La resistencia individual frente a la opresión colectiva

Fred Zinnemann fue uno de los más destacados cineastas de la historia. En sus décadas de oro, los cincuenta y sesenta, logró sendos Oscars a la mejor dirección de largometrajes por De aquí a la eternidad y Un hombre para la eternidad, que además obtuvieron la estatuilla a la mejor película. El tema que más le interesó narrarnos fue el conflicto entre la conciencia individual y la presión de las instituciones.

09 sep 2017 / 09:00 h - Actualizado: 10 sep 2017 / 08:51 h.
"Cine","Cine - Aladar"
  • Fred Zinnemann con Robert Shaw durante el rodaje de A man for all seasons, 1966. / El Correo
    Fred Zinnemann con Robert Shaw durante el rodaje de A man for all seasons, 1966. / El Correo
  • Fred Zinnemann. / El Correo
    Fred Zinnemann. / El Correo
  • Billy Wilder y Fred Zinnemann. / El Correo
    Billy Wilder y Fred Zinnemann. / El Correo
  • Fred Zinnemann con Susannah York durante el rodaje de A man for all seasons, 1966. / El Correo
    Fred Zinnemann con Susannah York durante el rodaje de A man for all seasons, 1966. / El Correo

Al igual que otros realizadores imprescindibles del cine clásico norteamericano como Billy Wilder u Otto Preminger, Fred Zinnemann (1907-1997) pertenecía a la cultivada burguesía judía austríaca nacida en los albores del siglo XX. A diferencia de ellos, no emigró a Estados Unidos para escapar del régimen nazi, porque había aterrizado antes, al inicio de la Gran Depresión, para cumplir su sueño de trabajar en la Meca del cine. No podía imaginar entonces que su decisión probablemente salvó su vida, ya que los familiares que quedaron atrás, incluyendo sus padres, fueron víctimas del Holocausto. Le persiguió siempre el injusto síndrome de culpa del superviviente. La tragedia hizo que se refugiara en el trabajo, que fue su verdadera pasión, y que asumiera que la felicidad no era para él. Podría obtener satisfacciones, como formar una familia o provocar entretenimiento de calidad y tal vez reflexión a los espectadores, pero no podría ser verdaderamente feliz. Sus fotos muestran a un hombre menudo, muy delgado, de sensible rostro afilado y grandes ojos de mirada profunda e inteligente, con un trasfondo de tristeza.

Su experiencia motivó que las historias que le interesaba contar tuvieran que ver muchas veces con la dignidad y libertad del individuo y la dificultad de salvaguardarlas contra sistemas o colectivos opresores. Su visión de las instituciones era escéptica, pero creía en el espíritu del hombre y en la responsabilidad personal hacia uno mismo y hacia los otros. Sus protagonistas eran seres solitarios que no acababan de encajar en su entorno y que muchas veces intentaban resistir presiones externas, ya fuera de los fascismos (La séptima cruz, Julia), del ejército (De aquí a la eternidad), de la Iglesia católica (Historia de una monja) o del absolutismo (Un hombre para la eternidad). Rara vez los protagonistas lograban vencer al opresor o liberarse del mismo –a nuestro austriaco le costaba creer en los finales felices- pero lo importante es que no claudicaban, no pulían sus aristas para encajar, preservaban su diferencia. Y en un mundo donde las masas –sea por inercia o por miedo- tienden a gravitar sumisas hacia el poder, resistirse a la corriente es ciertamente heroico.

En lo profesional, Zinnemann luchó a su manera por defender sus creencias. Aceptaba que el cine es un arte basado en lo colaborativo, pero tenía claro que sólo el realizador debe llevar la batuta contra viento y marea para plasmar en el celuloide su visión de la historia. Es impresionante la cantidad de factores que condicionan el proceso creativo en el séptimo arte y aún más en la época de los grandes estudios. Los productores interferían con su visión de negocio, la censura procedía no sólo del Código Hays sino de diversas instituciones e instancias de poder, las estrellas buscaban realzar sus personajes, los guionistas querían que se respetara su texto... Mantener el timón en medio de esta tempestad requería claridad de ideas y mucho carácter. A diferencia de muchos realizadores de la época que hicieron gala de un crudo despotismo en el plató, Zinnemann era un verdadero caballero que sin elevar la voz imponía tenazmente sus criterios a productores y colaboradores. Jane Fonda, después de trabajar con él en Julia, afirmó que era un dictador con guante de terciopelo.

En palabras de otro gran realizador, Sidney Lumet, como el proceso de creación cinematográfica depende de infinidad de factores, es imposible saber durante el mismo si el resultado valdrá la pena; por ello, es esencial una minuciosa preparación previa de todos los elementos que permita que a veces surjan los accidentes felices que dan lugar a una buena obra. Zinnemann tuvo muchos accidentes felices porque trabajaba hasta el último detalle lo que se iba a rodar antes de que empezara la producción de la película. Colaboraba estrechamente en la adecuación del guion –que llenaba de mil anotaciones que definían cómo llevaría a la pantalla cada escena-, intervenía activamente en la búsqueda de localizaciones y se reservaba el derecho de elegir a los intérpretes, invirtiendo el tiempo que fuera necesario en encontrar el más adecuado para cada rol. Tuvo en ocasiones el valor de hacer castings arriesgados eligiendo a actores para papeles ajenos a sus estereotipos, lo cual era poco habitual en su época. Así, se empeñó en que sólo el enclenque Montgomery Clift podía dar vida a un militar ex boxeador o apostó porque la inalcanzable Deborah Kerr lograría bordar a una sensual devoradora de hombres.

Dedicaba tiempo a cada actor, hablando largo y tendido sobre el personaje, contexto y motivaciones, creando un clima de confianza que propiciaba que se atrevieran a probar cosas distintas. Además, antes de rodar, organizaba ensayos, lo que favorecía que luego necesitara pocas tomas para conseguir las interpretaciones más naturales. Como él decía, en la vida los eventos ocurren siempre por primera vez, no por séptima.

Se caracterizaba por una búsqueda del realismo, en lo que influyó su experiencia como director de documentales. Trataba de rodar lo máximo posible en localizaciones fuera de los estudios y mezclaba los actores con extras no profesionales. Buscaba captar el espíritu y verdad de los personajes y recurría para ello asiduamente a los primeros planos. Así, nos mostraba el rostro cubierto de sudor de un Gary Cooper que trata de vencer su miedo, la lucha interior de Audrey Hepburn entre sus convicciones y el voto de obediencia o la profunda tristeza de Montgomery Clift cuando se despide con un solo de corneta de su amigo muerto.

Pese a haber acumulado incontables nominaciones y premios en su época, es uno de los grandes directores que han sido luego víctimas de la controvertida teoría del autor de «Cahiers du cinema». El problema no está en el reconocimiento de los calificados como autores, sino en el injusto desmerecimiento de algunos creadores tan valiosos como Zinnemann, a los que se les ha achacado carecer de un estilo fácilmente reconocible. Nuestro austríaco era un extraordinario director de actores, con una sólida capacidad narrativa, controlaba el medio en todas sus facetas, tenía una clara visión de conjunto sin perder la atención al detalle, atinaba en lograr el tono y atmósferas precisos y pulsaba las emociones del espectador, adaptando la forma a lo que requería el fondo, sin disociar artificialmente una de otro. Revisen su obra y se darán cuenta. ¡Zinnemann fue único!