoño. Todo hay que decirlo. Incluso en las zonas de exposición narrativa más arduas, se escapan frases propias de una primera comunión. A pesar de todo, funciona porque prevalece la calidad y el riesgo al contar. Eso sí, con esas frases tan pueriles y almibaradas, se obliga a la actriz principal a abusar de tonos, también, pueriles y almibarados. Si no lo hace, todo puede venirse abajo. La música de Arthur Honegger encierra tanta fuerza como rabia, tanta amargura como esperanza. Se escuchan ritmos de jazz, del cabaret de entreguerras, de la música culta más moderna de aquellos años en los que se compuso y el compositor no renuncia al clasicismo más académico. El resultado de esa mezcolanza es espléndido. Juanjo Mena, el director musical, con mucha naturalidad, enfrenta la partitura buscando arropar a los cantantes y a la narradora, buscando realzar los matices expresivos que tanta fuerza aportan al conjunto. Gustó mucho su trabajo.

Destaca la voz de los tenores Sébastien Dutrieux y Charles Worman. La de Sylvia Schwartz suena suave, muy bien modulada, excelente en las zonas altas. Patricia Redondo (niña solista en la obra) me gustó muchísimo. Habrá que seguir de cerca a esta joven. Y, por supuesto, la participación de Marion Cotillard es estupenda. La actriz se pasa hora y tres cuartos subida en una plancha que sube y baja y le impide desarrollar un arco dramático soportado por el lenguaje corporal; solo la expresión del rostro y la modulación de la voz hacen que aparezca el personaje de Juana de Arco en todo su esplendor.

Programar este tipo de espectáculos es una apuesta arriesgada si se trata del Teatro Real de Madrid. Joan Matabosch, director artístico, está demostrando que correr esos riesgos merece la pena para la entidad y para los espectadores que pensaban que con Puccini se había acabado la ópera. Primero fue Mortier. Ahora es Matabosch. Bien, bien.